Facultad de Medicina Veterinaria y Zootecnia
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Nunca pensamos que ese día, esa mañana, cambiaría algo en nosotros. No fue una gran expedición y tampoco un viaje planeado con tiempo, más bien fue una idea por ahí con un grupo de amigos que de repente se volvió un compromiso: “Vamos a subir esa montaña de la que todos hablan y ninguno conoce”.
Éramos cinco. Ninguno somos especialmente madrugadores. Pero ahí estábamos, aún con algo de sueño y ojeras, al principio de un sendero que parecía sencillo desde donde nos encontrábamos. Cada uno llevó su mochila con lo básico: agua, comida y algo de snacks. Nadie se ofreció a cargar nada por otro, y eso estuvo bien. Cada uno decidió llevar su propio peso, literal y simbólicamente. El inicio fue fácil. Caminábamos riendo, tomando fotos y contando anécdotas. Parecía una excursión más, de esas para llenar la galería del celular. Pero pronto, el camino cambió. La pendiente se volvió más seria, el suelo más irregular, las risas se espaciaron. Comenzaron los silencios.
Fue entonces cuando la montaña empezó a hablar. No con palabras, sino con esfuerzo. Con el latido acelerado del corazón de cada uno de nosotros, con la sensación de las piernas quemando, con esa voz interna que te dice: “¿Y si mejor doy la vuelta?” Ahí descubrimos otra parte de nosotros mismos y de los demás. El que siempre bromeaba, simplemente guardó silencio y se enfocó en avanzar. El más callado empezó a hablar, como si el cansancio aflojara sus pensamientos. No nos turnamos para llevar mochilas, pero empezamos a mirar hacia atrás más seguido, a asegurarnos de que nadie quedara atrás. No dijimos “te ayudo”, pero caminamos más lento si alguien lo necesitaba.
La montaña, sin pedirlo, nos igualó, mostrándonos que el cuerpo necesita moverse no sólo para estar sano, sino para vaciar la cabeza. Y en esos pasos, uno se da cuenta de lo importante que es estar acompañados, para que te recuerden que seguir vale la pena. Llegamos a la cima más tarde de lo esperado; la vista, silenciosa, hermosa. Nadie gritó, nadie levantó los brazos como en las películas, sólo nos sentamos, compartimos la botana, tomamos agua calentada por el sol. Y por un momento, ninguno quiso sacar el celular. No queríamos registrar nada, porque sabíamos que eso no se guardaba en fotos. En ese descanso entendimos que las montañas no se suben sólo para hacer ejercicio. Se suben para vaciarse y llenarse de nuevo. Para convivir sin prisa.
Bajar fue más rápido, aunque no más fácil. Las rodillas ya dolían, los tobillos también, pero ya no importaba. Algo había cambiado. No lo dijimos en voz alta, pero lo sabíamos: estábamos más unidos, porque habíamos vivido algo juntos que no necesitaba explicación.
Volver a la ciudad fue como despertar de un sueño tranquilo con una alarma muy fuerte. El ruido parecía más agresivo, los semáforos impacientaban, las notificaciones más urgentes. La montaña nos había enseñado a escuchar, pero la ciudad parecía empeñada en que olvidáramos rápido. Allá arriba, lo importante es respirar, observar, simplemente estar. Aquí abajo, todo vuelve a correr: los compromisos, los mensajes, los pendientes. En la montaña, nadie necesitaba hablar todo el tiempo; en la ciudad, a veces hablamos sin decir nada. Allá arriba, cargamos nuestras mochilas con conciencia. Abajo, lidiamos con otro peso invisible (estrés, expectativas, ansiedad) y a veces, ni siquiera lo notamos.
Subir una montaña es como ponerle “pausa” a una vida que no tiene botón de alto. Nos recuerda que hay otra forma de vivirla: más lenta, más presente, más humana. No se trata de escapar de la ciudad ni idealizar lo salvaje. Se trata de traer algo de esa claridad de regreso: caminar con más calma, escuchar más, hablar menos, estar de verdad.
Y así, cada cierto tiempo, cuando el ruido nos come o la rutina nos encierra, basta con mirar a los amigos y decir: “¿Y si subimos otra montaña?”
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