Edit Content
Esta ventana es para mirar dentro de nosotrxs a través del arte y la creatividad.
Esta ventana es para mirar dentro de nosotrxs a través del arte y la creativdad.
Mizzu Cho/Pexels
Picture of Jimena Cordero Estrada

Jimena Cordero Estrada

Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Vallejo

Un globo en Berlín

Número 2 / JULIO - SEPTIEMBRE 2021

¿De qué nos sirve vivir sin libertad?

Picture of Jimena Cordero Estrada

Jimena Cordero Estrada

Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Vallejo

Tengo un solo anhelo: que todos mis descendientes y mi pueblo vivan en una tierra libre, que nazcan y crezcan sin ese miedo que noche a noche arrebata el sueño, sin ese temor de pronunciar algo incómodo o comprometedor, sin esa inquietud de hacer algo “incorrecto” y que ese desliz provoque la “inexplicable” desaparición de sus familias. Y todo por hacer uso de un derecho que nos pertenece: la libertad.

Desde hace 18 años, 3 meses, 8 días, una hora y 23 minutos no he sido una persona libre, al igual que todas aquellas hermanas y hermanos míos. Hemos estado atrapados, sin poder salir de esta prisión (a la que le quedaría mejor el nombre de “infierno”) para ver a aquellas personas que dejamos del otro lado, o para vivir una vida en paz.

Ha sido horrible, y esa no es ni la mitad de la historia. Fui uno de los responsables de que miles de personas inocentes quedaran presas en una nación que no admite lo diferente, la oposición. ¿Cómo? Es simple: ayudé a levantar ese maldito muro.

Esto lo hice en contra de mi voluntad, pero habían hecho una sutil amenaza: perdería a mi familia a manos de la RDA, quizá torturados, mutilados o válgame Dios qué. Si así nos pusieron las cosas a mí y a muchos otros, ¿qué opción nos quedaba? ¿Negarnos y provocar que nuestras esposas, madres o hijos desaparecieran? Hicimos lo mejor para nuestras familias.

Y ahora, heme aquí, volviendo a hacer lo mejor para aquellos a quienes amo. Conduciendo mi viejo Trabant amarillo a través de la densa neblina nocturna con los faros apagados, para no despertar a los soñolientos habitantes del vecindario, quienes, según Peter, podrían estar oliéndose algo de lo que hemos planeado durante los últimos 249 días: nuestro gigante y loco boleto de salida de este infierno.

Se hace tarde, no nos queda mucho tiempo antes de que den las dos de la madrugada. Acelero y sigo el camino en el mayor sigilo posible. Para mi sorpresa, mi esposa está serena y con una expresión inescrutable, como si supiera que nada espantoso nos sucederá.

Aún recuerdo la reacción que tuvo cuando le conté mi peligroso plan. Parecía convencida de que yo había perdido la cordura o que mis palabras estaban motivadas por la conmoción sufrida el día anterior, cuando nos enteramos de que Víctor, el valiente hijo de unos amigos nuestros, fue brutalmente descuartizado, para luego ser exhibido en el jardín delantero de la casa de sus padres. Su crimen: acercarse demasiado al muro.

Todavía estupefacta por mi descabellada propuesta, escuchó, lo más tranquila que pudo, la única razón que me orilló a esta idea: el hecho de que me rompería el corazón si nuestro hijo pusiera en riesgo su bienestar para ir en busca de una mejor vida, una en la que la libertad estuviera presente, tal como lo hizo Víctor.

Después de saber esto, aceptó y elogió mi ingenio. ¿Cómo era que, hasta ahora, a nadie se le ocurriera semejante manera de escapar? En los últimos años sonó de todo: túneles, personas que se metían en cajuelas o maletas, un mini-submarino, pero nada parecido a aquello que tenía en mente. No puedo llevarme todo el crédito por la idea, de hecho, le debo mucho a la profesora de Literatura de mi hijo y a Julio Verne. ¡Benditos sean!

Al fin, luego de 15 minutos conduciendo a través de calles que me son familiares, nos alejamos de todas las casas y, sin bajarnos del auto, nos internamos en la espesura del bosque lleno de enormes y centenarios robles. Después llegamos a un claro en donde me di cuenta de que la Trabant azul de los Strelzyk estaba estacionada, aunque algo oculta, entre dos árboles.

Como Peter, mi compinche en este plan, tiene un remolque, se hizo cargo de transportar todo lo que necesitamos para nuestra operación. Bajé del auto y me acerqué a nuestros acompañantes, seguido por mi esposa e hijo. Entre todos, no nos tomó más de 10 minutos bajar las cosas y poner manos a la obra.

No es por presumir, pero nos hemos vuelto muy buenos en esto, pues desde hace dos meses llevamos a cabo pruebas de resistencia y tiempo, todo con el fin de garantizar que nada saldrá mal en nuestra única oportunidad de escapar.

¡Peter es un genio! Se las arregló para construir las piezas esenciales: primero creó una máquina que nos permitiera dirigir mejor las llamas y controlar la cantidad de gas con un tanque de propano (que robamos de una construcción), una tubería y una válvula. Luego, con un motor de motocicleta (la cual me pertenecía) y un sistema de escape de un automóvil (hurtado, por supuesto), diseñó un ventilador para que pudiéramos dirigir el aire dentro del globo. Le tomó mucho tiempo, al igual que la creación de prototipos y de tanques, pero al final, ¡ese maldito lo logró!

La masa negra sin forma que hasta hace poco estaba tendida en el pasto del claro comenzó a inflarse. Al cabo de unos minutos se volvió un magnífico globo de 23 metros de alto (24, si contamos la canasta), por 17 de ancho. Gracias a la altura de los robles (que miden entre 25 y 27 metros), nuestro transporte permaneció oculto.

Había mantenido a raya el miedo, pero comenzó a sobrepasarme, quizá porque el globo ahora sí ya estaba listo. Todo lo que podría salir mal llegó a mi mente, consumiendo el valor que hasta hace poco me inundaba. Esta sensación duró unos segundos, pues Peter me sacó del ensimismamiento. Me sujetó del codo para meterme a prisa a la canasta. Dejé a un lado cualquier sentimiento de culpa (por poner en riesgo la vida de mis acompañantes) o miedo, pues no es momento para tales cosas: ahora sólo importaba salir con vida.

Cuando todos estábamos a bordo, desatamos los costales de piedras alrededor de la canasta, para evitar un despegue inmediato del globo una vez que se inflara del todo. Y comenzamos a elevarnos a un ritmo alarmante.

Un metro más, y otro. Mis acompañantes estaban lívidos y llenos de pavor, pero no habían perdido la esperanza en el plan, sólo rezaban en silencio. ¡Como si aquel que abandonó a su pueblo a manos de los nazis fuera a preocuparse por nuestras insignificantes vidas!

Su angustia me hizo apartar la mirada y, para mantener la mente ocupada, giré la cabeza para observar el panorama. Muchísimas siluetas indefinidas yacían bajo nosotros. La vista era tan oscura, que daría lo mismo si cerrara los ojos, y así lo hice.

Me transporté al día en que en la biblioteca comencé mi investigación sobre cómo demonios puede un globo aerostático volar por los cielos, y no desinflarse a mitad de su recorrido. Tres horas y media más tarde, los únicos resultados que obtuve, fueron: a) que los globos deben de llenarse con aire caliente y, b) que necesitaba desesperadamente la ayuda de alguien, o mi plan sería un fiasco.

Tras varios días pensando a quién podría confiarle mis intenciones de abandonar Berlín Este, la respuesta llegó directo a mi puerta: una gélida noche de febrero, los Strelzyk vinieron a cenar. Hacía más de 20 años que conocía a Peter Strelzyk y, debido al miedo de que pudiera traicionarme, no le había comentado nada de mi plan; pero decidí confiar en él, no sólo por nuestra amistad, sino porque es la persona más creativa que conozco.

Después de la cena, y con una cerveza en la mano, abordé el tema de los escapes que, según sabíamos, terminaron en un rotundo fracaso, incluso en muertes. Peter estuvo de acuerdo en que quienes vivíamos encarcelados de este lado del muro desperdiciábamos nuestras vidas, porque, ¿de qué nos sirve vivir sin libertad?

Su reacción al escuchar mi plan fue parecida a la de mi esposa, pero no necesitó conocer mis razones. No perdimos el tiempo. A la noche siguiente, él y su mujer aparecieron en mi casa para discutir el plan. Luego de investigar durante una semana, comprendimos cómo los globos aerostáticos lograban volar. La dificultad consistía en construir una máquina capaz de inflarlo en cuestión de minutos, de lo cual se encargó Peter; y el de confeccionar el globo.

De esto último me encargué yo. Cada integrante de nuestras familias fue a mercerías de diferentes pueblos a comprar tela para forrar cuero, pues es resistente y liviana; claro que, para no levantar sospechas, adquirían entre 100 o 200 metros cuadrados. Al final, nos hicimos con poco más de dos mil metros cuadrados de tela, que corté y cosí con una vieja máquina de coser manual. Tardé tres meses y medio en terminar de confeccionar el globo, pues aún tenía que seguir yendo al trabajo.

En el primer intento de inflar el globo con la máquina de Peter, nos percatamos de que el aire se escapaba por los hoyos de las costuras, y tuve que recubrirlo con un sellante químico. La última cosa de la que nos encargamos fue de la canasta: usamos una placa de acero y postes, que soldamos, para colgar tendederos que sirvieran como barandillas.

Han pasado 20 minutos desde que dejamos tierra firme, hace nueve, más o menos, alcanzamos una altura aterradora y ahora empezamos a descender. Resignados y sin poder hacer nada más que esperar estar del lado correcto del muro, nos escondemos dentro de la canasta, implorando al cielo que se apiade de nosotros.

Después de un rato levantó la vista y, para mi sorpresa, descubro un paisaje inédito: cientos de edificios se alzan por entre la tierra. Algunos autos, que ni en sueños había podido imaginar, recorren las calles de este extraño nuevo mundo.

Al momento, les informo a mis acompañantes lo que observo, y ellos, sin creerse lo que les digo, asoman sus cabezas para comprobar que no les estoy dando una falsa esperanza. Hemos llegado a nuestro destino.

Luego de convencerme de que todo esto no se trata de un sueño, me es imposible contener mis emociones y rompo a llorar de felicidad, al tiempo que beso a mi esposa como si nunca lo hubiera hecho. Pese a todas las dificultades, los desvelos, el estrés y el peligro, finalmente nos encontramos en una tierra de hombres libres. Ahora somos tan libres como ellos.

Más sobre Ventana Interior

México a blanco y negro

Por Natalia López Hernández
Matices sobre la desigualdad, el dolor y la rabia

Leer
Amor universitario (y latinoamericanista)

Amor universitario (y latinoamericanista)

Por Christian Osvaldo Rivas Velázquez
El romance y la teoría social se cruzan en C.U.

Leer
Obligación

Obligación

Por Aarón Giuseppe Jiménez Lanza
¿Cuál es nuestro deber en tiempos sombríos?

Leer
Los tolerantes

Los tolerantes

Por Andrés Arispe Oliver
Qué terrible paradoja fue haber tolerado al intolerante

Leer
Agua de sangre

Agua de sangre

Por Antonio Bernal Quintero
¿Hasta qué límites salvajes nos podrían llevar las disputas por el agua?

Leer
El DeSeQuIlIbRiO

El DeSeQuIlIbRiO

Por Carlos Damián Valenzuela López
Un caligrama describe mejor que mil palabras

Leer

Deja tus comentarios sobre el artículo

Un globo en Berlín

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

three × 4 =