Facultad de contaduría y Administración
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A veces estamos tan ocupados en “existir” que nos olvidamos de una verdad inmutable: todo es temporal, lo bueno y lo malo, o como diría Chaplin, nada es permanente en este mundo, ni siquiera nuestros problemas; sin embargo, nuestra propia naturaleza nos lleva a pensar lo contrario.
Cuando la vida mantiene el curso adecuado a nuestras expectativas, asumimos que no variará e incluso llegamos a imaginarnos estacionados eternamente en ese estado de “bienestar” que nos brinda estabilidad. Hacemos a un lado la sola idea de un mundo cambiante que pueda movernos de nuestra zona de confort y nos sentimos poderosos ante el aparente control que tenemos sobre el entorno. ¡Gran error! Pero la vida misma se encargará de corregirlo, nos sacudirá cuantas veces sea necesario para que regresemos a nuestro centro.
Todo es temporal y cuando la consistencia de nuestros pequeños universos es trastocada, perdemos el equilibrio, nos quebramos, nos desencantamos de la vida y nos rebelamos contra ella. Absurdamente nos sentimos traicionados porque se nos arrebata lo que creemos nuestro, porque estamos plenamente convencidos de que no merecemos pasar por trances tan difíciles. Nos hundimos en la desesperanza y nos dejamos abrazar por el pesimismo y la desolación, como si eso fuera a hacer una diferencia en la verdad de lo que nos ocurre.
Nada es para siempre, todo es temporal, y cuando las cosas van mal es el tiempo perfecto para detenernos a reflexionar en lo que somos, en el sitio que ocupamos en el cosmos, en la manera en la que vivimos. Viktor Frankl, en su libro El hombre en busca de sentido, lo sintetiza en una frase: “cuando ya no somos capaces de cambiar una situación, tenemos el desafío de cambiarnos a nosotros mismos”, nos corresponde hacernos cargo de nuestra realidad, de asumirla y enfrentarla de la mejor manera posible. De nada sirve arrogarse el rol de víctima, por el contrario, hacerlo nos sumirá en la infelicidad y en la frustración que resultan de las tan trilladas preguntas: ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? Las cuales hasta ahora nadie ha podido responder.
Cambiarnos a nosotros mismos y hacernos cargo de lo que nos toca enfrentar, implica derrotarnos cuando las cosas no suceden como nosotros quisiéramos o esperábamos, significa transitar por el camino del dolor, validar nuestras emociones sin ponerles etiquetas o juzgarlas y, si es necesario, llorar hasta vaciarnos completamente para reinventarnos; significa entender y aceptar que no controlamos la mayoría de las cosas que suceden en nuestras vidas o en las de los demás, pero lo que sí podemos controlar es la actitud que tomaremos ante las circunstancias que se nos presenten.
No es fácil, nadie dijo que lo fuera, pero se vuelve más difícil cuando únicamente nos concentramos en ese evento que nos lastima, para autoflagelarnos en lugar de ponernos atención y descubrir la capacidad que tenemos para hacer frente a las adversidades. Se torna más complicado si no modificamos la narrativa. Decía Gandhi: “Cuida tus pensamientos, porque se convertirán en tus palabras. Cuida tus palabras, porque se convertirán en tus actos. Cuida tus actos, porque convertirán en tus hábitos. Cuida tus hábitos, porque se convertirán en tu destino”; esa frase, sin duda, explica la importancia de modificar la historia que nos contemos, porque si le abrimos la puerta a las ideas intrusivas y las alimentamos con imágenes, impulsos, nociones y conceptos malsanos, habremos dejado que la fatalidad nos devore y nos moldee a su antojo; cabe entonces la pregunta ¿Queremos construir la peor versión de nosotros ante las dificultades? Porque si es así, el camino será más tortuoso, no solo para nosotros sino también para aquellos que nos rodean.
Si nuestra narrativa comienza con el fracaso, culminará de la misma manera, seremos vencidos antes de emprender el combate. Por el contrario, si iniciamos la historia desde la resignificación, las oportunidades serán mayores, pues aun cuando no podamos cambiar nuestra realidad, dentro de la desgracia seremos felices ¿suena raro? Sí, pero es cierto, la felicidad es un estado permanente que a veces se ve opacado por la tristeza de lo que nos toca vivir o de lo que tratamos de sepultar con oscuros pensamientos, pero ahí está para cuando le demos la oportunidad de asomarse, porque hasta en las peores tribulaciones hay momentos de felicidad que surgen como una especie de salvavidas para evitar que caigamos al vacío totalmente, sin posibilidad de retorno.
No existen fórmulas mágicas para resignificar lo que tengamos que enfrentar, cada ser humano es un universo y actúa conforme a su propia complejidad, por ello cada uno de nosotros ha de encontrar la manera de reinventarse. A algunos les funciona la oración, ya sea desde un punto de vista religioso o a manera de diálogo con nosotros mismos, más parecido a la meditación; otros tantos se concentran en el deporte; en los amigos; en las artes; en la naturaleza; en la lectura. A cada quien le corresponde hallar su propio camino, siempre que sea para resurgir de las cenizas, para darle un sentido distinto a los problemas, para transformarnos y renacer.
Transformarnos quiere decir, darle un nuevo significado a las cosas adversas que se nos presentan, tratar de buscar lo bueno de la vida, aún en el infortunio, y ello no equivale a caminar por el mundo viéndolo todo color de rosa, sino entender que hay matices, que nada es totalmente negro o blanco, que en la oscuridad hay luz y que en la luz también hay sombras, que las cosas pasan y ya, que no es cuestión de castigos, que de eso se trata vivir. Cambiarnos significa rehacernos con lo que tenemos, volver a armarnos después de que nos hemos quebrado, querer nuestras cicatrices y aceptar que todo es temporal, abrazar al pequeño que vive dentro de nosotros, curar sus heridas y consolarlo para que se levante y siga caminando hacia su destino, cualquiera que este sea.
Todo es temporal y lo que sea que nos aflija o que nos regocije va a pasar. No nos estacionemos en la desventura ni en la fortuna, suframos o gocemos el tiempo que debamos hacerlo, pero no nos regodeemos en el dolor, no nos quedemos lamiendo nuestras heridas ni asumamos que la dicha es eterna. Desapeguémonos de las cosas y personas, incluidos nosotros mismos.
Amemos intensamente, pero dejemos ir todo lo que tenga que marcharse porque ha cumplido su ciclo y atesoremos los buenos momentos, ellos serán nuestra reserva para sacar fuerza y seguir viviendo cuando la adversidad se presente, cuando las personas que amamos ya no estén, cuando la salud se vea mermada, cuando nuestra existencia estable se tambalee.
En algún punto de la vida alguien, cuyo nombre lamento no recordar, me dijo que somos capaces de afrontar las peores dificultades, pero que no reconocemos esa capacidad hasta que nos vemos inmersos en ellas, así que, cuando la vida nos de cien razones para llorar, nos tocará demostrarle que tenemos el doble de razones para reír y, recordemos que, como decía Buda, “el dolor es inevitable pero el sufrimiento es opcional.”
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