Facultad de Estudios Superiores (FES) Acatlán
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“Cinco minutos después de nacer, decidirán tu nombre, nacionalidad, religión y secta, y pasarás el resto de tu vida defendiendo desesperadamente cosas que no elegiste.”
Arthur Schopenhauer
Desde sus orígenes, la ideología religiosa ha funcionado como un marco para interpretar el mundo: un conjunto de creencias, valores y principios que dan sentido a nuestras experiencias, decisiones y relaciones sociales. Sin embargo, aquello que podría actuar como una herramienta para comprender y transformar la realidad, con frecuencia se convierte en un mecanismo de división, marginación e incluso justificación de atrocidades cometidas en nombre de ideales colectivos.
Uno de los ejemplos más contundentes del poder destructivo de una ideología en la religión se encuentra en la Alemania nazi del siglo XX. La llegada de Adolf Hitler al poder en 1933 consolidó una doctrina basada en la supremacía racial, el nacionalismo extremo y el odio sistematizado, especialmente hacia el pueblo judío. Esta ideología, lejos de limitarse al ámbito político o social, permeó incluso la ciencia, transformando su práctica y orientación de manera radical.
Un caso paradigmático fue la promoción de la llamada “Física Aria” en 1934. Esta corriente, respaldada por el régimen nazi, rechazaba las teorías científicas desarrolladas por judíos, como la relatividad de Einstein o la mecánica cuántica. En su lugar, se impulsaba una ciencia “nacionalista”, empírica y tradicional, negando el valor del pensamiento abstracto. Este sesgo ideológico provocó la exclusión y el exilio de numerosos científicos brillantes, incluido el propio Einstein, quien renunció a su nacionalidad alemana.
Paradójicamente, esta postura contribuyó al retraso científico de Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. Mientras los nazis despreciaban las teorías más avanzadas de la física, científicos exiliados en Estados Unidos alertaban sobre el potencial bélico de la fisión nuclear. En 1939, Albert Einstein envió una carta al presidente Theodor Roosevelt advirtiendo sobre la posibilidad de una bomba atómica, lo que impulsó la creación del Proyecto Manhattan. Gracias a la cooperación de científicos de múltiples nacionalidades, Estados Unidos logró desarrollar el arma más destructiva concebida por la humanidad.
En contraste, Alemania, atrapada en su dogmatismo ideológico, fracasó en su intento de desarrollar tecnología nuclear. El proyecto nazi, conocido como Uranverein, no logró reunir la masa crítica necesaria ni avanzar en los fundamentos teóricos requeridos. Así, mientras unos países marginaban el conocimiento por razones políticas, otros lo integraban y potenciaban con resultados catastróficos.
A pesar de esto, la historia no ofrece vencedores claros. El uso de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945 no sólo marcó el final del conflicto, sino el inicio de una era de amenaza permanente. Tanto el racismo nazi como el pragmatismo bélico estadounidense muestran cómo las ideologías, cuando no se someten a una reflexión crítica, pueden nublar el juicio moral y racional.
En la actualidad, aunque los contextos han cambiado, la ideología religiosa sigue presente. En plena era digital, las redes sociales han amplificado su alcance y velocidad, creando cámaras de eco donde las ideas se repiten hasta volverse “verdades absolutas”. Los algoritmos priorizan lo que confirma nuestras creencias, no lo que las confronta. Pareciera que se ha configurado un entorno de polarización generalizado, donde la lealtad a una causa parece más importante que el diálogo, y donde el disenso se castiga con linchamientos virtuales.
Es urgente repensar el papel de las ideologías en nuestra vida cotidiana. No se trata de negarlas por completo, pues toda interpretación del mundo conlleva cierta carga ideológica, sino de evitar su adopción acrítica. Una ideología religiosa incuestionada paraliza el pensamiento; convertida en dogma, justifica lo injustificable. Independientemente de su origen, color o bandera, cualquier ideología que no respete la dignidad humana pierde toda legitimidad.
Hoy seguimos llamando guerras a lo que son genocidios, desplazamientos a lo que son limpiezas étnicas, y defensa nacional a lo que representa dominación territorial. Todo ello, en nombre de ideas milenarias, patrias sagradas o promesas divinas. Seguimos siendo poseídos por ideologías que no elegimos, repitiendo errores que ya habíamos vivido. Por eso, urge imaginar un mundo sin ideologías excluyentes, un mundo sin nacionalismos, sin dogmas, sin odio disfrazado de principios, un mundo donde quepan muchos mundos.
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