Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH) Sur
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La historia nos relata que la libertad no es un regalo, sino una conquista. La libertad
democrática, esa que nos permite alzar la voz, tomar decisiones y construir nuestro propio
destino, ha sido el resultado de luchas constantes. Lo mismo sucede con el amor: no es un
estado estático ni un cuento de hadas prescrito, sino un proceso en el que elegimos, día a
día, permanecer, ceder, construir y evolucionar.
Pero, ¿qué tiene que ver la democracia con el amor? Ambos se sostienen sobre pilares
similares: el respeto, la igualdad, la voluntad y la posibilidad de elegir sin miedo. En una
relación amorosa, así como en un sistema democrático, no puede existir imposición. El
amor genuino se basa en la libertad de decidir estar con alguien, sin coerciones, sin
presiones externas y sin roles impuestos por la sociedad. En una sociedad donde la
democracia es fuerte, las personas pueden expresarse sin miedo, participar activamente en
las decisiones que afectan sus vidas y elegir el rumbo que desean seguir. En el amor ocurre
lo mismo: cuando es auténtico, se construye desde la libertad, desde el deseo genuino de
compartir la vida con alguien sin presiones externas ni normas impuestas.
En una relación de pareja, como en una sociedad democrática, cada individuo tiene derecho
a su voz, a ser escuchado y a decidir su destino. Una relación basada en el control, en la
dependencia o en la sumisión es tan frágil como una democracia debilitada por el
autoritarismo. Si en la política es peligroso entregar el poder absoluto a una sola persona,
en el amor también lo es ceder por completo la autonomía, porque se pierde el equilibrio, la
reciprocidad y la esencia misma de la conexión genuina entre dos personas.
En una democracia, el voto es nuestra herramienta fundamental. Nos permite decidir quién
nos representa y qué futuro queremos. Elegimos a nuestros gobernantes, elegimos nuestras
causas, elegimos cómo queremos vivir. En el amor, también elegimos: elegimos amar,
elegimos a quién amar y elegimos si queremos seguir amando. Este acto de elección es lo
que le da valor tanto a la democracia como al amor. No se trata de estar con alguien por
obligación, por miedo o por costumbre, sino porque cada día renovamos la decisión de
compartir nuestra vida con esa persona.
Sin embargo, en la política y en las relaciones, muchas veces olvidamos la importancia de
la elección consciente. Hay quienes permanecen en una relación simplemente porque “así
debe ser”, del mismo modo que hay sociedades que toleran gobiernos que no los
representan porque creen que no hay otra opción. La apatía en la democracia es tan
peligrosa como la indiferencia en el amor. En ambos casos, la falta de participación y
reflexión puede llevarnos a perder lo que más valoramos.
La democracia no significa que todos pensemos igual, sino que sepamos convivir y
construir juntos a pesar de nuestras diferencias. En el amor, sucede lo mismo. No se trata de
encontrar a alguien idéntico a nosotros, sino de aprender a respetar y valorar al otro con su
individualidad. Una democracia sana se enriquece con la diversidad de opiniones, y un amor sólido se fortalece en el diálogo, en la capacidad de escuchar sin imponer, de negociar sin someter y de crecer juntos sin perder la identidad propia.
Cuando la democracia falla, se imponen las ideas de unos sobre otros, se silencia la
diversidad y se margina a quienes piensan diferente. En el amor, cuando no hay respeto,
uno de los dos termina anulando al otro, imponiendo sus deseos sin considerar al otro como
un igual. Ninguna de estas situaciones puede sostenerse en el tiempo sin consecuencias.
Una sociedad democrática se caracteriza por la pluralidad: diferentes voces, distintas
ideologías y múltiples formas de pensar. El amor, en su esencia más pura, también es
diverso. No hay una única manera de amar, ni un solo modelo de relación válido. Sin
embargo, al igual que en las democracias en peligro, muchas veces se busca imponer una
única visión del amor, dictada por normas sociales, religiosas o culturales que limitan la
libertad de las personas para amar a quien realmente desean.
Proteger la democracia es también proteger el derecho de cada quien, a amar sin miedo al
rechazo, a la discriminación o al castigo social. Cuando un sistema político censura el amor
en cualquiera de sus formas, lo que está haciendo es restringir una de las libertades más
fundamentales: la de ser y sentir sin miedo. Así como una sociedad democrática requiere
ciudadanos comprometidos a proteger la democracia con la justicia, la equidad y la
participación, una relación amorosa necesita compromiso, confianza y la capacidad de
enfrentar juntos los desafíos. El amor no se mantiene sólo con promesas o palabras bonitas,
sino con acciones concretas, con la decisión constante de elegir al otro y construir juntos un
futuro.
Si una democracia se convierte en dictadura, la libertad desaparece. Si en una relación el
amor se transforma en posesión o control, también deja de ser amor. No hay afecto real en
la imposición, en los celos desmedidos, en el miedo al abandono o en la manipulación
disfrazada de cariño. Amar es dar espacio, permitir que el otro sea libre y, aun con esa
libertad, seguir eligiéndose. El amor y la democracia comparten un principio fundamental:
la libertad. Amar, en el sentido más pleno, es un acto democrático porque implica respeto,
elección, diálogo y diversidad.
Ni la democracia ni el amor pueden sobrevivir sin esfuerzo. No basta con obtener derechos,
hay que defenderlos. No basta con enamorarse, hay que construir una relación todos los
días. Cuidar la democracia es como cuidar el amor. Es defender la posibilidad de ser
quienes realmente somos, de alzar la voz sin temor, de construir relaciones basadas en la
confianza y no en la imposición. Porque el amor, al igual que la democracia, solo es verdadero cuando es libre.
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