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OMAR MARTÍNEZ /CUARTOSCURO.COM
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Marco Antonio Campuzano Piña

Facultad de Ciencias Políticas y Sociales

Parar a tiempo o sufrir para contarlo: las clases en línea

Número 2 / JULIO - SEPTIEMBRE 2021

Una casa no es un salón, y no hay manera de que alguien pueda poner atención a una clase completa desde su cama

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Marco Antonio Campuzano Piña

Facultad de Ciencias Políticas y Sociales

Nos hubiera gustado parar, tomarnos una pausa junto con el mundo, pero la educación “no se detiene”. Tal vez al inicio la idea fue llamativa para algunos, esperanzadora en cierto sentido, pero un año más tarde… la deserción se acrecentó, el estrés y la ansiedad aumentaron, hay más cansancio que nunca, y la intimidad del hogar quedó perpetrada, todo gracias a las clases en línea.

Parece ilógico que sea más cansado estar sentado por horas frente a una computadora que trasladarse por toda la ciudad, ir a la escuela y estar en movimiento constante, pero una cosa es el desgaste físico y otro el mental; uno puede arreglarse descansado, pero, ¿qué pasa cuando uno se siente derrotado, completamente desmotivado, haciendo todo por obligación?, ¿realmente vale la pena seguir “aprendiendo” así?

Casi todos terminan estresados por la sobrecarga de tareas o por el tiempo excesivo frente a la pantalla. Las energías se van con las clases, los ojos quedan fatigados, la espalda dolorida y todavía quedan muchos trabajos pendientes. Así, aunado a las preocupaciones que genera la pandemia (por salud o por dinero), los alumnos también deben asegurarse de subir o enviar a tiempo sus trabajos. Con esto el estrés se convierte en una bomba de tiempo.

Despertar y ver un monitor con cuadros negros como primera acción del día no es muy acogedor. No existe esa magia de tomar un café caliente con tus amigos durante la fría mañana. Aunque activen sus cámaras, se sabe y se siente que están lejos. Antes, una buena risa con tus compañeros era la energía suficiente para continuar el día, un antídoto a todos los males, pero ahora sufrimos todos los males y ya no tenemos un antídoto.

Sumemos la ansiedad a esta ecuación, cuando le damos tanta importancia a algo, provocando que la preocupación o el miedo sean tan intensos que repercutan en nuestra salud. Ya no están esos compañeros que nos ayudaban a relajarnos, ni la motivación de salir a celebrar después de entregar un proyecto o un examen. Ahora sólo pasamos de una preocupación a otra. Suficiente tenemos con cuidarnos de la Covid-19 como para también sufrir por temas escolares.

Ante una situación tan complicada, todos hemos tenido un conocido, un familiar o un amigo que ha sufrido por el virus; nuestra preocupación por esa persona es grande, es imposible concentrarse en una clase en línea. No es humano pedirle a los alumnos que den lo mejor de sí cuando la situación no lo permite, pero las clases tuvieron que seguir.

Y no es culpa de los alumnos ni de los profesores, simplemente las circunstancias nos han rebasado. La mayoría de los docentes hacen su mayor esfuerzo para dar su clase ─sin ellos este barco se habría hundido hace rato─, y los alumnos también lo intentan, pero ambos bandos han expresado su inconformidad.

Una casa no es un salón, y no hay manera de que alguien pueda poner atención a una clase completa desde su comedor, su escritorio o su cama. Tal vez la fuerza de voluntad de algunos sea muy grande, pero tarde o temprano serán vencidos por una o varias distracciones. Si es difícil para el alumnado, para el profesor debe ser un suplicio hablarle a una computadora y no estar seguro si te están escuchando del otro lado.

Si continuamos con las ironías de esta pandemia, tampoco tiene mucho sentido que estemos más cansados por estar todo el tiempo en casa, pero es una realidad. Tal vez nuestro entorno no se modificó, pero el imaginario social quedó persuadido. Nuestros hábitos y las relaciones personales se alteraron, nos replanteamos nuestras prioridades y nuestras formas de actuar, y lo que parecía lógico se puso en duda.

Entonces, ¿qué motivación nos queda? Estudiamos una carrera porque, supuestamente, es lo que amamos, pero si le perdemos el gusto, ¿qué sigue? No sabemos si valdría la pena. Cada vez es más difícil poner atención, hacer la tarea se torna insufrible. Ya ni siquiera quedan ganas de encender la computadora.

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