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Esta ventana es para mirar dentro de nosotrxs a través del arte y la creatividad.
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Marshall Hembram/Pexels
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Paola Welsh Martínez

Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Vallejo

La última construcción

Número 2 / JULIO - SEPTIEMBRE 2021

Todo era sombrío, sin esa luz que Nicolás creaba

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Paola Welsh Martínez

Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Vallejo

Hace un par de años me contrataron para construir una casa en la zona más rica de la ciudad. El jefe nos dio las indicaciones: debía ser moderna, de dos pisos y muy espaciosa. De este trabajo obtendría buenas ganancias, así que acepté sin dudarlo. No iba a ser la millonada, pero alcanzaría para comprarle ropa a mi hijo Nicolás.

A la mañana siguiente me preparé y vestí a mi hijo. Tenía que llevarlo a todas las construcciones, pues no podía dejarlo solo en casa, no había quien cuidara de él. Desayunamos lo que sobraba en el refrigerador y nos fuimos rumbo a mi trabajo. Llegando dejé a Nicolás en un lugar seguro; después comencé mi labor.

Fue así durante cinco meses, pero el 19 de agosto de 1968 ocurrió aquello que cambiaría mi destino. Subíamos botes de mezcla al segundo piso usando un par de vigas, pero una se rompió mientras la otra casi colapsó. Sólo vi cómo mi hijo iba pasando por debajo y corrí para salvarlo, pero fue demasiado tarde. Estando a sólo dos metros de él, la otra viga se desplomó y los botes cayeron sobre Nicolás. Desesperadamente quise quitarle todo de encima, pero perdí la conciencia después de sentir un fuerte golpe en la cabeza.

Desperté en un cuarto blanco, tenía puesta una máscara de oxígeno, no recordaba nada. Volteé a ver la puerta y por ella entró una enfermera que se sorprendió al verme despierto. Le pregunté por qué estaba yo ahí:

—Señor Francisco, usted se accidentó en una construcción, dos caballeros lo trajeron aquí y nos brindaron algunos datos suyos —respondió.

Justo en ese momento recordé todo. Le pregunté por mi hijo. Se quedó en silencio por un minuto:

—Hicimos todo lo posible, pero estaba muy grave. Tenía las costillas rotas: perforaron pulmones y estómago. No pudimos salvarlo, lo lamento —dijo bajito.

Saber que mi hijo estaba muerto me desgarró el alma. Todo a mi alrededor se detuvo y mis emociones se mezclaron. Ni siquiera pude reaccionar ante la noticia. Sentí una fuerte presión en el pecho que no me dejaba respirar. Deseaba ver a Nicolás, no quería creer que él ya no estuviera aquí conmigo. ¿Por qué tuvo que pasarle esto? Si tan s´plo lo hubiera dejado en casa ese día…

Comencé a llorar y a gritar reprochándome su muerte. Clamaba que me dejaran verlo una vez más. Sólo podía pensar en la falta que me haría, que la culpa de esto fue mía. Pedirle a la enfermera que me dejara morir fue lo último que le dije antes de quedar sedado.

El mes que pasé en el hospital recordaba a mi hijo pensaba en todo lo que ya no pudo vivir, en que jamás lo volvería a ver sonreír. Luego me dieron de alta y regresé a mi hogar. Todo era sombrío, sin esa luz que Nicolás creaba. Me dirigí a su habitación. Frente a su puerta sentía que mi corazón palpitaba ferozmente. Anhelaba verlo recostado sobre su cama. Abrí la recámara con falsa esperanza, pero, como era de esperarse, no había nada. Con el alma destrozada me tumbé sobre su cama a llorar hasta no recordar nada más.

Desperté al día siguiente, me vestí para ir a aquella maldita construcción que me quitó a mi hijo, salí de casa y de camino compré un tamal como desayuno. Al llegar noté, para mi sorpresa, que la casa ya estaba terminada. Busqué al jefe para preguntarle por mi pago, él únicamente me dio la mitad de lo que me correspondía, excusándose con que “sólo había ayudado a construir una parte”. Estaba tan afligido, que preferí no discutir.

Decidí retirarme. Primero pasé a una licorería por una botella, sin ella no podría regresar a casa. Después la abrí y comencé a beber. Me dirigí a la habitación de Nicolás, me senté en el piso a llorar y bebí hasta que perdí el conocimiento.

Abrí los ojos, noté que se había hecho de noche y fui a comprar otra botella. Las calles estaban desoladas, a lo lejos vi una silueta negra, pero no le di importancia. Llegué a la tienda y pedí una cerveza. No quería regresar a casa, caminé hasta encontrarme con un parque solo y me senté en una banca a beber. De la nada sentí escalofríos. En un abrir y cerrar de ojos apareció un anciano sentado a mi lado. Su aspecto era lúgubre: vestía de negro, tenía un bastón y le costaba respirar. Lo ignoré hasta que empezó a hablarme.

—¡Ay, Francisco! Así no solucionarás nada; ahogándote en el alcohol no traerás de regreso a tu hijo—.

Lo interrumpí, le pregunté que de dónde me conocía, cómo sabía lo de mi hijo. Él me calló:

—¡No me interrumpas! Te he estado observando, vi la tragedia que sucedió hace un mes. Es una lástima, ¿no crees? —dijo en tono sarcástico.

¿Quién era ese sujeto? ¿Por qué se dirigía hacia mí como si me conociera? ¿Cómo se atreve a hablar de lo que le pasó a mi hijo? Era lo único que podía pensar mientras él seguía hablando.

—Supongo que te hundirás en la tristeza, en la desesperación. La muerte de un hijo no se supera de un día para otro, por eso vengo a ofrecerte un trato. Estoy seguro de que no lo rechazarás. El hecho es que puedo revivir a tu hijo y también le daré la vida que cualquier otra persona quisiera vivir. Eso sí, debo tener algo a cambio.

—¡Qué va! Eso es imposible —me apresuré a decirle—. No se puede revivir a alguien. ¿Acaso usted es Dios? —solté una risotada.

Me levanté molesto, ese hombre se estaba burlando de mí. Caminé hacia mi casa. El viejo dijo una última cosa que alcancé a escuchar:

—Piénsalo, todo es posible en esta vida. Si aceptas el trato, te veo mañana a la misma hora y en esta banca—.

Apreté el paso, preferí no voltear. Llegué a casa y la tristeza invadió mi cuerpo de nuevo. Me dirigí a la habitación de Nicolás. Sentado al borde de su cama recordaba todo lo que aquel anciano había dicho. ¿Era eso posible? Si lo reviviera, él tendría la vida que yo no tuve; dejaría la miseria. La idea de que Nicolás volviera a la vida rondaba mi cabeza, pasé horas pensándolo hasta que me venció el sueño.

Desperté a mediodía, me bañé, me vestí y salí a buscar trabajo, pero nadie me contrató. Se hizo de noche y sólo faltaban dos horas para decidir si iba a aquel parque para encontrarme con ese señor o quedarme en casa sin mi hijo.

Las horas pasaron como agua, no tenía nada que perder, así que decidí ir. Salí de casa, me dirigí al parque y me senté en aquella banca. Esperé 10 minutos. Estaba dispuesto a marcharme, pues el viejo no llegaba, pero escuché su voz…

—Vaya, Francisco… sabía que regresarías —y se sentó a mi lado–. Antes que nada, mi nombre es Lucifer, Satanás o Samael, como gustes. Ayer estabas tan alterado y ebrio que no me dejaste presentarme—.

—¿Lucifer?— pregunté temeroso  —¿Qué tengo que hacer?.

—Sí, Lucifer… Lo que debes realizar no es difícil —respondió—. Te explico: hace un par de días asesiné a uno de mis ayudantes y necesito un reemplazo. Lo único que tienes que hacer es matar a todas las personas que yo te diga. Eso sí, hay una sola condición: no volverás a saber nada de tu hijo. Si rompes esta regla, él morirá con una vida tan miserable como la tuya–.

Era una locura, pero la oportunidad de que Nicolás volviera a la vida, aunque no estuviera yo en ella, me hizo aceptar la propuesta. El anciano sonrió mientras sacaba un trozo de papel de su bolsillo. Sin darme cuenta hizo un corte en mi mano y salió un hilo de sangre, después dejó caer una gota de ella sobre el papel.  El contrato estaba cerrado.

Eso es lo último que recuerdo antes de despertar en un lugar oscuro. Parecía estar  parado entre dos montañas, la única diferencia es que todo estaba cubierto de cenizas y había pasadizos. No parecía tener final, ¿acaso era el infierno? Caminé por aquel laberinto y me topé con el anciano.

—Francisco, a partir de hoy permanecerás aquí—.

—¿Qué sitio es éste?— pregunté.

—¿Acaso no es obvio? Es el infierno, pero no es un lugar en llamas, con demonios por todos lados. Aquí todo es diferente a lo que creen las religiones.

No debería sorprenderme por estar aquí, pero aún así era extraño. Desde que llegué debí hacer lo que marcaba el contrato: quitarle la vida a tantas personas, llegar al lugar indicado, sin saber si eran adultos o niños. Verlos agonizar no era satisfactorio, pero todo lo hacía por mi hijo.

Llegó el día que jamás quise que llegara. Ya había pasado mucho tiempo desde que me convertí en ángel de la muerte. Arribé a una casa grande, lujosa, me dirigí a una habitación que parecía ser la principal. Postrado en una cama vi a un hombre mayor dando los últimos respiros de su vida. Me acerqué para hacer mi trabajo. Repentinamente abrió los ojos y me vio fijamente. Nunca antes alguien pudo verme, ¿Por qué él sí? En su cara había un claro gesto de confusión. Con un último esfuerzo comenzó a hablarme.

—¿Papá, eres tú?, ¿cómo es posible que estés aquí? Pensé que habías muerto —dijo entre lágrimas—. Nunca hubo alguien que me explicara qué pasó, por qué no estabas ahí cuando desperté en esa habitación solitaria. No tengo recuerdos de lo que ocurrió después de esa construcción y ahora apareces aquí. ¿Qué sucedió, por qué sigues vivo?—.

No podía creer que aquel hombre al que estaba a punto de asesinar fuera Nicolás, mi hijo. Veía la frustración y desesperación en su rostro. No sabía si estaba enojado conmigo por no estar con él. Me hubiera encantado explicarle todo, pero me reconfortó su última frase.

—No sé lo que pasó, pero me alegra que me hayas cuidado desde donde estuvieras—.

Y sonreía mientras lo decía; era la misma sonrisa que recordaba.

“Es hora de irnos”, fue lo último que le dije antes de frenar su corazón. Acabar con la vida de mi hijo fue lo más triste que pasé después de su muerte cuando era niño, pero saber que no vivió una vida miserable le dio algo de paz a mi corazón. En ese momento supe que vender mi alma al diablo sí valió la pena.

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La última construcción

Una respuesta

  1. “Examiné la humedad en mi cámara de guitarra a lo largo de mucho tiempo usando un humidificador “”imbécil”” y 2 higrómetros, uno con un porcentaje de alarma bajo / alto. El ahínco por monitorear físicamente esto (incluso conmigo retirado y en casa la mayoría de los días) causa humedad relativa de yoyo en todas y cada una partes, la alarma se activa ocasionalmente a las tres de la mañana, y convertirse en un trastorno obsesivo apremiante, que debo llevar continuamente a la habitación para mirar los higrómetros, revisa todo.

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