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En estas trincheras nuestras armas son palabras convertidas en argumentos y contra argumentos.
En estas trincheras nuestras armas son palabras convertidas en argumentos y contra argumentos.
Dương Nhân/Pexels
Rachel Belper Ávila Rodríguez

Rachel Belper Ávila Rodríguez

Facultad de Derecho

La purga

Número 3 / OCTUBRE - DICIEMBRE 2021

Nuestras miradas se cruzaron y la ansiedad del momento me hizo entender que su precipitado caminar no era amistoso

Rachel Belper Ávila Rodríguez

Rachel Belper Ávila Rodríguez

Facultad de Derecho

Muchos recuerdos de aquellos años se han deslavado conforme las eras han cambiado. Aquella mañana de mayo fue un día inexistente en el calendario, seguí mi rutina diaria: luché contra la cama, me bañé y vestí. Después, al salir de casa caminé entre los pastizales descuidados de los alrededores de lo que alguna vez llamé hogar. Eran kilómetros a la redonda de vegetación de tonalidades verdes, castañas y cobrizas; las hojas cambiaban de tamaño y olor con una simple brisa. La corteza de los árboles estaba teñida de moho por la humedad.

Me abrí paso entre las piedras sueltas y la tierra lodosa para llegar a la parada del autobús que me llevaba a la universidad. El día era radiante, la brisa suave te recorría el cuerpo, la luna se escondía apresurada por la llegada del sol y el cielo se iba despejando. El problema de la reiterada existencia es tener en tan poca estima todo lo que sucede a nuestro alrededor; nos convertimos en testigos ausentes del tiempo. Pensamos que hay una infinita vida por delante sin espacios vacíos, llena de eventos subsecuentes, con cientos de pensamientos que se agolpan y dispersan sin siquiera dejar huella en nuestra existencia, ¿por qué no disfruté de esos instantes?, ¿cuándo fue la última vez que disfrutaste de la existencia fuera del bullicio de la cotidianeidad?

Mi itinerario se diluyó entre una conferencia, dos visitas al laboratorio y unas cuantas clases. Todo parecía tan ordinario que hasta cierto punto no puedo conservarlo en mi memoria como un día notable, absolutamente nada trascendental sucedió. Me empapé en la simple mundanidad de una mañana tan común como cualquier otra que haya sido registrada en mis no sé cuántos miles de minutos de vida.

En el camino de regreso a casa mi respiración se precipitaba en la ventana del autobús mientras mantenía los ojos abiertos, porque algo dentro de mí me provocaba mirar de forma compulsiva por el rabillo del ojo para cerciorarme de que nadie me seguía. Supuse por un instante que era ansiedad por los exámenes o algo parecido; pero no… La sensación era peculiar: opresión en el pecho, sudor en las manos y una angustia que se precipitaba a mi garganta; el sentimiento de paranoia generalizada, pero a la vez acallada por la cotidianeidad. Siempre me he preguntado si todos en la tierra lo habrán sentido o simplemente yo, aquella premonición de lo que sucedería, porque muy en el fondo seguíamos teniendo esos instintos de antaño, que nos alertaban del peligro que acechaba.

Después de una hora de meditación de camino a casa, descarté la idea de salir corriendo a refugiarme en una cueva. Llegué a mi destino, la farola que alumbraba la entrada tiritaba en aquella tarde; el ir y venir de pensamientos me consumió de tal forma que a pesar de mis esfuerzos por cenar algo no conseguí que mi boca cediera un poco ante la comida, cualquier bocado significaría una tarea titánica. Todo me parecía insulso, incómodo y fuera de lugar.

Subí las escaleras, estuve a punto de entrar a mi habitación cuando caí estrepitosamente en cuenta de aquello que había estado rondando durante horas en mi mente. Descubrí que aquello que me perturbaba era nada más y nada menos que absoluto terror; cada músculo, cada vello de mi cuerpo comenzó a alertarse, la tensión se alojó en mi abdomen y pecho. Dejé la perilla y me dispuse a bajar de nuevo a la sala, algo me había repelido de esa habitación e hice caso a aquel presagio de advertencia.

Pasaron las horas, veía como las manecillas del reloj daban marcha sin perdón y me encontré sola, aterrada y sin ninguna señal de alivio. Detuve mi precipitado caminar y entendí que esperar más sería una pérdida de tiempo, así que, luchando con todo ese cúmulo de miedos infantiles, me dispuse a subir cada eslabón de la escalera, escuché el rechinar de la madera. Cuando estaba a punto de llegar a mi destino mi piel se heló, los ojos me ardían y noté que la luz del exterior parecía estar incrementando sin razón natural alguna, no pude avanzar más.

Comenzaron a entrar por las persianas destellos de luces púrpuras, rojas, verdes, era una espiral cegadora de colores impensables. El instinto de preservación me hizo dar un respingo y en conjunto con la adrenalina que se propagaba por mi torrente sanguíneo, salté apresurada los escalones que aún me faltaban por subir. En un instante me encontré de frente con aquella luz en todo su esplendor. Espeluznantes ruidos se precipitaron en mis oídos, gritos, ladridos, llantos; toda esa humanidad se agolpaba en un frenesí que parecía no tener fin. El olor a sangre, orina, vómito, carne quemada; cada olor, sabor, color y sonido los podía percibir en todo mi ser, como si mi propio cuerpo los estuviera absorbiendo uno por uno, siendo todas esas sensaciones violentas arcadas, cubrí en vano mis ojos. Asquerosos sabores se mezclaron en mis entrañas, mis oídos estaban a punto de reventar cuando la explosión sucedió.

Mi cuerpo chocó con la pared, caí al piso y apenas intenté ver qué sucedía, observé como la estructura de metal de mi cama se precipitaba contra mi cuerpo expuesto en el suelo, el golpe me hizo perder la conciencia. Desperté en la penumbra, todo se encontraba calcinado por algo que no podía asegurar que hubiese sido fuego, no, el olor, la sensación de lo que había pasado era distinta a cualquier experiencia que pudiese recordar. Había un silencio perturbador, no podía escuchar mi respiración, intenté levantarme, pero fue en vano, cada músculo de mi cuerpo se sentía colapsado por una fuerza abrumadora que lo había dejado sin recuerdos de qué hacer con su propia estructura.

Paulatinamente intenté incorporarme y cuando estuve completamente en pie me di cuenta de la devastación que se encontraba frente a mis ojos. La mitad de mi casa se convirtió en nada, lo que conocí como un hogar había desaparecido. Sentí brotar a cántaros las lágrimas por mis ojos, los sollozos comenzaron a elevarse a través de mi pecho, con cada respiración agitada sentía como mi cuerpo se resquebrajaba de pies a cabeza. Todo estaba destruido, excepto la vegetación que podía alcanzar a ver desde el punto alto en el que me encontraba, aquellas olas verdes dentro de la oscuridad fueron mi único refugio, por alguna extraña razón quería alcanzarlas, sentirlas, que rozaran mi piel, la necesidad de la familiaridad en esos momentos era imperante.

Debía bajar así que me ayudé de los restos de la escalera que quedaban aún en pie, bajé cada escalón con una tranquilidad frustrante ya que mi cuerpo a pesar de la necesidad por encontrar refugio no respondía a mis súplicas de movimiento. Intenté templarme, debía hacer un esfuerzo mental para no caer en la locura, comencé por lo esencial, repetí una y otra vez “Soy Nara, tengo 22 años y a pesar de que mi casa explotó, estoy bien y necesito buscar ayuda”, lo repetí al menos diez veces hasta que mis pies entraron en contacto con la familiar e inestable tierra que se impregnó en ellos.

Mi visión se aclaró de golpe, observé el cielo, aquel lienzo negro adornado con puntos brillantes. Lo familiar se tornó terriblemente extraño, las estrellas que durante siglos habían parecido inmóviles, comenzaron a moverse unas detrás de otras sin un rumbo fijo ni coherencia. Cada una de esas motas brillantes comenzaron a desprender increíbles colores, miles de filamentos brillantes se precipitaron a mi alrededor como gotas de lluvia.

Observé las formas orgánicas crecer a mi alrededor, el ecosistema se robusteció. Los sublimes olores y sonidos de la naturaleza se precipitaron en mi nariz y oídos. Paulatinamente todo parecía llenarse de vida, el planeta recuperó en instantes todos los siglos de desgaste que había sufrido. Entre los ruidos de ramas, flores y troncos ensanchándose, oí una extraña melodía. Despacio me aproximé al lugar de dónde provenía el sonido, a los pocos pasos me encontré a la mitad del camino que toda mi vida había recorrido, todo parecía haber cambiado en unas cuantas horas.

Observé a lo lejos el origen de aquella melodía eran unos seres que irradiaban luz, eran altos, ataviados con largos ropajes llenos de piedras preciosas. Nuestras miradas se cruzaron y la ansiedad del momento me hizo entender que su precipitado caminar no era amistoso. La melodía desapareció, el silencio se apoderó del espacio en dónde nos habíamos encontrado, escuché el rugir de aquellos cuerpos extraños acercándose a mí con movimientos implacables e inhumanos. Cuando los sentí más próximos intenté adentrarme en los pastizales más altos, tuve la esperanza de camuflarme dentro de la espesa vegetación. Aceleré mis pasos tan rápido como mi cuerpo me lo permitió, sin siquiera saber a qué me enfrentaba, esperé lo peor y luché por la poca vida que aún tenía entre mis manos.

Corrí lo mejor que pude, sentía como las ramas se enredaban en mis extremidades y cada paso se hacía más difícil que el anterior, al mismo tiempo escuchaba gruñidos y sentía el calor de la luz cada vez más cercanos. El pesar de mis músculos se volvió más doloroso, mi boca se secó y los sollozos brotaron sin más. Grité por la angustia que me embargaba, sentía como cada una de mis palabras se ahogaba en el dolor que me estaba consumiendo. Al escucharlos más de cerca me di cuenta de que no hablábamos el mismo idioma. Susurraban y silbaban, el ruido me taladraba los oídos.

En medio de esta carrera contra lo desconocido, escuché un contundente y alarmante —detente—, comprendí que el ruido resonaba solamente en mi cabeza, sentí todas sus vibraciones en mi cráneo. Perdí el equilibrio, me desenfoqué un solo instante, cuando estaba por recuperar la compostura noté como el sudor que escapaba por mis poros se combinó con pequeños filamentos de sangre.

A pesar del ajetreo nunca dejé mis sensaciones de lado ya que, sin más, pude ver como una especie de lanza plateada y reluciente se expandía en mi pecho. Intenté tocarla, pero mis manos no podían más, la sangre comenzó a brotar a borbotones de mis entrañas. Levanté la vista hacia el cielo y caí de espaldas, sentí como el artefacto se incrustaba aún más en mi interior. La desesperación ensombreció mi juicio, grité, tan fuerte que lo único que lograba era acrecentar el dolor y la cantidad de sangre que mi cuerpo expulsaba.

Cuando estaba a punto de irme ellos llegaron, aquellos seres que enfrascaban todo un enigma con su simple existencia, los vi contemplarme, había cierto parecido entre nosotros a excepción de que tenían la piel ligeramente azul, sus pies no tocaban el piso y sus ojos destellaban luz guinda. Me observaron tal cual los humanos mirábamos a los animales en el zoológico, vi mi reflejo en la curiosidad de sus ojos. El ambiente se volvió cálido y comprendí que ese calor era mío, era la sangre que se acumuló a mi alrededor e hizo una perfecta cama mortuoria. Sentí el contacto de su piel con la mía, escuché sus voces y entendí la frase que se impregnó en mi memoria —La purga está completa—.

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