Esta ventana es para mirar dentro de nosotrxs a través del arte y la creatividad.
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Bruno Tzicuri Martínez Eugenio

Facultad de Estudios Superiores (FES) Aragón

Soy Bruno, un estudiante de comunicación y periodismo, me gusta mucho escribir, debatir, conversar sobre, literatura, política, música, pintura, cine, filosofía, deportes, me gusta leer y soy entusiasta de este tipo de proyectos.

Ellos

Número 18 / JULIO - SEPTIEMBRE 2025

Un cuento que invita a reflexionar, ¿es locura, paranoia o realidad?

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Bruno Tzicuri Martínez Eugenio

Facultad de Estudios Superiores (FES) Aragón

La paranoia de Sofía Velasco no era una coincidencia. El insomnio y los dolores en el corazón que advertían la ausencia de latidos eran debido a ellos. Cada tarde la amenazaban, entre carcajadas burlescas robotizadas y un estridente ruido de estática, con contarle a todos lo que había hecho. Era la mosca atrapada en la telaraña de un depredador metafísico, condenada a una parálisis que si bien le permitía moverse por la casa y salir a trabajar, por las noches no había ninguna desatadura posible. No podía romper la televisión, bloquear los macabros gritos de aquella interferencia o salir de casa y dormir en la calle (como se lo había propuesto en múltiples ocasiones). 

En aquella tortura cíclica despertaba siempre de vuelta en su fría e incómoda cama, con la televisión intacta y era ahí, cuando las manchas color negro, aun legibles en la oscuridad, moldeaban su rostro a placer, siempre frente a un espejo, hasta formar una sonrisa preocupada y una mirada tensa que no parpadeaba. Debía de ser así, tenía que ver con sus propios ojos cuánto poder ejercían sobre ella, no era un control físico ni mental, era un control total. 

 

El automóvil viajaba a 82 km por hora, Uriel Bárcenas manejaba pacífico en una carretera recta abrazada por árboles boscosos y la noche profunda, tan cálida como una tarde estival. En medio de ese ritmo de calma constante, Uriel miró por el retrovisor a su pequeño hijo, Mario Bárcenas, dormido de una manera peculiar, mientras sostenía con el puño cerrado lo segundo que más amaba en el mundo, un peluche con forma de mono y ojos de botón llamado Tulio. A Uriel le enternecía la dependencia que el niño tenía de aquel mono, pues se aferraba a él con apasionada fiebre, aun si estaba inconsciente. Mario era la consolidación del éxito en la vida de Uriel, ese símbolo de un perfecto amor de dos mutado, de una dulce manera, en un té para tres. Un niño sano, con la belleza andrógina de su madre y el carisma bufonesco de su padre, de cabello castaño lacio y brillante, con ojos grandes y alegres color avellana, no era tan pálido como su madre, ya que sus prominentes mejillas tenían más color, vestido con overoles de mezclilla azul, negra o gris la mayoría del tiempo. A Uriel y Sofía, bañarlo, peinarlo y colocarle la preseleccionada ropa, les encantaba el espíritu, pues era como vestir a la deidad más adorable del mundo. 

 

Cuando Uriel conoció a Sofía se enamoró de su actitud espontánea y extrovertida, era como ver la encarnación de la libertad del ser, sin condicionantes materiales o sociales, autonomía pura del mundo. Pero el factor hipnótico que lo atrapó en un doloroso delirio fueron sus ojos, esas gemas acuosas que a la luz del sol de mediodía reflejaban lagunas vírgenes y se teñían de un color miel cada tarde nublada, resaltaban incluso con los atuendos utilizados en los eventos cotidianos de un día cualquiera. También advirtió que ese cerebro tan culto, repleto de música, cine, historia, pintura y política se dejaba ver al dilatar sus pupilas, en aquellas aves fénix de su mirada. Esos fueron los asesinos y los salvadores de sus sentidos, aquellos ojos mitológicos, esa mente retentiva, aquellos rizos largos y castaños, y la piel color crema. En definitiva Uriel tenía tatuado en lo más profundo de su psique el nombre de Sofía Velasco. En el asiento del copiloto Sofía fingía dormir mientras miraba a su esposo con un gesto que conocía bien, pues ella sabía cuando Uriel se entregaba a la volátil tarea de recordar. Su expresión endurecida, forzada a verse con la neutralidad de aquel que jamás toma partido de nada, se delataba por el evidente nudo en la garganta que nacía cuando desembarcaban en la memoria esos pasados felices y melancólicos, acompañados de un susurro que él creía insonoro y del cual ella fingía no saber —gracias, Dios—. Así vivía feliz, fingiendo, hasta que no pudo engañar aquello que el aceite de coco no pudo redimir. 

 

Sofía clavó sus ojos de manera sutil en el retrovisor, sin dejar su farsa de bella durmiente para corroborar si su pequeño seguía dormido, pero el disgusto de lo que vio pudo haber costado un infarto, pues Mario no tenía rostro, como un dibujo a lápiz víctima de un borrador, su nariz, sus ojos, su boca y su cabello se habían ido. Despertó.

 

Cuando Sofía tenía 18 años, una tarde, mientras cenaba con sus padres, acompañada de una ensalada de pollo y una cerveza, en la diminuta mesa de su pequeño departamento, sucedió este cuadro:

—Las trompetas del juicio final se escuchan cada vez más cerca, lo dijeron en la televisión. —Mencionó el padre de Sofía con la seguridad de un orador.

Ella no pudo, ni quiso aguantar la estruendosa risa que dejó ver sus grandes dientes blancos.

—Las bocinas de los camiones no son las trompetas del juicio final, papá.

Su madre la observaba rigurosamente, ponía toda su atención de una manera juzgadora en su rostro.

—Tienes la cara fina como una niña. ¿Estás usando aceite de coco, verdad? —exclamó la madre de Sofía con un aire de orgullo.

—Sí mamá, desde hace un mes —respondió Sofía con la risa más calmada. —¿Por qué?

—Te lo dije, ¿y hasta hace un mes me hiciste caso?, ese aceite salvará tu cara del monstruo de la vejez.

Cuando la noche se hizo de más presencia, Sofía llevó dos tazas de café a la alcoba de sus padres para que acompañaran el pan que les compró por la tarde.

—Tengan, me voy a dormir. Los quiero mucho.

—Nosotros también —dijo su madre con tono somnoliento.

La joven se acercó a su padre, le besó la frente y le sonrió.

—Ya deja de pensar en los cláxones del fin del mundo. Expresó con un tono sarcástico.

Al salir del cuarto apagó la luz del pasillo y se dirigió a la sala sin dificultades, pues ella y la oscuridad jamás tuvieron problemas. Se sentó en el sofá, prendió la televisión y se dispuso a ver su película favorita en el DVD, pero su atención no estaba en la pantalla, se encontraba en el cortauñas y su pie, la película prácticamente se la sabía de memoria, hasta que se percató de un diálogo alterado. 

Previamente no había sospechado de las interrupciones, la antena de la tele abierta captaba otras señales y mostraba un viejo comercial donde se apreciaban rostros de personas desaparecidas,  con el propósito de localizarlas, o compartir información llamando a números que nunca aparecieron en pantalla. En su lógica, las señales cruzadas podían llegar a pasar, eran cuestiones electrónicas de las cuales no se preocupaba, pero el diálogo, ese sí había cambiado.

—Tienes la mala suerte de que nos gusten las niñas bonitas, no debieron tirar la muñeca, se escuchó desde la televisión. Después la señal recobró sentido y tomó su rumbo normal hacia el final de la película. Esa misma noche soñó con una tarde calurosa y un sol ya convaleciente a punto de dejar atrás el día. Se encontraba en el mercado que visitaba todos los miércoles. Se burlaba.

—Les dije, esos camiones tienen bocinas ruidosas y la gente tonta las confundió con trompetas que anuncian el día del juicio final. —¿Qué les da miedo?, ¿las bocinas del camión? —gritaba Sofía entre un aura de nerviosismo, mientras se colgaba de los postes, bailaba y reía con una falsa seguridad.

—Las trompetas del apocalipsis son lo mismo que las bocinas de los…

Un ruido agudo y constante arribó a la oreja de Sofía, despertándola abruptamente en la penumbra de la madrugada. Se encontraba parada en el pasillo, viendo fijamente su reflejo en el espejo victoriano, su boca estaba abierta en un tenso e inquietante gesto alegre, el favorito de ellos. No se podía mover ni hablar, intentó gritar para pedir ayuda a sus padres, pero no logró sacar un sonido de su boca.

Esa noche la buena relación de Sofía con la oscuridad cambió para siempre. Uno de ellos ya estaba ahí, con el rostro tan pálido como el papel, resaltaba una carcajada que dejaba ver enormes dientes blancos, en marcado contraste con las oscuras cuencas huecas de los ojos. A través del espejo, alumbrado con la poca luz que la tele encendida reflejaba en la pared, observó las caras borradas, manchadas de tinta, de los personajes expuestos en los cuadros y sintió con impotencia esa figura alta, de cabello largo y torso delgado, completamente negro. Con la mirada siguió su paseo por el techo hasta que desapareció en el corrompido televisor. Estaba despierta.

 

Después de aquella pesadilla Sofía Velasco despertó sudorosa, adolorida por el trabajo y el viaje en metro, con un sabor amargo en el paladar. Le pesaba, en ese corazón delicado, soñarse como aquella jovencita atractiva que alguna vez fue, sin extrañar tanto su culta memoria de ensueño, aunque nunca fue tan inteligente. Su subconsciente le había jugado una absurda y pesada broma al fabricarle una historia de amor con Uriel Bárcenas, a quien ella veía como figura de máxima autoridad, ahora no estaba segura de si en el fondo amaba a su tirano jefe que de entrada, siempre había detestado con el odio de un revolucionario al dictador, o si eran ellos jugando con su cabeza. 

 

Con frecuencia recordaba la noche del primer golpe, recién cumplidos los tres años, después de tomar su biberón en la cama dirigió sus ojos al largo y oscuro pasillo por el que alcanzaba a observar la sala y el reloj que había en ella, ese que sus padres habían decidido adornar con una carismática muñeca de trapo, a la cual recuerda deslizándose hacía la cocina, invitándola a seguirla. Años después su madre juró haber tirado esa muñeca, luego de aquella noche donde su padre salvó a la pequeña Sofía de arrojarse del tercer piso. No fue hasta ese momento que entendió el extraño diálogo sin sentido de la película que vio cuando tenía 18 años. Entonces este sueño de amor con el jefe de su agobiante trabajo era otro de esos juegos que solo hacían reír a sus verdugos.

 

Cuando se despertó en el camastro rechinante y viejo observó un instante el techo con goteras mientras pensaba en aquel recuerdo e intentaba dar con el motivo del sueño. De repente la invadió una sensación de náusea, debido a la mala noche causada por las ilusiones de un idílico viaje en auto, donde la calma en medio de la pacífica noche la acompañaba a cualquier lugar, lejos de ellos

En seguida se levantó y sintió un pequeño mareo causado por el vértigo de ponerse de pie tan rápido, se lavó la cara frente al espejo del lavabo y se percató de las crecientes arrugas que brotaban a los laterales de sus ojos y le quitaban el brillo de la cara. Al terminar de asearse tomó con dos dedos un poco de aceite de coco y lo untó en su rostro mayor aún bello.

Al momento de sentarse a desayunar, Sofía recurrió a su único entretenimiento, recordar, ya que no le gustaba leer y jamás tuvo el alma artística de sus padres. En ese momento vino a su memoria un recuerdo feliz con su hijo, Mario Velasco, un pequeño a quien no le importaba tener o no aquella figura paterna, él estaba orgulloso de su divino equipo de dos, sabía que lo único verdadero e indispensable eran su madre y su peluche primate de ojos de botón, Tulio. Sofía lo meditaba con gran dulzura y melancolía.

—Pasas mucho tiempo con Tulio, ya no sé ni quién es quién —dijo Sofía mientras le hacía cosquillas y le besaba las mejillas.

—Tulio es de crochet, yo soy de plastilina —replicó Mario riendo.

Y como si se tratase de un hombre que sabe lo que quiere en la vida, miraba a su madre con un amor de fiebre edípica e incondicional; ella era, en la mente y el corazón del hombre niño, una figura que respetaba como a un santo que podía tocar al mismo tiempo que adorar, ella era lo que más amaba en el mundo. 

Sofía se encontraba nostálgica, tenía la seguridad de ser dueña de sus recuerdos, esos a donde ellos no podrían acceder jamás. Súbitamente. la televisión se prendió.

 

—¡Estos son los exorcismos que salieron mal, escúchalos! —exclamó el rostro de un hombre cubierto con un filtro morado, sin ojos en las cuencas, con una mueca extremadamente larga, tensa, blanca, y las encías de un caballo moradas como las jacarandas. Por las bocinas brotaban gritos distorsionados de niños a un volumen extremadamente alto. Sofía intentó tapar los artefactos con la ropa que encontró en el suelo, nadie debía escucharlos o vendrían por ella,  sabrían lo que hizo.

 

Despertó en un vagón del metro, aún no llegaba a su casa, se había quedado dormida tres estaciones atrás. Percibió su reflejo, con el pelo crespo lleno de cebo a través de la ventana,  sabía que estaba despierta y advirtió su decadencia; era aún más ignorante que antes, el cansancio de años le impedían querer saber algo; su belleza ahora formaba parte de sus sueños; tenía la cara obesa, hinchada y grasosa debido al abuso de aceite de coco con el que trataba de ocultar su marginalidad.

 

Todo el tiempo era acosada por ellos, por esas interferencias de televisión que aparecían con sus caras pálidas, cuencas vacías y sonrisas burlonas, acompañadas de audios distorsionados con sonidos de cerdos o torturas, y que con frecuencia profanaban sus recuerdos, de los que nunca fue dueña. Sus restos fueron encontrados dos días después del arranque, arriba del armario. 

Aquel episodio de sonambulismo, en el que creyó liberarse de la parálisis de sueño y tomar del cuello a aquella criatura juguetona y maliciosa, alcanzando así su oportunidad de redención, sería el motivo por el cual la televisión no podía estar rota jamás, la razón por la que la parálisis, acompañada de la paranoia causada por las amenazas de ser delatada, serían igual de eternas que las interferencias y la culpa de lo que había hecho. Liviana de conciencia y con coraje, Sofía Velasco lo ahorcó con furia, mientras él la veía, fiel a su convicción de amarla por siempre. Con su último aliento, el pequeño creyó fervientemente que se trataba de un escarmiento.

—Mamá descubrió la arena de aquella construcción que oculté en una botella para jugar a los castillos —pensó Mario Velasco antes de morir ahorcado por ella, por ellos.

 

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