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Esta ventana es para mirar dentro de nosotrxs a través del arte y la creatividad.
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“La fragilidad de mi mente” Xchel Yoalli Sánchez Guerra FAD, UNAM
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Miguel Alejandro Martínez Rivero

Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Vallejo

Semblanza

El dios en el sendero

Número 2 / JULIO - SEPTIEMBRE 2021

La estrella madre apenas asomaba sus rayos blanquecinos sobre el horizonte montañoso

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Miguel Alejandro Martínez Rivero

Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Vallejo

La tripulación esperaba ansiosa la salida de la nave. Su equipo relucía impecable. El cinturón de munición rodeaba con firmeza a sus integrantes: la armadura negra les daba un aspecto intimidante y las armas colgaban frente a sus torsos.

Cuando la nave despegó, fue sólo cuestión de minutos para que la entrada a la atmósfera sacudiera el interior. Atrás, desde las ventanas, se veía la estación espacial como se ve a un astro turbado en el horizonte. Completado el descenso, las luces internas se mantenían en su rojo intermitente hasta que, con un soplo en el mecanismo, la luz cambió a verde. La puerta se abrió lentamente, aplastando la hierba que era idéntica a la terrícola. La estrella madre apenas asomaba sus rayos blanquecinos sobre el horizonte montañoso. La líder del escuadrón se adelantó hacia afuera unos cuantos pasos, y dijo al resto: “Tiempo perfecto para cazar a esta bestia; su horario de comida comienza dentro de unos minutos. Atentos a todo”. Por ambos lados del sendero crecía un bajo bosque. Sus copas centelleaban en grises ante la luz del sol, y de las linternas.

Hubo silencio en el avance pausado. Las voces salían perdidas y cortas: “Anestesia, nada de eso. Metales duros y asesinos”, “Cállate, no perderemos su sonido”, “Casa, ¡vuelve la tranquilidad a esta colonia!”, “Detecto su rastro, por aquí estuvo, como siempre, como intentando unirse”. Pero nada, ya la bestia se había marchado. Los cazadores volvieron al lugar de aterrizaje para levantar pequeñas cúpulas donde descansarían hasta el día siguiente, o hasta que el cuerpo de la presa estuviese en el contenedor.

“La nave volverá mañana a esta hora, quiero irme para entonces”, dijo uno de ellos, pero no bastó para que alguien más lo secundara.

Hacia la tarde, cuando la blanca estrella estaba en cénit, un hombre alto, flaco y de sombrero se acercó desde lo más hondo del camino. El varón llegó a las cúpulas, miró al escuadrón por unos instantes, y preguntó con cortesía: “¿Son de la Sociedad?”. El cazador que portaba la escopeta aturdidora se puso de pie y respondió con demasiado detalles: “Escuadrón tercero de la compañía Gévaudan, a la orden, como usted dice, de la Sociedad Interplanetaria. Venimos a acabar con el foxum, o el monstruo, como quiera llamarle, que anda por estos campos, ¿debería estar usted aquí?”. “Ah, vienen por ese bicho. Es el último de ellos, su manada lo abandonó, deben esperarlo en algún lugar del infierno”. El hombre evadió la pregunta y se marchó por una de las bifurcaciones del sendero, hasta que los pequeños árboles taparon su silueta.

Cuando el calor cedió fue posible volar el dron, pero no hubo más marcas del paso del animal. “Hay cosas que la máquina no ve”, escupió uno de ellos. Entonces partieron una vez más, ahora con la decisión de adentrarse lo más profundo posible.

Cuando las nubes oscurecieron el cielo, los cazadores encontraron restos óseos regados al lado de un arbusto. Eran pocos, pero suficientes para llevarlos a la guarida del ser. Hallaron su morada: una cueva no muy adentro en la montaña; era apenas un cuenco en el cual guarecerse de la lluvia. En él había huesos humanos.

Cuando una cazadora dio media vuelta, de los tupidos matorrales brincó la forma negra, ligera y extraña del animal. De un zarpazo le arrancó el brazo a la mujer. Los demás giraron rápidamente. Uno sostuvo a la mujer y la llevó hasta atrás. Mientras, las armas barrían el campo de un lado a otro, destrozando la dura hierba. “¿Le dimos, ha caído?”, “Más vale salir de aquí, ¡al sendero!”, “¡Ella está herida!”, “¡Eso no importa! La espuma ha sido suficiente. Me falta un brazo, ¡no una pierna!”.

Los cuatro corrieron hasta encontrar el camino. Una vez en él, la bestia les esperaba, oculta, del otro lado. Al segundo salto mutiló a uno con precisión letal y se derrapó sobre la grava, con la cabeza del cazador colgando de su filosa boca, como burlándose. “Maldita escoria”, dijo la mujer herida, levantando su arma con la mano izquierda, disparando aterrada. Pero el animal se deslizó con tal rapidez entre el bosque, que se perdió. “Deja ahí el cuerpo, déjalo. Vendremos por él”, murmuró la líder mientras miraba sobre los matorrales. Caminaron nerviosos, alertas, con las armas apuntando al frente. “Es más de lo que esperábamos”, “Es lo que pasa cuando no hay estudios previos”, “Así son las cosas, es nuestro deber”. Llegaron sin tardanza a la zona de aterrizaje. Las cúpulas estaban destrozadas, pues desde ahí el animal había seguido su rastro. En un último ataque sorpresa, el monstruo brincó al aire y, con las garras desplegadas, cayó sobre la mujer mutilada en una muestra pasmosa de brutalidad. El último hombre alzó su escopeta y disparó. Las balas aturdieron a la bestia y luego lograron explotarle una pata. Cuando se acercaba para rematar, del matorral saltó otro animal de la misma especie, directo hacia la líder. El tirador giró rápidamente. Con una mano disparó el cañón de red hacia la herida figura, y con la otra disparó la escopeta hacia el foxum que se acercaba desde lo alto. La bestia cayó herida, soltando un espantoso alarido. La otra, que estaba atrapada en la red, se retorció en desesperada agonía. “Vamos, muévete, ¿qué haces ahí parada?”, le dijo el hombre a la mujer que permanecía inmóvil, viendo a los caídos. “¡Acantha, responde!”, pero la líder no se inmutó, estaba perdida en el sufrimiento de las presas. “Bien, ¿no harás nada? Entonces yo terminaré esto”. El soldado levantó el arma para rematar al foxum que estaba atrapado, pero Acantha se interpuso con las manos hacia enfrente: “¡Espera, Hugo! ¿Por qué?”, “¿Por qué qué? Quítate de ahí, ya mató a muchas personas. Ahora es nuestro turno”, “No hay que hacerlo. Sólo trataba de defenderse”, “¿Y nosotros qué hacemos, Acantha?, ¿no estamos sobreviviendo también, buscando mundos nuevos para no extinguirnos en uno solo?”, “¿Pero a qué costo? ¿Cuántas especies nativas hemos exterminado?”, “A las necesarias para conseguir el bienestar”, “Ese es nuestro problema: el hombre sólo mira para sí”, “No, no te confundas. Esto no es sólo para nosotros; se trata de toda la vida de la Tierra”, “¿Y qué pasa con la vida de estos mundos?”, “¿Tú no matarías para salvar a tu familia?”, “No está bien hacerlo”, “¿Qué te pasa? Años haciendo esto para que demuestres que nunca estuviste de acuerdo”, “No lo entiendes”, “Lo entiendo de sobra. Y tú también entiendes que si estas bestias hubiesen desarrollado una civilización, viajes espaciales y armas, no nos tendrían misericordia; así es la vida: injusta. Aunque sea una frase trillada, todos la repiten porque saben que es verdad. Somos nosotros, o son ellos”, “Dime, Hugo, ¿puedes regresar a la Tierra y mirar tranquilo la vida sabiendo que exterminas a seres equiparables?”, “Puedo regresar sumamente tranquilo, Acantha, porque es mi responsabilidad, porque es responsabilidad de cada hombre defender a los suyos”, “No seas tan egoísta”, “Sólo cumplo mi deber”. Acantha, que permanecía tirada, apoyando su espalda al cuerpo del animal, se dejó caer a un lado y rodó por el empedrado hasta llegar, unos metros después, a la hierba. Mientras, pudo ver a los ojos al foxum, pero éste no le regresó la mirada. La mujer terminó sobre el pasto, observando hacia el cielo. Un quebrantador disparo hizo que cerrara y abriera los párpados de golpe. Para cuando estuvo enteramente consciente, la mano de Hugo le ayudó a levantarse: “Vamos, Acantha, hay que descansar”.

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