Facultad de Filosofía y Letras
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Salieron a un paseo grupal, después de subir el cerro y caminar un par de horas, se detuvieron a descansar en un peñasco. Desde su altura se podía ver todo en el horizonte, aquellas colonias cercanas al cerro, las calles por las que los autos avanzan a vuelta de rueda, los cerros vecinos, la niebla que cubría el panorama, incluso las lonas del mercado de los domingos. Aunque no podían ver el panorama a su perfección, distinguían una que otra casa y los árboles más cercanos que ocultan el sendero hacia abajo, árboles que no parecían más de un millar desde la base del cerro, pero que cada uno cubría con su follaje a una docena de árboles más chicos. Tras haber llegado a ese peñasco, el dolor de sus piernas se disipó, pues el sentimiento de llegar tan arriba les abrazó el alma con una caricia que susurró “lo hiciste bien, sigue andando”.
Descansaban uno al lado del otro, hacía rato que se conocían y salían como amigos; sin embargo, el tiempo que pasaban juntos, sus conversaciones, su forma de comportarse en compañía del otro, los latidos de su corazón, sugerían algo más. Entonces, en un momento de silencio, cuando todos los demás hacían otras cosas, él decidió que ya era tiempo de decir lo que sentía, si era correspondido, pues aleluya, y si no, pues sólo los árboles y las rocas lo sabrían. Y para su suerte, ella inició la plática.
–Estar aquí arriba es magnífico. Cuando veo hacia abajo y pienso en todo lo que subimos, lo que hemos vivido para llegar hasta aquí y que aún podemos seguir subiendo, no puedo describirlo, no encuentro las palabras, no serían las correctas, no serían suficientes, es raro pero es…
–Supongo–, habló él mientras ella buscaba procesar su sensación, –cuando sabes lo que sientes, no necesitas el por qué ocurre, sólo estás seguro de cómo te sientes.
–¡Exacto!–, respondió ella con entusiasmo. –Me gusta cómo me siento ahora, y no quiero perderlo en palabras, yo sé qué siento ¿sabes?
Esbozó una adorable sonrisa en su rostro, sonrisa a la que él correspondió.
–Hay algo que he querido decirte desde hace un tiempo. –Dijo él, ansioso.
–¿De qué se trata?–, preguntó ella, aunque suponía por dónde iba la conversación.
Él tomó aire, la miró a sus bellos y brillantes ojos oscuros, y finalmente habló.
–Te amo.
Ella se sonrojó. No esperaba la intensidad de la respuesta, su corazón comenzó a latir con mayor velocidad y le preguntó si lo decía en verdad.
–Es lo más sincero que he dicho en mi vida–, respondió él, mientras trataba de disimular que la pierna le temblaba.
Ella bajó la mirada, no sabía qué decir, así que respiró e hizo otra pregunta.
–¿Qué es lo que amas de mí?.
La pregunta lo sorprendió, pero sabía qué contestar, había tenido esa conversación en su mente decenas de veces. Había planteado cada pregunta posible y redactó para sí las respuestas, así que contestó con firmeza.
–Amo todo de ti, tu hermosa sonrisa, la dulzura de tu voz, la ternura de tu mirada, tu piel tan suave, tus manos tan finas y a la vez fuertes, la animosidad con la que haces todo lo que te propones, tu perseverancia, tu elocuencia, tu talento, tu fortaleza; amo que nunca te dejas vencer por la adversidad, que seas sensible y abierta a tus emociones, que te gusten tantas cosas que a mí me gustan, que las peras y el color morado me recuerden a ti, que me ganes en ajedrez, la amabilidad que le muestras a las personas que te rodean, tus ganas de aprender, de viajar, de conocer gente nueva, tus mensajes, la forma en que escribes, la música que me recomiendas, tus chistes, tus ideas, tu forma de hablar, de vestir, de caminar, tu mágico cabello, tu valor para afrontar aquello a lo que temes, el modo en que te adueñas de mis sueños, la manera en que haces que mi corazón lata. Te amo a ti.
Su respuesta la había conmovido por completo. No podía evitar la sonrisa, el rubor o aquella lágrima que quería escapar de su ojo.
–¿Todo eso sientes?–, preguntó con voz temblorosa y con su mano derecha en el pecho.
–Sí–, respondió él con firmeza.
Mil campanas sonaron en su corazón y dos mil pensamientos dieron tres mil vueltas en su cabeza. Todo lo que había escuchado le parecía fantástico, y justo eso la puso a pensar. Una idea en concreto desplazó todas las otras y finalmente supo qué decir.
–Eso es tan bello–, dijo con toda la calma que podía aparentar.
–Pero, ¿realmente me amas a mí?
La pregunta lo confundió y su mirada lo demostró, a lo que ella decidió explicarse.
–Verás, todo lo que dijiste suena maravilloso y es muy halagador. Sin embargo, suena demasiado perfecto, yo no soy así, no soy perfecta ni puedo todo el tiempo con todo. Me emociona que me veas bonita, pero no soy una ninfa milagrosa o algo así, lo dices de una forma muy bella y me conmueve, pero no sé si a quien dices amar es a mí o a la imagen de la chica de tus sueños que has puesto en mí. Yo también he soñado contigo, también amo muchas cosas de ti, tu sonrisa, tu manera de afrontar los problemas, tu actitud, la forma en que me haces reír, todo lo que me dices cuando me siento mal, que siempre estés ahí para mí y me encanta el tiempo que paso contigo. Pero, si continuamos con esto, si nos volvemos pareja, ¿qué pasará cuando descubras que no soy quien tú crees que soy?, ¿cambiará algo?, ¿se terminará por no ser el sueño que esperábamos?, ¿seguirías a mi lado, aún desilusionado, por no lastimarme, por estar enamorado de lo que podría llegar a ser?, ¿estaríamos juntos por la esperanza de una fantasía?
Él la escuchó y pensó un momento en lo que dijo, sabía que la amaba, pero no podía aferrarse al “cuando lo sabes, lo sabes”, así que nuevamente volteo a verla. Ella correspondió la mirada y él tomó su mano para luego decir su nombre.
–Es a ti a quien amo, a quien tengo en este momento a mi lado, quien ha estado conmigo en mis buenos ratos, en los malos y en los peores, a quien he visto llorar y reír, a ti que has mejorado infinidad de mis días con tu forma de ser, amo a la maravillosa mujer que eres hoy y no dejaré de amarte, siempre serás tú, y eres tú a quien yo amo. Estar contigo es mejor que cualquier sueño; y no lo digo para ornamentar mis palabras, es la realidad de quien eres y de lo que siento al estar contigo, quiero que tú seas mi realidad.
–Yo–, dijo ella sin saber qué responder.
En ese momento él se acercó más, colocó su cabello detrás de la oreja, acarició su rostro suavemente y finalmente la sostuvo de una mejilla con delicadeza.
–Cierra los ojos–, susurró.
Tras decir eso, ella bajó lentamente sus párpados, entregándose a la incertidumbre de lo que pasaría, ambos acercaron sus rostros y se besaron. Comenzó como un tierno roce que se profundizó con el paso de los segundos, ya no hubo necesidad de palabras, ambos deseaban ese momento. Y fue ahí sin interrumpir aquel beso, sin pronunciar palabra o emitir un solo sonido, que ambos se separaron para tomar más, las manos de ella rodearon su cuello, descansaban sobre sus hombros, la mano derecha de él pasó de la mejilla a la nuca, mientras que su izquierda acarició la espalda y bajó lentamente hasta la cintura. Y ya entregados al contacto, aquella mano derecha consumó el abrazo al bajar hasta donde se encontraba su paralela y entrelazó sus dedos, tomó a su amada con fuerza y la acercó hacia él. Todo el espacio a su alrededor se disipó y el tiempo que los ataba al desgaste dejó de avanzar. La delgada brisa que escalaba el cerro los rodeaba sin tocarlos, los rayos del sol descendiente deslumbraban todo alrededor para que sólo ellos se distinguieran, la sombra del todo dejó de moverse para no estorbar y el suelo que pisaban dejó de existir. Estaban abrazados, unidos en un beso que volvía difícil saber donde empezaba o terminaba cada uno, ya no percibían los límites de su ser, se habían vuelto una sola identidad que cambiaba conforme las caricias modificaban sus sensaciones al recorrer sus cuerpos, no había nombre suficiente para medir lo que era su unión. Estaban ahí, de pie como una mera manifestación de la voluntad, queriéndose a sí mismos en una lucha que no buscaba superponer un cuerpo sobre otro.
No sabían cuánto tiempo llevaban unidos, pudo ser un minuto o veinte, solo sabían que no querían interrumpir lo que solo se puede describir como el momento. Pero, por más que el alma insistiera en continuar, el cuerpo cedió y se separaron de aquel beso, dejaron como único recuerdo físico un fino hilo de saliva que intentó mantener sus labios unidos solo un poco más, dicho hilo se desvaneció cual vapor con cada milímetro de separación que aumentaba. Cuando recuperaron el aliento ambos abrieron los ojos y se vieron fijamente, expectantes a cualquier palabra.
–Eso fue–, dijo ella, mas no supo cómo continuar.
–Lo sé–, respondió él tras un suspiro.
Ella lo veía con ojos de anhelo, quería saber qué seguiría, pero la incertidumbre aún la abrumaba, aunque ese beso la había hecho sentir todo lo que su corazón deseaba, su cabeza no podía evitar pensar. Recordó la historia que los llevó a ese momento y pensó en el futuro que podría resultar. ¿Ahora seremos nosotros, una pareja de jóvenes enamorados que viven el uno para el otro, o daremos por satisfechas nuestras ansias y haremos como que esto fue cosa de una sola vez?, ¿podremos continuar como amigos después de esto?, ¿nos demostramos amor o sólo calmamos nuestro deseo?, ¿acaso quiero más?, todas estas preguntas rondaron por su mente, pero ella no trató de contestar ninguna, sabía que la labor de intentar responder tan siquiera una sola sería más pesada que subir y bajar ese mismo cerro tres veces en un día. Si bien no podía anticipar lo que pasaría a partir de ese momento, tampoco quería hacerlo. Entendía que el corazón late aún si la mente duerme. Así pues, quedó a la expectativa de aquello que podría suceder a continuación.
Entonces él decidió hacer la pregunta que definiría todo.
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