Colegio de Ciencias y Humanidad (CCH) Azcapotzalco
Colegio de Ciencias y Humanidad (CCH) Azcapotzalco
Una mañana, camino a mi salón, fijé mi atención en los murales sin terminar de los edificios por los que pasaba, fue así que surgió en mí una genuina duda que buscaba darle sentido al porqué de aquellos trazos incompletos. Tras una apresurada investigación y algunas pláticas que tuve posteriormente con amigos y exalumnos de mi plantel, fue que me enteré de lo que pasó aquel 3 de septiembre de 2018, todos los sucesos que lo precedieron y las consecuencias que tuvo en nuestra universidad.
Aquellos murales que dentro del CCH Azcapotzalco plasmaban un espíritu de rebeldía, de
insurgencia y de lucha universitaria, en realidad no se habían dejado inconclusos, sino que
en un atropello al patrimonio universitario fueron borrados con la absurda excusa de darles
mantenimiento, esta fue solo una de las muchas demandas, motivo suficiente para que la
comunidad alzara la voz en favor de mejorar las condiciones en las que se estudiaba. Aquellas protestas dieron paso a aquel desafortunado día en el que fueron agredidos por grupos porriles varios estudiantes en una movilización sobre la explanada de rectoría.
Mi reacción inmediata fue de asombro por el hecho de pensar que se conmemora el 2 de
octubre cada año a nivel nacional, que por lo menos dentro de la universidad se recuerda la
huelga de 1999 y, sin embargo, uno de los acontecimientos de mayor importancia más
reciente sea de poco o nulo conocimiento para muchos de nuestra generación.
Después recordé haber leído cierto precepto teórico que colocaba al espacio como una
plataforma social ideal para la memoria colectiva, sin embargo, en situaciones como esta, es más que válido cuestionarse: ¿el espacio por sí solo evoca el recuerdo o se necesita algo más que su simple presencia para llenarlo de algún significado?
Mi escuela, el CCH Azcapotzalco, atraviesa una transformación un tanto extraña, de la que
mi generación ha sido testigo, aquellos que entramos en 2022 y que hoy estamos en la recta final del bachillerato, vimos cómo poco a poco las asambleas, los paros y los pliegos pasaron de ser una suerte de escaparate a no llegar a ningún lado; la frustración y el cansancio se apoderaron de nosotros y cuando menos nos dimos cuenta, dejamos de involucrarnos en las situaciones en las que debíamos alzar la voz, hoy es bienvenida la estabilidad y la calma, pero no hay que ignorar el hecho de que éstas vienen acompañadas de un sabor más que agridulce, como si no estuviéramos hablando de paz, como si por el contrario, estuviéramos hablando de sumisión.
No hay solución fácil para sobrellevar esta transición tan complicada que atravesamos, y no, la solución no está en quemar la escuela, como la vieja guardia, aquella que tras los barrotes de la Aquiles Serdán nos grita: “¡Pinches tibios!” Cada que bajamos la cabeza, nos encomienda, y antes de que alguien siquiera lo piense, la solución tampoco la hallaremos pintando la escuela con nuevos tonos de azul y oro, como la dirección en turno nos ofrece, quizás es tiempo de afrontar el hecho de que la solución no está a la vista ni hoy ni en mucho tiempo, pero creo yo, que el primer paso es empezar a familiarizarnos con la historia que acompaña a los rincones que recorremos día con día.
Volviendo a la pregunta inicial, sí, el espacio innegablemente constituye una plataforma
social más que idónea para albergar la memoria colectiva, sin embargo, después de esta
experiencia me quedó claro que éste solo se revela ante aquellos que quieran aprender de ella, tal vez así, revisitando el pasado y documentando el presente, sepamos cuál es el siguiente paso, y encontremos en las siguientes generaciones que estudien en los salones que hoy ocupamos, mayor consciencia histórica para actuar como contrapeso de las autoridades universitarias.
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