En estas trincheras nuestras armas son palabras convertidas en argumentos y contra argumentos.
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Ángela Guadalupe Jiménez Soto

Facultad de Filosofía y Letras

Estudiante de Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras. Esta es mi segunda colaboración en Goooya. Me gusta ver películas raras, leer y escribir (especialmente textos académicos y artículos de opinión); nadar y practicar deporte en general

Escuelas privadas, estereotipos y faldas

Número 15 / OCTUBRE - DICIEMBRE 2024

Mi experiencia en la secundaria

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Ángela Guadalupe Jiménez Soto

Facultad de Filosofía y Letras

Mi segundo día de secundaria me solté a llorar en los brazos de mi madre. Le dije que no terminaría la educación básica. Todo parecía ser en extremo complicado. Para obtener aquello que el imaginario colectivo considera una “buena calificación”, ya no bastaba con dedicar unas pocas horas al día para realizar las labores, sino desvelarse y dejar de lado cualquier actividad ajena al ámbito escolar. El horario de seis horas había aumentado otros ciento veinte minutos, pero el tiempo para comer era el mismo; las matemáticas, antes bellas y prácticas, se tornaron tediosas y difíciles; y los compañeros de la primaria, que jugaban a las traes durante los recesos, ahora probaban su pericia realizando chistes misóginos y fotografiando los traseros de las compañeras.

No obstante, quizá la causa o pretexto de mis lágrimas durante esa primera semana fue el “comité de bienvenida” efectuado durante los primeros días de clase, un ritual similar a la icónica escena del “hay tabla” en el programa de Los Simpson. Claro, nunca hubo alguna amenaza de violencia física de por medio. En vez de eso, se había implementado un sistema mucho más variado de humillación y tortura psicológica: suspensiones, reportes, puntos menos e incluso el temido “reprobar”.

Ser adolescente implicaba convertirse en presunto culpable de cualquier cosa que los estereotipos hubiesen implantado en las mentes adultas y que estuviese asociada con “graves faltas a la moral”: drogas, sexo, holgazanería, mentiras, robo, etc. Las autoridades escolares ya no eran más figuras guardianas, sino carceleros sin corazón, vigilantes de sus presos asignados. Estaban siempre alerta: si incurrías en alguna falta, te castigaban; si no hacías nada, te amenazaban. Siempre era demasiado sospechoso. Sin embargo, inocentes o no, nunca hubo un intento real de acercarse a nosotrxs o de educarnxs. Éramos simplemente enemigxs.

Mi colegio se encontraba a veinte minutos caminando desde el centro de Iztapalapa. Era probablemente entre el segundo y el cuarto más barato de la zona. Es curioso cómo algunas personas suelen estigmatizar a las escuelas privadas y meterlas a todas en el mismo saco, cuando en realidad son extremadamente diferentes entre sí. Existen aquellas con un modelo pedagógico diferente (quizá más abierto o con más tecnología), pero también las que prometen actividades extracurriculares e incluyen deportes o actividades artísticas y culturales dentro de los programas de estudio. Algunas más tienen religión. Otras son bilingües o enseñan más de dos idiomas, y solo unas cuantas ofertarán convenios con embajadas y universidades. Y, por supuesto, todo eso se verá reflejado en el precio, el cual no todas las personas podrán pagar.

Nos daba muchísima pena cuando retenían a alguien en la entrada para hablar con sus tutores acerca de la situación del pago. Yo era hija única, pero era consciente de que, si no lo hubiese sido, la probabilidad de ingresar a una escuela privada hubiese sido sumamente reducida. Por eso procuraba tener siempre las mejores calificaciones y pelear por alguna de las becas más grandes. Tardé mucho tiempo en comprender por qué las personas se esforzaban tanto en llevar a sus hijxs a una escuela como esa, aunque les costara pagarla.

Prueba del profundo malestar causado por la ansiedad de mantener un promedio estrella en un entorno adverso fueron, tal vez, los múltiples escritos realizados durante aquella etapa de mi vida escolar, cuyo tema principal eran las fallas del sistema educativo. Recuerdo en particular un artículo de opinión para el periódico escolar, una crítica mordaz al reglamento institucional con un título creativamente irónico que compensaba mis escasas habilidades de argumentación del momento: “REGLA #1 del reglamento escolar: los estereotipos de género y la injusticia quedan estrictamente… ¿aprobados?”. Y es que yo tenía una relación un tanto complicada con el uniforme escolar.

Odiaba totalmente aquel asunto relacionado con las faldas: levantarse a las cinco de la mañana para descubrir que estaba lloviendo y debías caminar cerca de cuatro calles con un frío insoportable para no ser suspendida en la dirección; cambiarse el uniforme dentro de los diminutos baños de la escuela para la clase de teatro; no poder jugar en los recesos; y encima soportar el regaño de la prefecta para que te sentaras bien, aun si llevabas un short debajo.

“Deja que me diga algo a mí”, decía mi madre, eternamente feminista, siempre lista para defenderme. Era cuestión de tiempo. Y el día en que la prefecta le reclamó por mi falda, mi madre no titubeó. No recuerdo sus exactas palabras, sin embargo, podría jurar que fue algo como: “Mi hija no está provocando a nadie, son los chicos los que deben aprender a comportarse”.

“¡Aquí esas cosas no pasan!”, fue la respuesta de la prefecta durante aquel incidente. No obstante, era curioso que la prefecta contestara eso tan tajantemente porque incluso ella había sido objeto de acoso por los chicos de tercero, quienes le habían silbado morbosamente al unísono cuando presentaron a la planta docente. Ninguna mujer estaba a salvo de las estructuras del machismo imperantes en la escuela: no importaba si eras una maestra que se sentía incómoda con sus alumnos, una chica fastidiada por la manera en que el profesor hacía contacto físico con ella o alguien que, como yo, detestaba la forma en que el chico de atrás le agarraba el cabello y acariciaba sus nalgas con la rodilla.

Me corté el cabello, comencé a llevar pantalón cuando accedieron a dármelo a regañadientes (en gran parte debido a la iniciativa del uniforme neutro llevado a cabo por la jefa de gobierno) y supliqué a mis padres por un cambio de escuela (específicamente a una pública). Quizá mi error fue nunca haber comentado la situación, pero después de todo, ¿qué harían si yo hablaba? ¿Suspenderían o expulsarían a una persona a la que no debían pagarle un salario, pero representaba un ingreso seguro a los bolsillos de los dueños? ¿Qué pasaría con los otros chicos que hacían lo mismo que él? ¿Sufrirían alguna pena?

Durante algunos años, en mi pequeña burbuja de privilegio, me resultó difícil entender por qué mis padres habían hecho caso omiso a mis súplicas sobre el cambio de escuela, y más aún a mi énfasis en que esta fuese de carácter público, hasta que, después de una charla con mi madre, comprendí que mis padres tenían una desmesurada fobia a las escuelas del gobierno. Según mi progenitora, dentro se vendía droga y las personas se peleaban. Fue entonces cuando comprendí el verdadero diferenciador de los colegios privados.

Mi colegio podía no tener la mejor tecnología, convenios con universidades o ser bilingüe (aunque teníamos dos horas diarias de inglés), y la calidad educativa dejaba mucho que desear, pero su mayor diferenciador era no ser una escuela pública. Además, al tener grupos reducidos, resultaba mucho más fácil vigilar a lxs alumnxs, por lo que podían ofrecer cierto enfoque de disciplina rígida y “seguimiento” con respecto a aquellxs que estuvieran atrasados, lo cual proporcionaba cierto confort a los padres y madres de familia. De ese modo, no era del todo precedida por su mala fama, y las personas procuraban pagar una colegiatura para llevar ahí a sus hijxs y que no cayeran en las garras de las temidas secundarias técnicas y diurnas.

Comprendí entonces que la educación necesitaba un cambio sumamente fuerte e importante. Sin embargo, probablemente éste debía empezar con mejorar la calidad de la educación pública, aquella a la cual tenemos derecho de acuerdo con el artículo tercero constitucional, y no tanto esperar a que las escuelas privadas cambiasen solo por iniciativa propia, estableciendo un modelo de competencia que además de aumentar los estándares de calidad en ambas atrajera estudiantes que de otro modo hubiesen terminado pagando una mensualidad. No obstante, falta también un cambio radical para orientar también el enfoque hacia un modelo humanista. También adoptar enfoques nuevos en ambas instancias que ayuden a frenar los diferentes tipos de violencia en los espacios escolares y en la sociedad en general, no solamente en contenidos educativos sino también en las estructuras del sistema.

Entiendo ahora que la educación necesita un cambio urgente. Sin embargo, más allá de esperar a que las escuelas privadas evolucionen por sí solas, se debe empezar por mejorar la calidad de la educación pública, a la que todos tenemos derecho según el artículo tercero constitucional. Es imperativo elevar la calidad de la última para fortalecer ambas, pero sobre todo para eliminar las desigualdades que persisten en el sistema. No obstante, el mayor desafío es crear un modelo educativo que valore a los estudiantes no solo como números o calificaciones, sino como seres humanos complejos, con necesidades diversas.

Una nueva escuela es posible: un lugar en el que el respeto, la igualdad de género y el bienestar emocional sean tan importantes como el rendimiento académico, donde las autoridades escolares sean aliados de los estudiantes y no carceleros. No obstante, este nuevo paradigma no debe venir solamente de las instituciones, sino del cuestionamiento por parte de la sociedad hacia los estereotipos y las violencias que se normalizan en el entorno escolar. Solo así, la educación dejará de ser una fábrica y una prisión hostil y desoladora y se convertirá en un verdadero espacio libre y seguro para crecer, desarrollarse y aprender.

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