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En estas trincheras nuestras armas son palabras convertidas en argumentos y contra argumentos.
En estas trincheras nuestras armas son palabras convertidas en argumentos y contra argumentos.
CREDITO: Daniel Membrila / LaCarteleraMX
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Andrés Martínez Ortega

Facultad de Filosofía y Letras

Estudiante de literatura dramática y teatro en la UNAM. Mis cuentos han aparecido en antologías como “Invenciones a cuento” (Dirección de literatura y fomento editorial) y “Quisiéramos olvidar” (Attica Libros). También he publicado en el Blog de los jóvenes, Tierra Adentro y Milenio impreso y digital. Soy miembro de la primera generación del Diplomado de Escritura Creativa y Crítica literaria de la UNAM. Me gusta la lucha libre —colecciono figuras de mis luchadores favoritos—, ver películas y leer. Desde luego, me encanta escribir, aunque a veces el deseo de hacerlo me lleve a frustrarme. En la crónica compartida, quiero expresar el modo en que un artista, más allá de su calidad como objeto de consumo, puede “desnudar” su identidad, dar cuenta simbólica de los pasos que lo han llevado a ser quien es y, así mismo, inspirar a sus seguidores.

Drexler en el corazón de la hoja blanca

Número 10 / JULIO - SEPTIEMBRE 2023

Drexler nos hacía pensar que todos podíamos ser grandes amigos

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Andrés Martínez Ortega

Facultad de Filosofía y Letras

Jorge Drexler parecía una hormiga, una pequeñísima figura humana que había entrado corriendo a la escena, la cual era una gran hoja en blanco. Su rostro era prácticamente indistinguible, como todo lo mirado desde el piso más alto del auditorio nacional de la Ciudad de México. Por unos instantes, hubo desconcierto al saber que dicho hombre, hincado ahora ante los aplausos y vítores de los espectadores, rodeado de sus compañeros músicos, fuera el artista que había conquistado mis oídos, y los de Carlos, quien me hizo el favor de mostrarme el álbum Tinta y tiempo. Desde luego, ahí estaban las enormes pantallas, proyectando con el detalle de una lupa al cantautor. Pero nuestro anhelo era el de mirarlo directamente, no a través de las pantallas —antes habíamos visto un buen número de entrevistas en Youtube—. Lo que ansiábamos era escanear cada milímetro de su gestualidad, dilucidar sus movimientos en el espacio. Aprehender, por medio de la retina, el milagro de la presencia y, entonces, confirmar lo obvio: que el artista, cuya música había pasado tantas horas en nuestra cabeza, existía en carne y hueso, y no era simplemente un algoritmo de la red. 

Sin embargo, la presencia no podía completarse sin uno de los instrumentos fundamentales de su quehacer: la voz; esa que se levanta en el aire tejiendo el lirismo de una obra artística que ha reconciliado lo científico con lo romántico. “Buenas noches, México”, saluda alzando el volumen de su voz, sin apenas perturbar su tono. Un par de segundos después, el baterista inaugura el performance, sus percusiones se convierten en la llave de un setlist que terminará alcanzando más de veinte canciones. Pero, mientras tanto, los espectadores se abandonan al ritmo de la orquestación —el sonido de las cuerdas proviene de las omnipotentes bocinas—, sin rebasar la frontera que divide el territorio de sus butacas. Visto desde arriba, el público es un oleaje contento y descoordinado, pues cada quien se menea hacia donde su instinto le dicta. La emoción recarga su potencia cuando Drexler abre el río de palabras: “Corría la era del mesoproterozoico cuando aquella célula visionaria”… En cualquier otro concierto, el público habría ahogado, sepultado al vocalista entre vociferaciones, y él habría tenido que esforzarse en sobrevivir o, en su defecto, dejarse devorar por el monstruo de lo dionisiaco. Sin embargo, a Drexler lo acompañan miles de gargantas que, juntas, entretejen una voz tenue —quizá en un intento de imitar el estilo del uruguayo—, la cual entona masivamente “el amor es el plan maestro”. Y en apenas unos minutos, cabe una historia sobre la invención del amor y, por qué no, se acomoda también eso que el propio artista llamó “una enciclopedia del mundo”. 

Y el milagro se ha producido: el concierto brilla en su nacimiento, y el cantautor ha conseguido atrapar a su público no simplemente por su presencia, sino por la energía que él mismo ha suscitado: la prueba ahora radica en sostener la emoción ya sembrada, en lograr que los gritos pasionales —los “te amo” infaltables o los berridos intraducibles al lenguaje escrito— no caigan cuales carboncillos despojados de un posible fuego.  

Entonces, como si fuera la única progresión posible, brota el erotismo de una canción también nacida bajo el espectro de lo científico. Dos seres se atraen, de la misma manera que lo hacen dos cuerpos magnéticos. El público no falla y al unísono se escucha “Yo soy tan solo uno de los dos polos, de esta historia la mitad”.

“Este, yo, les tengo que confesar, hoy de noche, es el concierto más grande que he dado en mi vida”. Y el público mexicano —orgulloso de saberse hogar de artistas de alcance mundial, al punto de convertirlos en mexicanos simbólicos— eleva los gritos de alegría. No es para menos: Drexler logró el sold out, y el auditorio estaba poblado en su totalidad. O casi, pues durante todo el concierto siempre hubo un hueco sin gente del otro lado del piso. La emoción se eleva cuando Drexler cuenta que, en 2001, estuvo con un público de veintidós personas en El Péndulo de La Condesa —escuchar los nombres los espacios cotidianos en boca de un artista extranjero genera una satisfacción unánime en el público, pareciera otorgarles a esos lugares una validación internacional, un estatus de culto—. Cómo ha pasado el tiempo, cómo la constancia ha logrado su objetivo: ¿cuántas reestructuraciones ha tenido que atravesar?, ¿cuántos bloqueos han acaecido en su mente para llegar a este instante del tiempo?

Me pregunto: ¿cómo puede un artista de factura tan íntima sostener un concierto de proporciones tan magnas? La respuesta es tender la complicidad; esa en la que Drexler pide al público que, para acompañar los latidos musicales de Corazón Impar, utilicen los pies. Y todos se unen para hacer del auditorio nacional un corazón de palpitaciones profundas. La generalización no me resulta descabellada, sino obligatoria, a pesar de que al lado de Carlos había un muchacho rígido, más tieso que una pose de foto familiar. Pero qué importa, cuando el romanticismo de Drexler hacía pensar que todos en el auditorio podíamos ser grandes amigos. 

El concierto se desarrolla sin mayores contratiempos. Drexler promociona el álbum que motiva el tour con Cinturón blanco, Bendito desconcierto, ¡Oh, algoritmo!, pero intercala el espectáculo con canciones de discos pasados: toca Me haces bien, Fusión, pone al público a tararear “I-no-por-tu-na”. La gran hoja vacía que es el escenario se transforma gracias al juego de luces: dos círculos pueden ser las células que se unen milagrosamente o un círculo verde puede materializar el místico y omnipotente algoritmo al que Drexler reza para saber qué cantar; las luces, dadoras del espacio, serán el fuego de Movimiento o la luna de La luna de Rasquí

Y la complicidad es una bola de nieve que se hace cada vez más grande e imposible de destrozar: dar una breve presentación de las canciones, antes de lanzarlas al viento, estrecha el vínculo; un vínculo que se hace más profundo cuando la banda del uruguayo sale de escena. Más que soledad, una calma intimista se aproxima. La gente pide, pide, y los títulos surgen, hasta que Drexler, tras haber escuchado a un potencial conocedor de su música, se pregunta: “¿Martínez?”. Y ya es inevitable: el público sabe lo que se asoma, no se puede negar la canción anunciada, esa cuyo título es una referencia evidente a Pongamos que hablo de Madrid; no se puede esquivar el homenaje-agradecimiento, composición efectuada a modo de adivinanza, a Joaquín Sabina. “Y aunque sé que con tu empaque de alatriste, te da pudor la confesión de borrachera”… Y es Drexler con su guitarra, confiando en esas palabras suyas que traslucen un recuerdo: la memoria del regalo de un gran amigo. Y que vengan más canciones, que las décimas se mezan en el cobijo del público. “Yo soy un moro judío que vive con los cristianos, no sé qué dios es el mío ni cuáles son mis hermanos”. No falta, por supuesto, que los espectadores levanten sus celulares para crear un manto de lucecitas blancas, estrellas artificiales que se menean de un lado al otro, en el conmovedor vaivén de Soledad; y es tan fuerte la luz del público, que no hace falta prender los focos del auditorio. 

De pronto, por un brevísimo instante, la majestuosidad del auditorio se ha reducido al ambiente de un bar, y aunque Carlos y yo estamos lejísimos, la intimidad de la música ha alcanzado a envolvernos. El tiempo parecía haberse congelado, y Drexler permanecía ahí, sonriendo con la jovialidad de un muchacho idealista pero también con la tranquilidad de un hombre en absoluta madurez. Su música se mueve entre matices: es, al mismo tiempo, luz y sombra, silencio y movimiento, tinta y tiempo. 

Y entonces, en la hoja desnuda de la escena, se vislumbra otro milagro: Drexler, después de la crisis compositiva que lo condujo al nuevo álbum, ha alcanzado el desdoblamiento de una nueva faceta de su identidad. Se le nota en la sonrisa, en la comodidad de su voz, en la seguridad con la que toca las cuerdas de su guitarra. Drexler ha desaprendido estructuras, renovado la concepción de quién es, y lo ha compartido con el mundo. Él mismo lo señaló en alguna entrevista: de trescientas batallas, ganó diez, y esas diez son las que aparecen en tinta y tiempo. Y hay felicidad que nos abraza a todos, y que parece decir: todos podemos renovarnos, a pesar de la pesadez de la rutina.  

***

El resto del espectáculo fue lo que se podía esperar de un concierto: una fiesta creciente, en la que el público —antes tan recto en sus asientos— cede a la pasión —aunque no tanto porque estamos en un recinto que exige cierta solemnidad— y se levanta de sus butacas para aplaudir, para dejarse llevar por la música que ha dado sentido a sus vidas. Vino el festejo a la condición migrante de la humanidad en Movimiento, apareció el erotismo seductor de Tocarte y la verborrea de Silencio. Era necesario jugar al universal tira y afloja, amagar con darle conclusión al espectáculo —Drexler amenaza con cerrar el concierto en dos ocasiones—, y finalmente se despide con la canción perfecta para sembrar la alegría nocturna de los asistentes: Amor al arte, que suscita bailes, saltos, risas, palabras felices, y el auditorio parece un espacio escindido del mundo, un locus amoenus alejado a la realidad ajetreada de la Ciudad de México. Parece mentira que al día siguiente hay que levantarse para ir a la escuela. Y, aun así, mientras Carlos y yo corremos hacia la paquetería para evitar las aglomeraciones, en mi mente resuena la voz de Drexler: “Cobra lo que tengas que cobrar, pero hazlo por amor al arte”.

Y ojalá pudiéramos alargar el momento, hacerlo bolita y guardarlo en una botella. Pero son las once de la noche y el metro cierra en una hora. 

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