Licenciado en Relaciones Internacionales por la Facultad de Ciencias Humanas (FCH) de la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires (UNICEN) de Argentina, y maestrando en Ciencias Sociales (FCH-UNICEN). Becario Doctoral CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) Argentina, investigador del Centro de Estudios Interdisciplinarios en Problemáticas Internacionales y Locales (CEIPIL-UNICEN). Actualmente investigo sobre Geopolítica de la Transición Energética en América Latina desde una visión multidisciplinaria.
La problemática energética se ha convertido en uno de los principales temas de debate a nivel mundial trascendiendo la opinión pública, el sector público-privado y la academia. A nivel internacional los principales países industriales, las instituciones financieras y de gobernanza global impulsan una transición energética, producto de las revoluciones tecnológicas y de las consecuencias nocivas del cambio climático. La transición energética supone sustituir mediante la producción de nuevas tecnologías sustentables los combustibles fósiles por energías de fuentes renovables que no generen, o lo hagan lo menos posible, gases de efecto invernadero (Bertinat, Chemes y Forero, 2020). Esto clarifica la dimensión tecnoproductiva de la transición, bajo el paradigma de la “industria verde” el objetivo es descarbonizar las matrices energéticas nacionales.
En términos geopolíticos, los principales beneficiarios son los países centrales quienes poseen las capacidades industriales y científico-tecnológicas para producir las nuevas tecnologías compitiendo por el control de los insumos necesarios, recursos que se encuentran en el Sur Global. Por su parte, los países periféricos son relegados a externalizar los costos socioambientales y obligados a importar tecnología. Asimismo, esta visión oculta e invisibiliza lo que podríamos llamar como la dimensión social de la transición energética: bajo qué condiciones las personas acceden –en el mejor de los casos– a la energía. En la última década la inversión extranjera directa (IED) en energías renovables en América Latina aumentó significativamente, pero pese a ello se estima que más de treinta millones de personas en la región carecen de todo suministro eléctrico (Fornillo, 2018, p. 51).
La energía es un bien posibilitante o limitante del desarrollo humano, y en consecuencia un factor de vulnerabilidad de nuestra sociedad. El acceso equitativo a energía limpia y de calidad permite el desarrollo de las capacidades sociales, culturales y económicas necesarias para la vida. Históricamente, las personas más afectadas por la desigualdad han sido y son las mujeres. Siendo quienes realizan los procesos de reproducción social, tareas indispensables para la sociedad, que involucra tanto al trabajo afectivo como material, sin remuneración (Fraser, 2016).
Por reproducción social se entiende a aquellas actividades destinadas a producir al portador de la fuerza de trabajo. Esto implica dos cuestiones centrales: primero, la reproducción generacional de la fuerza de trabajo, involucra la reproducción biológica para que los nuevos trabajadores existan; y segundo, la reproducción cotidiana, implica regenerar la fuerza de trabajo de los trabajadores y a la familia de la clase obrera en su conjunto, tanto de las personas que venden de forma directa su fuerza de trabajo en el mercado, como de aquellas que no trabajan, sean infantes, adultos mayores, enfermos, etc., como también, la socialización de futuros trabajadores, es decir la reproducción de la subjetividad misma de las actitudes, habilidades, formas de disciplina, etc. (Arruza y Bhattacharya, 2020). Estas actividades, que ocurren mayoritariamente al interior de una familia/hogar/vivienda como también en otros ámbitos de la esfera pública,i implican una serie de acciones que requieren de la gestión del acceso y del uso constante de fuentes de energía, del agua, la tierra, la biodiversidad para satisfacer distintas necesidades como calefacción, cocción, refrigeración y conservación de alimentos, agua caliente sanitaria, entre otras. Son las mujeres quienes sufren en primer lugar sus impactos, ya sea por la escasez, el desplazamiento forzado o la destrucción de los bienes comunes naturales necesarios para la reproducción de la vida, (Federici, 2018), como también por las “soluciones” financieras de acceso a microcréditos y la continua privatización neoliberal sobre los servicios públicos (Gago, 2019).
Las mujeres desde los hogares despliegan diversas estrategias diarias para enfrentar situaciones de pobreza energética. La dimensión de género adquiere una importancia significativa ya que la pobreza energética profundiza la feminización de la pobreza al incrementar el tiempo de realización de las actividades de reproducción social (Bertinat, Chemes y Forero, 2020). “Esta carga, desempeñada mayoritariamente por mujeres, provoca que muchas de las afectadas no solo deban dedicarle un mayor tiempo a desempeñarlas, sino que las aleja de la posibilidad de realizar otros trabajos de tipo remunerado fuera del ámbito doméstico.” (Talaverano, 2019, pp. 88-89)
Los movimientos feministas, ecofeministas, de pueblos indígenas y organizaciones sindicales han incorporado a sus agendas y demandas las diversas problemáticas ecológicas-energéticas, en especial en cuanto al grado de distribución de las fuentes de energía y las condiciones socioambientales en las que se acceden (Fraser, 2020). Las resistencias abarcan desde oponerse al avance de proyectos extractivos energéticos y agroindustriales, hasta luchar por la justicia medioambiental movilizándose “a favor de formas de vida que sostengan la reproducción, tanto social como natural” (Fraser, 2021, p. 101).
Por todo ello, este trabajo tiene como objetivo explorar cómo la producción de nuevas tecnologías renovables impulsadas en un contexto de transición energética global condicionan a las actividades sociorreproductivas, y en particular, cómo incide sobre los sectores populares más vulnerables y en las desigualdades de género.
Nuestra sociedad, cuyo modelo hegemónico es el neoliberalismo, atraviesa una “crisis general” que abarca múltiples dimensiones y componentes. Como sostiene Fraser (2020), la crisis actual tiene tres vertientes fundamentales interrelacionadas: la crisis de la naturaleza (ecológica), de los cuidados o trabajo afectivo (de reproducción social) y financiera (económica).
Desde la década de 1980 emergió un nuevo régimen que terminaría consolidándose en la actual fase de la globalización del capitalismo neoliberal-financiarizado del siglo XXI. El resultado de este proceso ha sido una creciente mercantilización de la sociedad en su conjunto. De hecho, “La destrucción resultante del medio ambiente está abocada a perturbar aún más los procesos de reproducción social y probablemente producirá efectos atroces como los conflictos de suma cero sobre el petróleo, el agua, el aire y las tierras cultivables, [etc.].” (Fraser, 2020, p. 51)
El régimen capitalista no sólo estructura las relaciones de producción y reproducción, sino que, además organiza tanto la reproducción social bajo las múltiples formas de cuidados que proporcionan las comunidades y familias, y también la reproducción ecológica.
Al respecto Fraser (2020), señala que la sociedad capitalista establece una serie de separaciones institucionalizadas, entre tres ámbitos: en primer lugar, la separación entre la “producción” basada en el trabajo asalariado y la “reproducción social” cuyo valor niega como trabajo no remunerado impuesto mayoritariamente a las mujeres; en segundo lugar, la separación entre el ámbito “económico” y el ámbito “político”, que al vaciar los poderes públicos que posibilitan la apropiación de plusvalía a largo plazo termina obstaculizando la apropiación; y por último, la separación con la “naturaleza”, constituida como “lo otro de la humanidad”, lo “no económico”, de valor instrumental proveedora de los insumos y recursos naturales necesarios para la producción.
Es precisamente entre estos límites de separaciones institucionales donde se encuentran las contradicciones inherentes al capitalismo. Como afirma Fraser (2016), las contradicciones no se sitúan “[…] dentro de la economía capitalista, sino en la frontera que simultáneamente separa y conecta producción y reproducción.” (p. 115)
En particular, el capitalismo alberga una contradicción ecológica per se, esto significa que las crisis medioambientales como el cambio climático no son accidentales, sino más bien consecuencias directas del modo de acumulación, en especial de la relación (separación institucional) que establece entre economía y naturaleza. El sistema capitalista establece una esfera económica dependiente de la naturaleza para la producción y reproducción, al mismo tiempo que las divide ontológicamente como ámbitos separados e impone sobre la esfera ecológica una acumulación infinita. Esto provoca que se niegue cualquier responsabilidad sobre los costos productivos concibiendo a la naturaleza como algo externo e instrumental para lo económico, y a medida que los mismos aumentan de manera exponencial se desestabilizan los ecosistemas. Fraser (2021), afirma que el capital “Al necesitar la naturaleza y simultáneamente llenarla de basura, el capitalismo es un caníbal que devora sus propios órganos vitales, como una serpiente que devora su propia cola.” (p. 109)
La reproducción ecológica y la reproducción social se configuran como ámbitos constitutivos, al estar íntimamente entrelazados, “[…] lo cual explica porque tantas crisis de la primera son también crisis de la segunda y porque tantas luchas por la naturaleza son también luchas por las formas de vida.” (Fraser, 2021, p. 113)
De acuerdo con Szigeti (2021), la explotación del trabajo asalariado depende siempre de la expropiación del trabajo no remunerado, el cual es realizado en una esfera más amplia que contiene no sólo al ámbito social sino también al ámbito ecológico de la reproducción. Para el autor, no existen esferas diferenciadas, son ámbitos constitutivos interrelacionados, la reproducción contiene tanto al trabajo no remunerado de la reproducción social y al “trabajo/energía” no remunerado de la naturaleza. Ambos impuestos mayoritariamente sobre las mujeres.
En este contexto, las políticas neoliberales buscan promover la desinversión estatal, el gasto social y el bienestar social en general, asimismo busca intensificar los procesos de (re)privatizaciones y (re)mercantilizaciones sobre la naturaleza, los servicios públicos y las actividades de reproducción social, al mismo tiempo que impulsan la deslocalización de los procesos productivos hacia regiones de bajos salarios incorporando a las mujeres como nueva fuerza del trabajo remunerado bajo el lema de la “familia con dos proveedores” (Fraser, 2020). Además de profundizar las contradicciones ecológicas intensifica la contradicción entre producción económica y la reproducción ocasionando una crisis de la reproducción social (Fraser, 2016).
La creciente mercantilización y externalización de los aspectos socioreproductivos a las familias y comunidades a la vez que se reduce la capacidad de éstas para encargarse de tales actividades, ha dado como resultado una mayor desigualdad y dualización de la organización de la reproducción social misma, entre quienes pueden pagarla y privatizada para los que no pueden, mientras que algunos pertenecientes a la segunda categoría proporcionan cuidados a cambio de salarios bajos a los de la primera. En este sentido, “[…] el capitalismo financiarizado ha reducido los salarios reales, aumentando así el número de horas de trabajo remunerado que cada hogar necesita para sostener a la familia y provocando una desesperada pelea por transferir el trabajo de cuidados a otros.” (Fraser, 2016, p. 128).
Según Fraser (2016), la deuda externa es el principal instrumento “disciplinador” de los Estados que implementan las instituciones financieras internacionales. El endeudamiento de los países se ha convertido en el proceso de acumulación capitalista por excelencia a partir de los crecientes niveles de endeudamiento de las sociedades, “succionando valor” de los hogares/familias/comunidades y la naturaleza (Fraser, 2016, p. 127).
Como sostiene Gago (2019), se produce un extractivismo ampliado, al referirse a que “la extracción proviene de la modalidad operativa del capital en la que la ampliación de los márgenes de valorización exige una colonización permanente de nuevas áreas, sectores y formas de producción que exceden las formas productivas coordinadas por el mando del capital” (p. 108). Lo “financiero” no solo tiene un carácter especulativo ficticio propia de una dinámica que no cuenta con trabajadores asalariados, sino más bien productivo-extractivo de explotación, ya que la extracción se produce directamente sobre múltiples formas de cooperación social y donde el trabajo no es remunerado.
El avance de las actividades extractivas abarca más allá de la extracción de recursos naturales –minerales, hidrocarburos, agroindustria, monocultivos, etc.–. El extractivismo se efectúa sobre otras dinámicas sociales, políticas y económicas, como los contextos inmobiliarios urbanos hasta los territorios digitales. La extracción, en especial, se produce sobre las economías populares de los sectores más vulnerables a través de crecientes instrumentos de endeudamiento, que incluyen desde las deudas hipotecarias hasta microcréditos para acceder a servicios públicos previamente privatizados (Gago, 2019).
En la misma línea, Federici (2020), afirma que la deuda actúa como una forma de extracción a partir de la financiarización de la vida cotidiana, sobre las actividades de reproducción social mismas, “para pagar la energía que necesitamos diariamente para desarrollar las actividades socioreproductivas como el gas, la luz, el transporte público”. Según la autora, se trata de una nueva forma de acumulación capitalista que se funda en una explotación indirecta-invisibilizada de trabajadores. Las mujeres son la primera línea de lucha y resistencia ante el avance de la explotación de los bienes comunes al ser las encargadas de la reproducción social.
En definitiva, nos encontramos ante una “crisis generalizada” porque la lógica de producción económica –de generación de valor y acumulación– se antepone a la de reproducción social y reproducción ecológica, desestabilizando así los procesos de los que depende el capital: al destruir las propias condiciones que considera “no económicas” las cuales son necesarias para sostener el proceso de acumulación.
La energía es el sostén de la vida, la electrificación masiva y la difusión de nuevas tecnologías ha conllevado a una revolución sobre las actividades sociorreproductivas que han ido transformando las tareas domésticas, de los cuidados y la sociabilización relacionadas a los núcleos familiares –por mencionar uno, pero no el único, de los espacios reproductivos que más drásticamente han cambiado en el último siglo–. Sin lugar a dudas, las actividades de reproducción social son dependientes de la energía y las tecnologías para llevarlas a cabo. Las necesidades básicas como la alimentación, la higiene, los cuidados, la socialización, al igual que nuevas necesidades vinculadas con el acceso a internet o determinadas innovaciones como aparatos electrodomésticos, los sistemas de calefacción, aire acondicionado, paneles fotovoltaicos o el almacenamiento de energía están relacionados con el desarrollo del modelo energético actual (Talaverano, 2019).
A partir de estas transformaciones las mujeres se suponía que tendrían mayor equidad y podrían disponer de más tiempo libre para incorporarse en la esfera productiva del trabajo asalariado. No obstante, las sucesivas innovaciones tecnológicas no han conllevado necesariamente mayor “libertad u ocio”, por el contrario, en términos generales sucede lo opuesto, la lógica del capital neoliberal-financiarizado tiende a la concentración del acceso a las fuentes de energía, la mercantilización de los bienes comunes de la naturaleza, la privatización de los servicios públicos y sobre el conocimiento y las tecnologías, cada vez más en manos de empresas transnacionales.
El consumo de energía permite desarrollar las condiciones para que las necesidades sociales, económicas y socioambientales se realicen. Por ello, resulta fundamental incorporar la dimensión de la pobreza energética, entendida como la imposibilidad de familias/hogares/comunidad de consumir un nivel adecuado de energía para satisfacer sus necesidades, ya sea por la ausencia de fuentes primarias de energía o de las tecnologías para explotarlas.ii Sus consecuencias no solo impactan en el bienestar físico-emocional de las personas y en su capacidad para desarrollarse, sino que también profundiza las diferencias de género ocasionando una feminización de la pobreza energética al incrementar las actividades de reproducción social (Castelao Caruana y Méndez, 2019).
Por lo tanto, es importante tener en cuenta cómo la producción y difusión de las nuevas tecnologías renovables condicionarán las actividades sociorreproductivas y a las desigualdades de género existentes, ya que son actividades impuestas mayoritariamente a las mujeres siendo las primeras que deben afrontar sus transformaciones, impactos y consecuencias.
En este escenario, existen diferentes visiones y alternativas de transición energética con diferentes propuestas políticas.
Ante las consecuencias nocivas del cambio climático sumado a la creciente disputa por el desarrollo vinculado a las sucesivas revoluciones científico-tecnológicas, los principales actores globales –potencias industriales, organismos internacionales, instituciones financieras– impulsan como solución una transición energética corporativa desde una perspectiva tecnoproductiva, y que al mismo tiempo, les permita consolidar su poder en el sistema internacional.
Desde esta perspectiva el principal objetivo es la producción y difusión masiva de tecnologías de fuentes renovables a fin de descarbonizar la matriz energética mundial para disminuir los gases de efecto invernadero. Así, la producción de las tecnologías sustentables se consolidan como industrias estratégicas controladas por las grandes corporaciones y empresas transnacionales de las potencias industriales, “[…] complejizando los sistemas y la cotidianeidad bajo la excusa de la eficiencia, y limitando así la posibilidad de democratizar el uso de la energía y la tecnología.” (Bertinat, Chemes y Forero, 2020, p. 3)
La emergencia de un nuevo ciclo de innovación tecnológica basado en energías renovables no solo produce una mayor concentración del modelo energético actual en manos de unos pocos actores, sino que abre una disputa creciente entre los mismos por el control y acceso a las fuentes primarias de energía, recursos naturales estratégicos e insumos minerales necesarios para fabricar las nuevas tecnologías.
En términos geopolíticos, los países centrales realizan su transición energética produciendo tecnologías sustentables externalizando los costos socioambientales hacia las periferias (Fornillo, 2018). En palabras de Szigeti (2021), este modelo se sustenta en la “[…] expropiación de la naturaleza barata en las periferias […]” (p. 9). Este modelo “sustentable” es intensivo en extractivismo ya que funciona con base a los combustibles fósiles, utiliza la mega minería y la agroindustria para producir a gran escala.
Las consecuencias socioambientales afectan a las poblaciones que habitan en los territorios de forma directa, desde la fragmentación del hábitat, deforestación, contaminación de los suelos y el agua, hasta la disminución de poblaciones y modificación de los espacios productivos comunales que terminan desarticulando la vida social al interior de familias y las comunidades. Por ejemplo, “[…] los parques eólicos o granjas fotovoltaicas, que requieren grandes cantidades de tierra o espacio oceánico, se traducen en una mayor presión sobre el acceso, uso y control de los territorios y aguas, generando aún mayor impacto sobre las comunidades.” (Bertinat, Chemes y Forero, 2020, p. 41)
Los procesos de mercantilización neoliberales sobre los bienes comunes profundizan las desigualdades de género. Los impactos y consecuencias son diferenciados para mujeres y hombres en relación al acceso, control y utilización de los recursos naturales y la energía (Vázquez García y Sosa Capistrán, 2020). En contextos intensivos extractivistas cuando el capital penetra sobre determinado territorio en forma de IED en proyectos de explotación concentrando los procesos productivos, se pierden espacios, bienes comunes y se transforma la infraestructura de las comunidades se agrava la feminización de la pobreza energética al incrementar las actividades sociorreproductivas y se masculiniza la toma de decisiones, ahora en torno a un nuevo sector “más rentable”.
Por ello, como “solución” al empobrecimiento creciente de las comunidades y al aumento de las actividades sociorreproductivas el sistema financiero promueve la obtención de microcréditos por parte de las mujeres como mecanismo de empoderamiento económico y emancipación, al ser concebidas éstas como nuevos actores de la esfera del trabajo asalariado productivo (Girón, 2021).iii
Según Gago (2019), los usos específicos del dinero que las mujeres realizan se relacionan con actividades sociorreproductivas vinculadas con las diversas estrategias de gestión de la vida cotidiana y consumo diario del sostén del núcleo familiar. El otorgamiento de este tipo de microcréditos no ha hecho más que profundizar el endeudamiento y las condiciones que conllevaron a tomar el mismo. De hecho, estas microfinanzas actúan como un “espejismo” de supervivencia o subsistencia, ya que “[…] las iniciativas productivas generadas con esta modalidad no han logrado tener sostenibilidad […] no se logra la infraestructura necesaria para los servicios que las comunidades requieren. Los microcréditos no promueven sistemas de energía ni de agua ni servicios de salud o educación.” (Girón, 2021, p. 15)
Como alternativa a esta visión, se propone una transición energética justa, social y popular entendiendo que las tecnologías sustentables son centrales en los procesos de transformación social al organizar la estructura económica y política de la sociedad, pero no significa que las tecnologías por sí mismas resuelvan los problemas (Bertinat, Chemes y Forero, 2020).
Desde esta perspectiva es necesario conformar nuevos mecanismos que incorporen de forma creciente y gradual a las energías renovables, donde la rentabilidad económica-comercial sea solo una variable más. Conformar proyectos colectivos bajo lógicas de políticas públicas democráticas que tengan como finalidad garantizar un mayor acceso y distribución de la energía. Por ejemplo, la estatización, o la municipalización de los servicios energéticos públicos son una alternativa, reconociendo como derecho la cobertura a sectores vulnerables, cargas equitativas entre mujeres y hombres, etc. Estas iniciativas tienen como eje central avanzar hacia la desmercantilización de la energía y valorar otros elementos a escala comunal y del trabajo local. Así, la “[…] transición energética popular se configura como un proceso de democratización, desmercantilización, despatriarcalización, desprivatización, descentralización, desconcentración, desfosilización y descolonización del pensamiento, para la construcción de nuevas relaciones sociales.” (Bertinat, Chemes y Forero, 2020, p. 5)
La dimensión de género es fundamental, atraviesa la cuestión energética al ser las mujeres las primeras que sufren la privatización de los bienes comunes de la naturaleza y los servicios públicos impactando sobre la condiciones de la reproducción social misma, y por lo tanto, son ellas las protagonistas de su defensa resistiendo a los procesos de mercantilización. Federici (2018), sostiene que históricamente las mujeres han dependido en mayor medida que los hombres del acceso a los recursos naturales al ser las principales encargadas de las tareas reproductivas, y por lo tanto, comprometiéndose en su defensa en especial en oposición al avance de los proyectos energéticos extractivos y agroindustriales que socavan los lazos de sociabilización y colectividad de las comunidades, elementos imprescindibles de la reproducción social.
En este sentido, cada vez más diferentes propuestas feministas reconocen a la energía como un bien común, como un derecho fundamental al ser la energía la base para la sostenibilidad de la vida. La energía garantiza la producción y la reproducción. En particular, son los feminismos populares quienes demandan por una mayor incorporación de diferentes fuentes de energía y discuten por las condiciones de su acceso concentrada en pocas grandes empresas. Reivindican la defensa de los territorios y las comunidades como espacios de lucha y acción política, desde donde construir alternativas:
[…] la incorporación de prácticas y sujetos colectivos es una forma de retirar la energía de la esfera de las mercancías y llevarla hacia la garantía de las condiciones de vida de la mayoría de la población, a partir de criterios basados en la solidaridad, la justicia y la sostenibilidad. (Bertinat, Chemes, y Forero, 2020. p. 66)
En la última década, el Green New Deal ha tomado mayor impulso como propuesta política de transición energética desde los países centrales. El mismo se refiere al fomento de la intervención estatal de políticas e inversiones públicas con el objetivo de incentivar el crecimiento económico a partir del desarrollo de tecnologías sustentables.
Según Bhattacharya (2019), el Green New Deal debe tener una visión expansiva de los bienes comunes de la naturaleza y del consumo colectivo, como acción política debe encaminarse hacia múltiples formas de sostenibilidad social sin separar las esferas de la producción y la reproducción social-naturaleza. Su potencial transformador no es simplemente reemplazar los combustibles fósiles con tecnologías de fuentes renovables de manera tal que privatice el aire, viento o el sol al igual que se mercantiliza la naturaleza para extraer minerales y se expande la frontera agroindustrial.
Sin embargo, el Green New Deal desde la lógica corporativa y tecnoproductiva promueve un “enverdecimiento de la economía” que impulsa procesos de valorización monetaria sobre la naturaleza y un tratamiento de las problemáticas ambientales desde la óptica del mercado.
[…] el desarrollo de las energías renovables bajo control corporativo replican los procesos de apropiación privada de los bienes naturales y sus efectos de despojo, deterioro ambiental y dependencia sin asegurar efectivamente la transición energética. […] En esta dirección, la llamada economía verde y el Green New Deal expresan también la emergencia de un poder corporativo empresarial que busca controlar y desarrollar estas actividades. (Seoane, 2020)
Pese a esto, las propuestas por una transición energética global ante el deterioro y destrucción de las condiciones de vida –de producción y reproducción– que conlleva la fase actual del capitalismo neoliberal-financiarizado plantea la necesidad de construir acciones colectivas en base a las experiencias comunitarias siendo una oportunidad para pensar políticas públicas alternativas sobre las condiciones del acceso y distribución de la energía.
La irrupción del Covid-19 puso en evidencia la grave situación sanitaria, social y económica que las políticas hegemónicas del capital neoliberal-financiarizado han provocado en la precarización de la vida en general y especialmente sobre los sectores populares más vulnerables. En este sentido, la pandemia puso en el centro del debate global la urgencia por la transición energética y las condiciones de desigualdad sobre el acceso a la energía.
Sin embargo, ante los primeros signos de recuperación pospandemia las políticas neoliberales que desfinancian las políticas públicas, promueven el extractivismo y la concentración del capital se han profundizado, y con ellas, se acentuaron las contradicciones entre producción y reproducción social-naturaleza. Esto se evidencia con el consenso e impulso internacional por emprender una transición energética corporativa y tecnoproductivista la cual profundiza aún más las condiciones que llevaron a la crisis, de extractivismo a gran escala, deterioro socioambiental y la expansión de la feminización de la pobreza energética.
Incorporar la noción de reproducción social es imperante, debe posicionarse en el centro del debate abarcando a los movimientos feministas y trascendiéndolos al mismo tiempo. El concepto de la reproducción social permite dar cuenta de los cambios que han tenido lugar y aquellos que acontecen en relación a los modelos de regulación de la producción y reproducción de la vida en la fase actual del capitalismo neoliberal-financiarizado. El poder analítico de la reproducción social es visibilizar que las relaciones sociales de explotación ocurren tanto en la esfera productiva asalariada y fundamentalmente también en el trabajo reproductivo no remunerado impuesto mayoritariamente sobre las mujeres así como en muchos otros trabajadores no remunerados y no libres.
La transición energética acrecentará transformaciones multidimensionales que operan tanto en la esfera de la producción y reproducción como ámbitos interrelacionados. Es necesario pensar en la complejidad contemporánea más allá de los binomios construidos del capital entre trabajo remunerado y no remunerado, producción y reproducción, vivienda-comunidad y mercado. Por ello es fundamental construir una alternativa política posible hacia una propuesta de transición energética justa, social y popular en clave de género donde el desarrollo de las energías renovables bajo modelos comunales de producción y distribución contribuyan a la soberanía energética.
i La familia es la principal esfera donde se lleva a cabo la reproducción social, pero no la única, sino también en la esfera pública hay una serie de trabajos reproductivos que han sido socializados por el Estado a través de instituciones y servicios públicos, como lo son los sistemas de salud, la disponibilidad de agua potable, de aire no contaminado, las escuelas y hospitales. La familia es la unidad de reproducción del capitalismo, es la forma “más confiable y más barata” de reproducir al portador de la fuerza de trabajo, como así también, de reproducir los valores e ideología que le garantizan al capital más estabilidad, la heteronormatividad (Arruza y Bhattacharya, 2020, p. 50).
ii Jaciento, Carrizo y Gil (2018), sostienen que en los países menos desarrollados la pobreza energética se vincula con la escasez sobre los servicios básicos, en especial en cocción, iluminación y transporte, asociados a la insuficiencia de ingresos y a déficits en infraestructura. La pobreza energética impactan de diferentes maneras sobre las actividades sociorreproductivas tanto, por ejemplo, en cómo se accede a las combustibles o la recolección de fuentes primarias para cocinar, calefaccionar, la recolección de agua. Todas estas actividades afectan en primer lugar a las mujeres agravando una feminización de la pobreza energética.
iii Cabe mencionar que el FMI (Fondo Monetario Internacional) y el Banco Mundial (BM), son los organismos internacionales encargados de promover las políticas neoliberales que conllevan a un desfinanciamiento de las políticas públicas vinculadas en actividades relacionadas a la reproducción social, y al mismo tiempo, son los principales impulsores de las “finanzas femeninas”, situando al microcrédito como una alternativa económica para erradicar la pobreza (Girón, 2021). Según la autora, de esta manera el modelo de regulación neoliberal ha logrado incorporar al sistema financiero global a las mujeres como personas deudoras y en consecuencia a las familias mismas, aumentando la capacidad de acumulación y rentabilidad del capital (Girón, 2021, p. 101-102).
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