Es originaria de Guayaquil, Ecuador. Se formó como abogada, y cuenta con un master en Derecho Internacional y Derechos Humanos por la American University (Washington DC, EEUU). Actualmente es estudiante de la Licenciatura en Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes (Buenos Aires, Argentina). Trabajó como oficial de protección para ACNUR en Ecuador, Grecia y Belice. Sus intereses cruzan las fronteras entre la no ficción, la memoria y las migraciones.
Estoy sentada en la sala de embarque, con la maleta de mano a un lado y el bolso con Flora y mi gata del otro. No hay mucha gente. Son las ocho de la noche de un veinticuatro de diciembre. ¿Qué clase de lunática viaja en Nochebuena? En mi defensa, quise aprovechar el descuento en la tarifa. Además, hay algo casi poético en irse cuando todos los demás están llegando.
La luz blanca me encandila. Flora me clava la mirada. El sonido metálico de los altoparlantes la sobresalta. Es su tercera mudanza. Es mi onceava o doceava, ya perdí la cuenta. Meto la mano, le acaricio la cabeza, y le digo palabras dulces para calmar el temblor: “tranquila chiquita, ya va a pasar”. Miento. En cada mudanza, hay algo que queda atrás y que no se recupera jamás.
Subo al avión y me siento del lado del pasillo. Menos mal que no tengo vecinos, pienso. Puedo acostarme a mis anchas y dormir todo el vuelo. Miento de nuevo, nunca puedo dormir en los aviones. Flora maúlla bajito dentro de la jaula. Meto la mano y la vuelvo a tranquilizar.
Recuerdo un video que vi una vez, que decía que los cangrejos mueren si no consiguen mudar su caparazón. Se llama muerte por estancamiento. Lo que una vez fue su hogar ya no les deja crecer. Su cuerpo lucha por expandirse hasta quedarse petrificado. Estoy segura de que eso pasa también con los seres humanos. Hay personas que se quedan en un lugar hasta pudrirse.
A mí nunca me costó irme. Para mí lo difícil siempre fue quedarme: construir algo, echar raíces, sostener la quietud. Tengo el impulso de huir atravesado en el cuerpo. Me invento excusas, oportunidades, justificaciones. Me convenzo de que moverme es avanzar. No es que no lo haya intentado. Hace unos años me tatué un ancla en la muñeca derecha. Como una aspiración, un anhelo lanzado al universo. Conseguí un trabajo en Quito y estuve varios meses tratando de establecerme. Pero sentía que Ecuador me asfixiaba. No solo me asfixiaba, me hundía. Como si alguien me hubiese lanzado al mar con una roca enorme atada al tobillo y cualquier intento de salir a flote me arrastrara aún más al fondo del océano. Me convencí de que no era yo, era la gente. No estaban en mi misma vibración. Pocos meses después acepté un trabajo en Belice. Tuve que buscarlo en el mapa. No tenía ni idea donde quedaba.
A veces quisiera ser como esas personas que siguen viviendo en el mismo barrio de la infancia y llevan veinte años en el mismo trabajo. No importa cuántas veces lo intente. Cambio de ciudad, de barrio, de casa, de trabajo, de pareja. Me prometo que esta vez sí, que en esta calle, con este clima, bajo esta luna, con este novio…, voy a poder quedarme. Pero hay algo que nunca encaja. Como una silla que viene para armar y que cuando terminas de poner todas las piezas, te queda un tornillo suelto en la mano que nunca descubres dónde va. Entonces decido que ese tampoco es mi lugar.
Hace poco, mi terapeuta le puso nombre: trauma complejo. Pero me resisto a la tendencia actual de reducir la dimensión humana a un catálogo de patologías. No importan las teorías, para mí es cuestión de supervivencia. Como los cangrejos que se despojan de su caparazón para no morir. Me viene a la mente un poema de la poeta uruguaya Cristina Peri Rossi: «Navegar es necesario, vivir no».
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