* Sociólogo y economista político, es profesor de estudios internacionales en Simon Fraser University, en Vancouver, Canadá. Sus más de cien publicaciones académicas incluyen ¿Adiós al campesinado? Democracia y formación política del campesinado en México rural (2004) y The Neoliberal Diet: Healthy Profits, Unhealthy People (2018). En 2021, Otero fue invitado a ingresar a la Royal Society of Canada, en su Academia de las Ciencias Sociales y fue presidente de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA) en 2021-2022. Página web: https://www.sfu.ca/people/otero.html. Correo electrónico: otero@sfu.ca. ORCID: 0000-0003-2338-3000.
Este artículo presenta a la explotación y la opresión como las bases materiales de la desigualdad entre las personas, exacerbadas durante la época del globalismo neoliberal del capitalismo. Se propone una teoría de la formación político-cultural de las clases, las comunidades y los grupos subalternos, a lo cual, también se designa como “empoderamiento colectivo”. Este proceso consiste en empujar al Estado a realizar intervenciones a favor de las personas dominadas o, en el límite, a ganar el poder del Estado por la vía electoral. Se discuten críticamente tres posturas sobre el tema: el reduccionismo clasista en el marxismo, las teorías identitarias de los movimientos sociales, y el globalismo transnacionalista. La teoría que aquí se propone es que no existe una relación causal directa entre posiciones de clase y formación político-cultural. Existen más bien tres determinantes mediadoras en este proceso: las culturas regionales, la intervención del Estado, y los tipos de dirigencia. Cada determinante contribuye en la conformación del carácter de las organizaciones de lucha resultantes: hegemónico-burgués o cooptadas, de oposición o popular-democráticas. El funcionamiento de la teoría se ilustra con los casos de dos organizaciones campesinas indígenas: el Ejército Zapatista de Liberación Nacional de México (EZLN) y la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE).
Estado, clases, culturas, regionales, dirigencia.
This article presents exploitation and oppression as the material basis of inequality among people, which were exacerbated in the time of neoliberal globalism. It proposes a theory of the political-cultural formation of subaltern groups, communities, and classes, which is also designated as “collective empowerment.” This process consists of nudging the state to make interventions in favour of the dominated or, in the upper limit, to win state power through electoral means. Three theoretical positions are discussed critically: class reductionism in Marxism, identity theories in new social movements, and transnational globalism. The theory proposed here as an alternative claims that there is no direct causal links between class positions and political-cultural formation. Rather, there are three mediating determinants in this process: regional cultures, state intervention, and leadership types. Each mediation contributes to shape the character of resulting organizations for struggle: bourgeois-hegemonic or coopted, oppositional, or popular-democratic. The workings of the theory are illustrated by addressing the cases of two indigenous-peasant organizations in Latin America: Mexico’s Zapatista National Liberation Army (EZLN) and Ecuador’s Confederation of Indigenous Nationalities of Ecuador (CONAIE).
State, classes, regional , cultures, leadership.
“La sociedad no existe, solo los hombres y las mujeres individuales” (“There is no such thing as society, only individual men and women”) (Margaret Thatcher, citada por Harvey 2005, p. 23).
La teoría del empoderamiento colectivo se presenta como un antídoto del individualismo que se ha desarrollado a lo largo de la historia del capitalismo, pero de manera más exacerbada en su etapa neoliberal, a partir de los años ochenta del siglo XX. Una de las tesis centrales de David Harvey (2005) en su Breve historia del neoliberalismo es que con su hegemonía el neoliberalismo reimpuso la dominación de la clase capitalista, misma que había perdido terreno con el desarrollo post-keynesiano del Estado Benefactor de la segunda posguerra. Este período ha sido el único desde los inicios del capitalismo en 1700 en que la desigualdad que genera se vio reducida (Piketty, 2014) gracias a las luchas de los trabajadores (Therborn, 2013). La teoría del empoderamiento colectivo, entonces, formula cuáles son los parámetros teóricos y prácticos bajo los que puede lograr la formación político-cultural de las clases, las comunidades y los grupos subalternos para luchar por sus intereses. Estos intereses no son sólo materiales, sino también ideales y se forman en torno a las culturas regionales que se desarrollan en el proceso de reproducción material de las propias clases, comunidades y grupos dominados (Otero, 2004, 2004b). En el resto de esta introducción ofrezco una breve reseña del globalismo neoliberal, sobre todo a partir de la obra de David Harvey (2005), para que quede claro el contexto socioeconómico y político más amplio de la teoría del empoderamiento colectivo que se propone en este artículo.
El globalismo neoliberal fue impuesto como ideología y guía para las políticas públicas en América Latina desde los años ochenta del siglo XX, pero su primer laboratorio lo constituyó Chile desde el principio de la dictadura encabezada por Augusto Pinochet a partir del 11 de septiembre de 1973. Primero se impuso mediante control militar en Chile y Argentina, y luego por convencimiento en el Reino Unido y los Estados Unidos. El epígrafe de Margaret Thatcher resume el meollo individualista de esa ideología, que para los años noventa se convirtió en hegemónica en la mayor parte del mundo. Con ella se trataba de descentralizar la mayoría de las anteriores responsabilidades del Estado hacia los individuos. En América Latina, la década de los años ochenta se inició con la crisis de la deuda externa, detonada por la moratoria de su pago declarada por México en 1982 (Otero, 1996). La debilidad estructural de los Estados latinoamericanos en esa década llevó a la mayoría de sus gobiernos a negociar paquetes de reestructuración económica (ajuste estructural) con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Al contrario de lo que muchos suponen, tales paquetes no fueron simplemente impuestos por el FMI. Por más draconianos que fuesen esos programas por sus exigencias de austeridad, gozaron del apoyo de las clases dominantes de cada país para su implementación (Harvey, 2005). Un supuesto clave del neoliberalismo es que el bien social se maximiza mediante la maximización del alcance y la frecuencia de las transacciones de mercado, además de que trata de abarcar toda la acción humana bajo el dominio del mercado (Harvey, 2005). Por eso, algunas académicas designan esta ideología como “fundamentalismo de mercado” (Somers, 2008).
Se trataba de introducir una disciplina fiscal de tal forma que los gobiernos no gastaran más de lo que podían ingresar por impuestos o mediante empresas públicas, gasto que en América Latina había sucedido con base en un fuerte endeudamiento externo más allá de sus posibilidades de pago. La disponibilidad de crédito fue posible en parte gracias al exceso de dólares generados por el boom petrolero entre los países del Medio Este en los años setenta. Los países más grandes de Latinoamérica, que habían pasado por un proceso sustitutivo de importaciones desde los años cuarenta, sin embargo, no habían desarrollado suficiente competitividad en los mercados externos, y tampoco se habían fortalecido las asociaciones comerciales entre países de la región. Los mercados internos les quedaron chicos a las necesidades de rentabilidad de sus plantas industriales. Se entró entonces en programas de ajuste estructural que popularmente se conocen como neoliberales: apertura indiscriminada de los mercados a las importaciones y la inversión extranjera directa, promoción del sector privado, privatización de las empresas estatales, eliminación de subsidios para la industria y la agricultura, entre otros.
El libro de Harvey hace una excelente reseña de la historia del neoliberalismo y nos da algunas breves pistas de cómo trascenderlo. Invoca, por ejemplo, un pasaje de Karl Marx en cuanto a su inclinación a extender el modelo de la revolución francesa al comentar que “entre dos derechos” lo que “decide es la fuerza” (2005, p. 180). O bien, al escribir sobre el papel de la violencia asociada con el nacimiento del neoliberalismo, Harvey alude a la observación de Marx sobre la “violencia como la partera de la historia” (2005, p. 189). Por último, sin embargo, tal como lo habría hecho Antonio Gramsci (1971), Harvey nos remite a la sociedad civil como el mejor terreno para promover la rebeldía y el cambio contra el neoliberalismo. Es ahí donde los diferentes grupos sociales deben tratar de mejorar su condición (2005, p. 199). Y a las clases trabajadoras, incluido el campesinado indígena, no les queda de otra: o bien aceptan la restauración del poder de la clase capitalista, o responden con la misma moneda en términos de lucha de clases. Tanto las clases dominantes como las dominadas, nos dice Harvey, se hacen o se construyen a sí mismas, pero nunca bajo condiciones elegidas por ellas mismas. Esas condiciones están repletas de complejidades que surgen de las distinciones de raza, género, étnicas y otras que se entretejen con las identidades de clase (2005). Estas distinciones, en su mayoría inventadas y profundizadas por las clases dominantes, en su política de “divide y vencerás”, se tienen que confrontar con políticas de alianzas en la izquierda que simpaticen con la recuperación de los poderes locales de la autodeterminación (2005, p. 203).
Llamo aquí globalismo neoliberal al conjunto de políticas, ideología y prácticas que se han seguido con poca interrupción desde los años ochenta y noventa del siglo XX. Pero el objeto central de este artículo es teorizar cómo han respondido las comunidades, las clases, y los grupos subalternos ante el embate del globalismo neoliberal: mediante su formación político-cultural, lo que también llamo aquí “empoderamiento colectivo”; es decir, construyendo organizaciones para la lucha. Para pensar en una teoría del empoderamiento colectivo de las clases subalternas, propongo empezar por discutir las raíces estructurales que generan la desigualdad, resultado que refuerza la dominación y la subordinación entre las personas. Luego hay que reconocer el problema de que no porque exista objetivamente la desigualdad y todos los daños que produce, se genera espontáneamente una comprensión subjetiva de la misma y la rebeldía social necesaria para combatirla y trascenderla. Veremos entonces que hay varias teorías alternativas que han planteado diversas formas de combatir la dominación, cada una de ellas con importantes aportaciones, pero también con diversos problemas que habría que superar para llegar a una síntesis más satisfactoria. Ofrezco un breve esbozo de esas teorías como preámbulo para presentar la teoría del empoderamiento colectivo, pero primero definamos este proceso.
El empoderamiento colectivo consiste en la formación político-cultural de las clases, las comunidades y los grupos subalternos; es decir, las personas dominadas de este mundo, que son la gran mayoría. Propongo que debemos entender la formación político-cultural, o el empoderamiento colectivo, como la construcción de organizaciones para la lucha contra la explotación y la opresión. Es decir, la parte organizativa de la lucha es la parte medular del empoderamiento colectivo para enfrentar al capitalismo en su etapa del globalismo neoliberal. De hecho, uno de los principales cometidos del neoliberalismo como práctica política fue precisamente debilitar la organización sindical de los trabajadores (Harvey, 2005). En su lugar, se promovió la formación de organizaciones caritativas o no gubernamentales; es decir, la restauración de la dominación capitalista ha pasado centralmente por el debilitamiento organizativo de las clases trabajadoras (Harvey, 2005). Luego, para ilustrar el uso de la teoría, se discuten sus conceptos en torno a la formación del campesinado indígena, que es uno de los grupos más explotados y oprimidos en los países de Latinoamérica. Por último, se plantean algunas conclusiones sobre los desafíos económicos, políticos, e ideológicos planteados por las luchas del campesinado indígena al globalismo neoliberal, y se recapitula sobre los planteamientos teóricos de este artículo.
En este apartado expongo que existen dos grandes ejes analíticos generales que nos permiten entender la desigualdad entre las personas: la explotación y la opresión. Estos ejes constituyen las bases objetivas para la formación político-cultural de los y las personas dominadas. Un problema teórico y práctico que planteo de entrada es que no existe una relación directa entre las relaciones de dominación —explotación y opresión—, por un lado; y la formación político-cultural, por el otro. Pero es fundamental esbozar brevemente en qué consiste cada uno de estos ejes de dominación para luego pasar a discutir cómo se ha propuesto que las personas explotadas y oprimidas las pueden trascender. Adelanto que en la teoría que aquí se presenta se arguye que la relación entre dominación y formación político-cultural se debe entender a partir de tres determinaciones mediadoras: cultura, intervención del Estado, y tipos de dirigencia. Más abajo se elaboran su significado y papel en la formación político-cultural.
El principal teórico de la explotación en el capitalismo ha sido desde luego Karl Marx en su opus magnum, El capital: Contribución a la crítica de la economía política, cuyo primer volumen se publicó originalmente en 1867. Aquí me concentro solamente en los aspectos más generales de la explotación. Esta consiste en formas económicas de desigualdad en las que un grupo domina a otro económicamente. El grupo dominante se apropia un plusvalor producido por el grupo subordinado o bien lo despoja de sus recursos naturales, como en el proceso que Marx llamó “acumulación primitiva” u originaria. Esta consiste en la doble separación de los productores directos: por un lado, separación de cualquier relación de dependencia previa al capitalismo, como la dependencia de algún señor feudal o de gremios artesanales; por otro lado, se les separa de la propiedad o el acceso a los medios de producción de su subsistencia. Los productores directos quedan así completamente “libres” para ingresar al mercado laboral y ofrecer la única propiedad que les queda: su fuerza de trabajo a cambio de un salario. Para David Harvey, esa acumulación originaria sigue existiendo en el mundo contemporáneo y él la denomina “acumulación por desposesión” (Harvey, 2005).
La explotación como eje de la desigualdad es el principal generador de los intereses materiales de las clases, las comunidades, y los grupos subalternos. En la medida en que exista explotación, en esa misma medida existe una base objetiva para la formación de grupos corporativos de interés. Pero tal formación dista mucho de ser espontánea. Como lo ha advertido Pierre Bourdieu, las clases dominantes siempre cuentan con una existencia objetiva y subjetiva, pero las dominadas llegan a existir subjetivamente solamente si se movilizan para adquirir los instrumentos de representación (Bourdieu, 1984, 1985). Aquí tenemos, pues, un primer problema: que la existencia de las tensiones estructurales que puedan emanar de la desigualdad económica, en este caso de la explotación, son insuficientes, no bastan para generar capacidades de clase, es decir, organizaciones para la lucha. Más abajo voy a elaborar lo que considero necesario para una teoría del empoderamiento colectivo.
En el caso de la opresión como eje de la desigualdad, lo que tenemos es un conjunto de formas más sutiles de dominación; es decir, más sutiles que la explotación. Se trata de construcciones políticas o ideológicas de categorías de gente puestas en desventaja respecto a grupos, comunidades o clases dominantes. Las bases de dichas construcciones pueden ser las relaciones de género, la etnicidad, la orientación sexual, el origen nacional, entre otras. Generalmente, la opresión viene a agravar las condiciones existentes de explotación. Si bien la explotación es la base de los intereses materiales, la opresión es la base de las identidades, pero también tiene impactos materiales. Muy a menudo, las construcciones ideológicas de grupos étnicos, por ejemplo, al interior de una fábrica, son utilizadas por los dominadores para dividir a los dominados en cuanto a sus intereses de clase. Esto es un grave problema para las clases subalternas, pues dificulta su articulación en un polo de resistencia efectivo contra la desigualdad. Una pregunta clave que surge aquí es: ¿cómo hacer para ir más allá de las divisiones impuestas por los dominadores para lograr identificar los intereses comunes con otras comunidades, clases y grupos explotados? Veamos algunas de las respuestas que nos han ofrecido varias teorías alternativas, tratando de identificar sus limitaciones.
En esta sección esbozo brevemente tres teorías alternativas que dan respuestas a las interrogantes planteadas en la sección anterior. En particular: el reduccionismo clasista, en el marxismo tradicional, se enfoca en los intereses; las teorías de los nuevos movimientos sociales, se enfoca en las identidades; y lo que llamo, la teoría del globalismo transnacionalista, que se enfoca en la construcción de una sociedad civil transnacional para combatir al globalismo neoliberal. Cada una de estas teorías aportan elementos importantes para entender cómo combatir al globalismo neoliberal, pero adolecen de defectos sustanciales que hay que remediar.
El reduccionismo clasista en el marxismo tradicional se basa en la primacía de las reivindicaciones clasistas, es decir, las que emanan directamente de los intereses económicos determinados por la inserción de las clases en el proceso productivo, en las relaciones de producción. El reduccionismo clasista (Laclau, 1977) presta poca o ninguna atención a las cuestiones identitarias como, por ejemplo, las que puedan surgir de las construcciones de los grupos étnicos y los pueblos indígenas. Se entiende la explotación, pero no la opresión y cómo puede impactar en los esfuerzos de formación político-cultural.
Para el reduccionismo clasista, las construcciones que sirven como base para la opresión estarían ubicadas en el terreno de la ideología. Constituirían, por tanto, una falsa consciencia que distrae de las contradicciones de clase centrales, e impedirían la unificación de las clases en función de sus intereses materiales (véase, por ejemplo, Petras y Veltmeyer, 1997, 2001). Según este enfoque, se podría hacer una deducción directa de las implicaciones políticas de las diversas inserciones de las clases en las relaciones de producción. Es en este sentido que se trata de un reduccionismo clasista: no va más allá de la especificación de los intereses materiales que emanan de las relaciones de producción para sacar deducciones políticas.
El problema es que las relaciones de producción siempre existen en un contexto cultural que emana no sólo de las relaciones de producción sino también de las relaciones de reproducción. Por eso aquí propongo estudiar los “procesos estructurales de clase” en su conjunto, en vez de aislar lo estrictamente productivo en donde se enfrentan explotados y explotadores. En las relaciones de reproducción, en cambio, se relacionan los y las personas explotadas entre sí, y donde pueden articular tanto intereses como identidades para la lucha.
Hacia los años 80 del siglo XX, muchos teóricos y movimientos sociales en Europa se cansaron de esperar al supuesto sujeto revolucionario predicho por Marx: la clase obrera. Esta, debido a sus contradicciones de clase en el proceso productivo, se erigiría en la sepulturera del capitalismo. Resulta que esa predicción teórica de Marx no se había cumplido, en gran parte porque las condiciones materiales de las clases obreras en los países de capitalismo avanzado habían cambiado sustancialmente desde la época en que Marx escribió: Más de un siglo después, para los años ochenta del siglo XX, la clase obrera ya no sólo tenía sus cadenas que perder en la lucha por el socialismo. Por el contrario, gracias a sus propias luchas, los trabajadores habían logrado todo un desarrollo del Estado benefactor que les favorecía. Por estas razones, el grueso de la clase obrera organizada se volvió reformista dentro de los partidos y proyectos socialdemócratas. Entonces, la perspectiva que llegó a privar en los nuevos movimientos sociales europeos fueron las reivindicaciones identitarias en torno a la calidad de la vida, más allá de la desigualdad económica y la redistribución. Se podría decir, entonces, que los movimientos identitarios fueron posmaterialistas (Pichardo, 1997; Touraine, 1988; Evers, 1985).
Dos problemas de la política cultural o identitaria son los siguientes, sobre todo para entender movimientos claramente clasistas como los del campesinado indígena. Primero, que los movimientos indígenas tienen fuertes reivindicaciones en torno a la desigualdad estructural, material, sobre todo de acceso a la tierra y autogestión del territorio y los recursos naturales. Segundo, la perspectiva identitaria disminuye el papel del Estado y las instituciones en cuanto a cómo condicionan los resultados de las luchas sociales (véase, por ejemplo, Álvarez et al., 1998). Abogan más bien por un autonomismo o un comunitarismo que no se enganche con el Estado, pues por definición correrían el peligro de ser cooptados y neutralizados (Holloway, 2010; Zibechi, 2015).
Algunos sociólogos como Leslie Sklair (2001) y William Robinson (2008) han planteado que, desde los años 80 del siglo XX, gran parte de la producción y el comercio internacional se vienen dando en la esfera internacional, lo que sería el proceso de globalización económica propiamente dicha. Por esa misma razón, ha aumentado mucho el impacto que tienen las instituciones financieras supraestatales como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio, etc., y sobre todo el Estado de los Estados Unidos de América. Lideradas por este último, tales instituciones han llegado a constituir un Estado transnacional. Asimismo, al haberse desplazado el terreno de la acumulación de capital del Estado nación a la economía global, se ha constituido una clase capitalista transnacional. Por tanto, concluyen Sklair y Robinson, las clases subalternas deben luchar por la construcción de una sociedad civil transnacional para combatir al globalismo transnacional.
He argumentado en varios artículos (Otero, 2004, 2011) que, si bien el diagnóstico del globalismo transnacionalista es adecuado, su prescripción es desatinada. En primer lugar, la esfera global ya ha sido colonizada y ganada por el capital transnacional, además de que la globalización se ralentizó significativamente después de la crisis financiera global de 2007-2008. En segundo lugar, si es difícil construir una sociedad civil en la esfera doméstica, nacional, con fuerte presencia de las clases subalternas, es mucho más difícil construirla a escala transnacional. Por tanto, puesto que la clase capitalista transnacional ha abandonado por lo menos en su discurso a la esfera nacional, es esta donde se deben concentrar los esfuerzos de las comunidades, las clases y los grupos subalternos. Desde luego, la solidaridad internacional entre las y los dominados sigue siendo crucial, pero no se pueden distraer poniendo como su meta central la construcción de una sociedad civil transnacional. Su meta más eficaz sería la de reconstituir Estados nación con un enfoque que he denominado “nacionalismo internacionalista” y encaminado hacia un proyecto popular-democrático (Otero, 2011), sería un nacionalismo abierto y multicultural, pero fundado en las tradiciones nacional-populares (Gramsci, 1971) y democráticas.
En su libro clásico contemporáneo, Benedict Anderson (2006) establece que el nacionalismo original que surgió de las revoluciones burguesas en Francia (1789) y los Estados Unidos (1776) tenía un carácter abierto, revolucionario, incluyente. Fue en los Estados que tenían antecedentes imperiales y aristocráticos (Hungría, Rusia, Inglaterra y Prusia), a los que se les impuso la necesidad de trascender su cosmopolitismo por su entorno del surgimiento de la nación. Fueron estos Estados imperiales los que le imprimieron un carácter “oficial”, racista y excluyente a la nación, nos dice Anderson. En el nacionalismo abierto o revolucionario, sin embargo, quien sea que pueda aprender la lengua puede ser miembro de la nación (como en el caso de la Cataluña contemporánea). Se trata, entonces, de un nacionalismo internacionalista y no un nacionalismo étnico, racista y excluyente. El racismo como base de la construcción identitaria de la nación es intra-nacionalista: establece inclusive fronteras al interior de la nación, excluyendo sobre todo a sus pueblos originarios (Otero y Jugenitz, 2003). En el siglo XXI, cuando han surgido con fuerza movimientos de derecha que reivindican ese nacionalismo racista, es fundamental que se le oponga un nacionalismo popular-democrático, internacionalista, abierto, multicultural y revolucionario.
La formación político-cultural o el empoderamiento colectivo de las clases, las comunidades y los grupos subalternos consiste en su emergencia intersticial en la sociedad civil. Más arriba citamos a Bourdieu para decir que las clases dominantes siempre están constituidas objetiva y subjetivamente. Es decir, siempre están conscientes de su posición objetiva en las relaciones de dominación y están organizadas para lo mismo. Pero eso no sucede con las clases subalternas o dominadas. Por el contrario, estas clases tienen que hacer el trabajo político de constituirse político-culturalmente. Tal constitución, que consiste en armar organizaciones dentro de la sociedad civil, resulta en el fortalecimiento de la propia sociedad civil frente al Estado, sobre todo dentro de Estados semiautoritarios o democracias liberales débiles (Otero, 2004b) que responden centralmente a las clases dominantes. Aquí nos distanciamos de la visión de que los resultados políticos de tal emergencia intersticial se generen espontáneamente a partir de las relaciones de producción, como lo esperaría el reduccionismo clasista. En primer lugar, planteo que el punto de partida hay que entenderlo de una manera distinta. No sólo hay que ponerle atención a la esfera de los intereses materiales en las relaciones de producción, sino también la de las identidades que emanan de las relaciones de reproducción. Necesitamos ampliar el campo de visión desde las relaciones de producción hacia lo que llamo más ampliamente los “procesos estructurales clasistas”. Tales procesos están constituidos tanto por las relaciones de producción, que consisten básicamente en las relaciones entre explotadores y explotados; pero también en las relaciones de reproducción, que se expresan en las relaciones entre los explotados y oprimidos. Desde este punto de partida más complejo, planteo que existen tres determinantes mediadoras entre los procesos estructurales clasistas y los resultados de formación político-cultural: culturas, intervención del Estado y tipos de dirigencia y modos de participación de las bases. Para explicarme mejor, voy a plantear el asunto en forma gráfica:
Gráfica 1: Empoderamiento colectivo
Fuente: Elaboración propia.
En la Gráfica 1, el proceso inicial de causalidad empieza a partir del hecho de que las personas participan en una serie de “procesos estructurales clasistas”. Denomino a esto “procesos” por el hecho de que mucha gente no tiene posiciones de clase definidas de una vez por todas: en un momento dado aparecen en el proceso productivo como trabajadores asalariados que venden su fuerza de trabajo, pero si tal empleo no les alcanza para mantenerse porque no es de tiempo completo o está muy mal pagado, en otros momentos pueden aparecer como comerciantes ambulantes. Pueden aparecer también como pequeños productores campesinos que controlan parcelas tan limitadas —ya sean propias, prestadas o comunitarias— que su producción tampoco alcanza para generar un ingreso familiar suficiente para reproducir a la familia en su conjunto. Y si se toma a la unidad doméstica familiar —y no al individuo— como la unidad de análisis de lo que constituye a las clases sociales, entonces tenemos una mayor complejidad empírica de lo que son estos procesos estructurales de clase: a veces puede predominar la existencia de campesino parcelario (como el francés que estudió Marx) o comunitario (como el que existe en muchas comunidades indígenas de América Latina), o una existencia de jornalero agrícola temporal o comerciante ocasional. Dada esta complejidad, es importante desglosar en qué consisten los procesos estructurales clasistas, como se ve a continuación en la Gráfica 2.
Gráfica 2: Procesos estructurales clasistas
Fuente: Elaboración propia.
Los procesos estructurales clasistas consisten en el conjunto de las relaciones de producción (entre explotados y explotadores) y las relaciones de reproducción (entre explotados y oprimidos). Es muy conocido que Karl Marx nunca definió las clases sociales de manera explícita. Escribió más bien algunos pasajes acerca de lo qué no son las clases, es decir, las define de manera negativa. Desde luego, lo que sí dice por lo menos en su correspondencia es que la historia es la historia de la lucha de clases, por lo que se infiere que el concepto de clase era central para Marx. Pero sería Vladimir Lenin, su sucesor en la teoría marxista clásica, a quien le tocaría dar una definición de las clases sociales. Para Lenin, las clases, por lo menos en lo que a intereses económicos se refiere, se constituyen por su relación con los medios de producción y por la forma como se canaliza el plusvalor generado en la producción. En el modo de producción capitalista, las dos clases polares son los dueños de los medios de producción, quienes además se apropian del plusproducto en la forma de plusvalor. Por su parte, los trabajadores están completamente desprovistos de medios de producción, lo cual constituye una compulsión económica para que se tengan que presentar en el mercado laboral ofreciendo en venta su única posesión: su fuerza de trabajo. La única parte que les toca recibir a los trabajadores a partir de la producción es la percepción de un salario, suficiente apenas para reproducir el costo de los medios de sustento para sí mismo(a) y su familia. Cómo se fija el salario en cada sociedad depende de las luchas históricas entre las clases fundamentales del modo de producción capitalista.
Lo que más me interesa resaltar en este punto es que los procesos estructurales de clase deben entenderse de manera holística, no sólo en cuanto a las relaciones de producción, sino también incluyendo el análisis de las relaciones de reproducción. En la medida que estas relaciones se dan sobre todo entre explotados y oprimidos, es la esfera de la reproducción de donde emanan los principales valores culturales. En países heterogéneos como México, tales culturas varían entre las regiones, de acuerdo con sus relaciones de producción y reproducción. Y es a partir de las culturas regionales de donde surgen las reivindicaciones concretas que van a plantear los productores directos, sean obreros, campesinos, jornaleros, o semiproletarios agrícolas, divididos entre la producción agrícola parcelaria o comunitaria y los ingresos salariales. En ¿Adiós al campesinado? (Otero, 2004a) expliqué la aparente paradoja de que, en ciertas regiones del centro de México (Atencingo, Puebla), los productores directos asalariados plantearon reivindicaciones “campesinas” (es decir, la demanda por la tierra para su explotación en forma parcelaria); mientras que en otras regiones del norte de México (La Laguna y El Valle de El Yaqui) los productores directos, también asalariados, plantearon reivindicaciones “postcapitalistas”: querían no sólo la tierra, sino también el control del proceso productivo en su conjunto. Este último caso equivalía a lo que en un contexto urbano-industrial serían las tomas de fábrica para introducir la autogestión democrática del proceso productivo.
Pasemos entonces a discutir cuáles son las mediaciones entre los procesos estructurales clasistas y los resultados políticos. Lo que propongo en esta teoría del empoderamiento colectivo es que existen tres mediaciones fundamentales en las que hay que enfocarse: culturas, intervención del Estado y tipos de dirigencia. Recuérdese que el aspecto fundamental del empoderamiento colectivo consiste en la formación de organizaciones para la lucha de las personas dominadas.
Gráfica 3: Determinantes mediadoras
Fuente: Elaboración propia.
La pregunta central que nos planteamos para determinar el carácter de la intervención del Estado gira en torno a si favorece o no la reproducción material de los productores directos. Planteado en términos de tipos ideales, mi hipótesis es que esta mediación por parte del Estado puede tener tres resultados político-culturales diferentes: primero, cuando el Estado hace una intervención o introduce una política estatal a favor de los dominados, por iniciativa propia, el resultado más común es la cooptación de los grupos subalternos. Es decir, se trataría de un resultado político-cultural hegemónico-burgués. Segundo, si la intervención es negativa para la reproducción de los dominados, o si estos son reprimidos, entonces el resultado político-cultural es de oposición. Se puede desmovilizar el grupo y aún obligarlo a desaparecer a la clandestinidad, pero tal política tendrá como resultado la pérdida de legitimidad y una hegemonía comprometida de las clases dominantes. Esto puede resultar costoso en futuros procesos electorales, por ejemplo. Tercero, una intervención positiva que resulte de la presión desde abajo, sin comprometer a la organización, tiene un resultado político-cultural, popular-democrático.
Reitero que esto es un planteamiento en términos de “tipos ideales”, según la metodología propuesta por Max Weber (1949): los tipos ideales se forman mediante la acentuación unilateral de uno o más puntos de vista y mediante la síntesis de muchos fenómenos concretos individuales que están más o menos presentes y a veces ausentes. Los tipos ideales se arreglan de acuerdo con esos puntos de vista enfatizados unilateralmente en un constructo (Gedankenbild) unificado. Se trata de una utopía. En la investigación histórica la tarea es determinar para cada caso la medida en que el fenómeno se aproxima o diverge del tipo ideal. La Gráfica 4 resume los tres tipos de resultado político-cultural:
Gráfica 4: Resultados político-culturales
Fuente: Elaboración propia.
Planteadas estas tres determinantes mediadoras sobre cultura, Estado y dirigencia, la pregunta central que se plantea la teoría del empoderamiento colectivo es: ¿Cómo se pueden organizar las comunidades, las clases y los grupos subalternos para hacer avanzar sus demandas, evitando ser cooptados por el discurso hegemónico-burgués? En el siguiente apartado voy a reiterar los componentes de la teoría tratando de responder esta pregunta para el caso de los campesinados indígenas.
Empecemos por repasar las determinantes que median entre los procesos estructurales clasistas y los resultados político-culturales. Planteo el término de “campesinados indígenas” en plural, porque no existe un campesinado indígena homogéneo. Sus relaciones de producción y reproducción varían ampliamente dependiendo de sus ámbitos materiales. Por ejemplo, en la región de Los Andes, no es lo mismo un campesinado de la sierra, más de tipo campesino parcelario-comunitario, que uno de la selva, donde se acerca más a un modo de producción basado en la recolección y una relación armoniosa con los bosques selváticos. Por eso son la principal línea de defensa contra la deforestación.
Partimos de que las culturas generalmente tienen expresiones regionales, como un elemento central de la reproducción material de la vida. Por lo mismo, la cultura tiene mucho que ver con el medio ambiente y las relaciones de reproducción. Es decir, a diferencia de la perspectiva del reduccionismo clasista, aquí no suponemos que exista una relación causal directa entre lo material y lo cultural, pues eso sería un materialismo crudo, mecanicista. Se trata más bien de conexiones complejas que entrelazan las relaciones de producción entre explotadores y explotados en su entorno ambiental, y las relaciones de reproducción entre personas explotadas y oprimidas. Pensando bien el asunto, vemos que existen situaciones en las que las relaciones de producción están separadas físicamente de las relaciones de reproducción, como en el caso de los trabajadores migrantes. Estos trabajadores pueden ser explotados en un país (por ejemplo, Canadá o Estados Unidos), pero sus familias se pueden estar reproduciendo materialmente en otro (Guatemala, Honduras o México). La situación más común, sin embargo, es que ambos tipos de relación están situados en el mismo espacio geográfico y cultural.
En el caso de los campesinados indígenas, la reproducción de su identidad depende mucho del acceso a la tierra. Por tanto, su base económica es campesina, frecuentemente de tipo comunitario. Especifico este tipo, puesto que, en el campesinado francés de la época de Marx, por ejemplo, se trataba de un campesinado parcelario en el que cada familia producía por su cuenta. Este tipo de producción no se prestaba para que los campesinos establecieran muchas redes asociativas entre ellos, o si acaso se limitaban al nivel local, pero no estaban en condiciones de forjar organizaciones regionales y mucho menos nacionales. Por eso, concluía Marx en el Dieciocho Brumario, Luis Bonaparte asumió la representación del campesinado tras su golpe de Estado en 1851. Hay que señalar, sin embargo, que unos cuantos años antes de su muerte en 1883, en su correspondencia con la rusa Vera Zasulich, quien le preguntaba a Marx cuál podía ser la función de la comuna campesina rusa en un proceso revolucionario, Marx reformuló por completo su visión sobre el campesinado. En vez de verlo como una clase fragmentada como en Francia, en el caso ruso Marx le asignó un fuerte potencial revolucionario, precisamente por su carácter comunitario (Shanin, 2018).
Muchos campesinados indígenas en Latinoamérica también tienen fuertes redes de parentesco y comunitarias que les pueden servir de base para la formación de demandas en torno a las cuales luchar y organizarse, como lo sugirió el marxista peruano clásico, José Carlos Mariátegui (1928). Dichas demandas surgen a partir de sus experiencias productivas y reproductivas, que generalmente tienen a la tierra como el medio de producción fundamental. Como medida defensiva de su cultura, muchas organizaciones indígenas luchan también por la autonomía para gobernarse en sus propios territorios de acuerdo con sus usos y costumbres.
Esos patrones culturales contrastan con los intentos que se han dado en todo el continente por establecer una cultura “nacional” homogénea, dictada por las clases dominantes. Este intento lo ejemplificó bien el presidente Rodríguez Lara en Ecuador cuando dijo: “Ya no hay problema indio; todos nos hacemos blancos al aceptar las metas de la cultura nacional” (citado por Whitten, 1976, p. 12). Una visión alternativa sería la que plantea el antropólogo mexicano, Carlos Montemayor, al decir:
El reconocimiento de los derechos indios no tiene que resultar en darle asistencia social a los pueblos indios, como si fueran los actores discapacitados de la nación. Más bien, de lo que se trata es de establecer una nueva relación entre el Estado mexicano y los pueblos indios. Se trataría de un nuevo enriquecimiento político, la primera integración verdadera y profunda del país, y no su debilitamiento. (1997)
Un ejemplo en los años noventa de cómo conciben los indígenas la conjunción de la explotación y la opresión para conformar sus demandas la expresa muy bien Luis Macas, dirigente fundador de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE):
Tendríamos que buscar [las causas de la insurrección indígena de 1990] en la explotación y la opresión acumuladas de la que nosotros los indios hemos sido objeto por casi 500 años; todavía hoy los indios seguimos siendo la parte más pobre y marginada de la sociedad. … Creemos que una causa fundamental fue la existencia de ejes de movilización como la defensa y la recuperación de la tierra y el territorio, así como una clara unidad forjada por la revitalización de la identidad étnica de los pueblos indios. (1991, pp. 18-19)
Las implicaciones de que los indígenas tengan ese tipo de culturas regionales y planteen ese tipo de demandas, en torno a la tierra y el territorio, pero también a la identidad étnica, entran en conflicto con el proyecto privatizador del globalismo neoliberal. Por tanto, la identidad indígena se convierte en la motivación principal para luchar por la autonomía y el control de los recursos naturales. Tanto en los casos del EZLN en México como la CONAIE en Ecuador han luchado por el reconocimiento a escala nacional de sus derechos indígenas o la plurinacionalidad.
He planteado más arriba que la intervención del Estado como determinante mediadora condiciona el carácter de las organizaciones para la lucha que generan las clases subalternas. Históricamente, pero de manera sumamente esquemática, podríamos decir que el carácter principal de la intervención del Estado durante la época colonial estuvo centrado en el despojo y la explotación de los indígenas. No hubo ningún intento por asimilar y mucho menos integrar a los indígenas a la sociedad. Este enfoque cambió en la época del Estado nacional independiente. Ahora se trataba tanto de explotar como de asimilar a los indígenas, y ahí es donde entraban las visiones como la de Rodríguez Lara que citamos más arriba. Se trataba de asimilar a los indígenas a la cultura “nacional” blanca, la conversión de los trabajadores en blancos o mestizos, dependiendo del país. En México, por ejemplo, se erigió el carácter mestizo de la mayoría de su población en la “Raza de bronce”. Esas políticas estatales de exterminio o asimilación, desde luego, generaron resistencia, oposición y desafío.
Como se esbozó en la Gráfica 4, los resultados de la intervención del Estado pueden ser variados. En general, la intervención estatal negativa para la reproducción material e identitaria del campesinado indígena ha resultado en genocidio, casi su exterminación, y la tenaz resistencia, en tres formas o tipos ideales: 1. Cooptada, el resultado hegemónico-burgués; 2. De oposición y resistencia; o 3. Popular-democrática. Estos tipos ideales se pueden utilizar como herramientas heurísticas para comparar los resultados de luchas empíricas y ver en qué medida se aproximan o se alejan de ellos.
Se puede decir, sin embargo, que las intervenciones del Estado por lo general tienden a tener resultados de cooptación o lo que llamo burgués-hegemónicos. Lo que esto significa es simplemente que con tales intervenciones se afirma o amplía la hegemonía burguesa como clase dominante. Pero cuando el Estado se niega a conceder las demandas de las clases subalternas movilizadas, se genera oposición y resistencia. Por último, en el mejor de los casos para las personas dominadas, en el resultado popular-democrático el Estado respondería favorablemente a sus demandas, a la vez que sus organizaciones puedan retener su independencia de este. Es decir, si las organizaciones de las clases subalternas logran retener su independencia tras el logro de concesiones de corto plazo, estarían en condiciones de continuar su lucha por demandas más estratégicas y de largo plazo.
La dificultad para que las clases subalternas, y en particular el campesinado indígena, obtenga intervenciones estatales favorables es por lo menos doble. Por una parte, sus demandas generalmente giran en torno a la tierra y el territorio, y eso entra en conflicto con las clases que los habían despojado previamente o los quieren despojar para nuevos proyectos de “desarrollo” por ejemplo, todos los tipos de extractivismo (Otero, 2021). Por otra parte, respecto a la cuestión identitaria, las luchas por los derechos a la cultura indígena plantean también un fuerte desafío ideológico, mismo que ha sido bien articulado por León Zamosc:
Los movimientos indios parecen ser portadores reales o potenciales de la exigencia por redefinir la ciudadanía de tal manera que se reconozcan los derechos indios a la diferencia cultural y la autonomía política. Tal demanda entra en conflicto con el modelo de democracia liberal que acogen las élites políticas y también con las percepciones culturales dominantes de la identidad nacional en América Latina. (1994, p. 39)
Este planteamiento de Zamosc refleja por lo menos dos asuntos relacionados. Por una parte, las democracias liberales están fundadas en el concepto individualista de democracia electoral: cada ciudadano cuenta por un voto a la hora de las elecciones. Aquí la democracia consistiría en un proceso aditivo de voluntades individuales. Pero en el caso de los pueblos originarios, ellos también plantean demandas colectivas. Quieren ser tratados como ciudadanos individuales, sí, pero también como grupos colectivos con derechos territoriales con la posibilidad de autogobernarse (de la Peña, 1997). Por otra parte, este mismo planteamiento exige el reconocimiento de la identidad indígena, misma que paradójicamente fue impuesta por los dominantes. Por esta razón, muchos grupos y movimientos indígenas han resignificado el término “indio” diciendo que, puesto han sido explotados y oprimidos como indios, asimismo como indios se van a emancipar (Blanco, 2017). Tratar de asimilar a toda la población a una identidad nacional única es un callejón sin salida para las clases dominantes latinoamericanas. Se necesita también otorgar el reconocimiento y la aceptación de la diferencia. Se exige tanto la igualdad en términos económicos y de ciudadanía individual, como la diferencia en cuanto a los derechos indígenas identitarios (Yashar, 1998, 1999).
Además de las culturas regionales y la intervención del Estado, el tercer determinante mediador en la formación político-cultural es el tipo de dirigencia. Este determinante abarca no sólo la dirigencia sino también los modos de participación de las bases. Es decir, aquí no nos enfocamos en la personalidad o características psicológicas del líder o la lideresa, sino de su relación sociológica con sus bases. Se trata de una mediación “relacional” entre líderes y bases. El tipo de dirigencia condiciona sobre todos los grados de independencia del Estado y de autonomía de las organizaciones para la lucha respecto de otras organizaciones políticas, sobre todo los partidos. Condiciona también los tipos de alianzas que forja la organización con otros grupos, ya que ellas pueden conformar el carácter más amplio de las organizaciones. Algo muy importante de las dirigencias, entonces, es su habilidad para identificar otros grupos afines, tanto en lo relacionado con sus intereses materiales como los identitarios. Tal identificación les podrá permitir formar alianzas que aumenten la posibilidad de avanzar hacia un proyecto alternativo popular-democrático. Entonces, los tres tipos ideales de dirigencia que propongo son los siguientes:
Cabe recordar de nuevo que estos son tipos ideales. En las situaciones históricas, empíricas, reales, se puede dar una combinación variable de tipos de dirigencia, más o menos cargados hacia uno de los tres tipos. Sólo la dirigencia democrático-participativa maximiza la posibilidad de avanzar en las demandas de la organización. Esto supone también, como se ha mencionado antes, que la organización cuenta con mecanismos específicos para la educación y formación de líderes. Idealmente, todas las personas en la organización estarían siendo capacitadas para asumir una función de representante, o por lo menos para ejercer deliberadamente su derecho en la votación para designarla(o).
En el ejemplo del movimiento zapatista en México, el Subcomandante Marcos fue importante como portavoz del EZLN. Sin embargo, quienes negociaron con los representantes del gobierno siempre fueron líderes indígenas. La visión multicultural y radical-democrática propuesta por los zapatistas va más allá de una concepción preconstituida y trascendente del interés o la identidad nacional. Lejos de esa uniformidad, el EZLN propone que cada grupo se constituya políticamente a sí mismo, en “un mundo donde quepan todos los mundos” (Comandante David). Es decir, se trata de que se desarrolle una aceptación radical de las diferencias identitarias.
A partir del caso que hemos usado para ejemplificar la teoría del empoderamiento colectivo, el del campesinado indígena, podríamos decir que se trata de uno de los grupos más explotados y oprimidos de cualquier país americano (incluidos Canadá y Estados Unidos). Por tanto, enfrentan los principales desafíos de explotación y opresión para su formación político-cultural. Hay por lo menos tres razones centrales por las cuales las luchas de los pueblos originarios desafían al modelo de desarrollo planteado por el globalismo neoliberal: Primero, en el ámbito económico, el neoliberalismo asignó al mercado el papel principal para la asignación de los recursos, que abarcan los naturales. En un contexto de gran desigualdad pre-existente, era lógico que las clases dominantes, es decir, los actores económicos con las mayores dotaciones de recursos iban a expandir su poder económico y, por tanto, político. Eso se ha enfrentado con las expectativas de los pueblos originarios que prefieren funcionar en una lógica campesina y comunitaria. En resumen, el globalismo neoliberal se enfrentó con la preferencia indígena por desmercantilizar la naturaleza. Es decir, los pueblos originarios, ocupantes de muchos territorios con basta riqueza natural, lejos de prestarse a la mercantilización, han manifestado su preferencia por entrar en arreglos colectivos o comunitarios para la producción y los derechos de propiedad. Este ha sido, pues, el principal desafío para el globalismo neoliberal y sus tendencias privatizadoras.
Segundo, en el ámbito político, la democracia liberal se ha enfrentado con exigencias que van más allá de su preferencia por constituir ciudadanos individuales que ejerzan sus derechos al voto cada cuatro o seis años en los procesos electorales. En vez de eso, la demanda ha sido por una mayor participación desde la sociedad civil, algo que podríamos llamar democracia societal. En esta democracia societal, habría una expansión de las organizaciones de la parte dominada de la sociedad civil. Esto las fortalecería frente al Estado. Tales organizaciones ganarían poder para moldear las intervenciones estatales a su favor. Constituidos político-culturalmente, los actores colectivos empoderados llegarían así al “momento subjetivo” de su lucha: más allá de su existencia objetiva, su formación político-cultural implicaría que han adquirido consciencia de sí mismos y sus intereses y que se han organizado en torno a ellos. Exigen una democracia societal y no meramente liberal. Se trataría entonces de eliminar la enajenación política al hacer coincidir más el poder social con el ejercicio del poder político del Estado.
Tercero, en lo cultural, se trata de ir más allá del terreno de la igualdad, la identidad nacional homogénea, para darle espacio al reconocimiento de la diferencia. En lo cultural, una democracia societal se distinguiría por su habilidad para tratar a los miembros de su política de acuerdo con sus propias necesidades materiales e identitarias. Importan tanto la igualdad como la diferencia: “un mundo donde quepan todos los mundos” (Comandante David, EZLN).
Por último, reitero las determinaciones mediadoras de la formación político-cultural: 1. Las culturas regionales le dan forma a las demandas o exigencias desde abajo; 2. La intervención del Estado condiciona el carácter de las organizaciones que surgen de la lucha y su independencia del Estado y las clases dominantes; 3. Los tipos de dirigencia y los modos de participación moldean la medida en que la dirigencia será responsable de sus actos, les rinda cuentas a sus bases, y, por tanto, pueda establecer alianzas con otras organizaciones con intereses similares, aunque de identidades diferentes, a la vez que se preserva la autonomía organizativa.
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