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Revista Tlatelolco Dossier Académico

Vol. 4. Núm. 1, julio-diciembre 2025

Sobre la enseñanza de las lenguas originarias. ¿Una deuda de los gobiernos con la sociedad?

Teaching of the indigenous languages: A historical debt that the Mexican state?

Hermenegildo F. López Castro

Recibido: 10/04/2025 / Aceptado para su publicación: 22/05/2025

Investigador ñuu savi y antropólogo especializado en la Mixteca de la Costa. Correo electrónico: lopezcastrohermenegildo@gmail.com. A partir de los trabajos académicos, ha demostrado ser un investigador responsable, dedicado a la investigación antropológica e histórica de su región, así como a la literatura indígena, ya que desde hace muchos años ha indagado en torno a las narraciones originarias de su región, y publicado diversos trabajos en su lengua materna (mixteco) y en español.

Resumen

¡Que la enseñanza de las lenguas originarias, cultura y cosmovisión sean parte de los programas de educación pública en México! Partiendo de que las lenguas originarias contienen valores y principios que podrían apoyar a la sociedad moderna en la solución de diversos problemas como su crisis de valores y de violencia estructural, la erradicación de las diversas formas de discriminación, y el fomento al reconocimiento y respeto a la diversidad cultural y lingüística; el presente trabajo, que sintetiza el sentir de muchos de los habitantes mixtecos de Pinotepa Nacional, propone incidir en las subjetividades aprovechando dicha enseñanza. La instrucción de los idiomas originarios en México puede constituir una estrategia de educación pública para la restauración y reintegración del tejido social desde perspectivas interculturales.

Palabras clave:

enseñanza, lenguas originarias, pueblos, deuda histórica, subjetividad.

Abstract

Let the teaching of indigenous languages, culture, and worldview be part of public education programs in Mexico! Starting from the fact that native languages ​​contain values ​​and principles that could support modern society in solving various problems such as its crisis of values ​​and structural violence, the eradication of various forms of discrimination, and the promotion of recognition and respect for cultural and linguistic diversity; this work, which summarizes the feelings of many of the Mixtec inhabitants of Pinotepa Nacional, proposes to influence subjectivities by taking advantage of this teaching. The instruction of indigenous languages ​​in Mexico can constitute a public education strategy for the restoration and reintegration of the social fabric from an intercultural perspective.

Keywords:

teaching, native languages, peoples, historical debt, subjectivity.

Una relación histórica tensa

El presente artículo pretende explorar la relación que el Estado mexicano mantiene con las poblaciones originarias del país a través de políticas públicas sobre la preservación y enseñanza de las lenguas vernáculas u originarias, lo cual ha sido motivo de tensión histórica entre la sociedad dominante, que tiene su propio proyecto de modernidad, y las comunidades indígenas, que defienden su derecho a la autodeterminación. Se trata de una dimensión de las relaciones asimétricas dadas en el “colonialismo interno” (González Casanova, 1963; 2006) que se ha desarrollado a lo largo de 200 años en el Estado nacional independiente, y que comprende una serie de disputas por el territorio, los derechos colectivos versus los derechos individuales, la identidad, el “mestizaje”, la religiosidad, la cosmogonía y la construcción del ser colectivo y comunitario contra el individuo como sujeto de derecho.

Siendo resultado de esa tensión, ha habido una gran deuda moral y ética del Estado y la sociedad dominante para con los pueblos indígenas, pendiente en la actualidad ante diversos hechos, como los siguientes: la falta de inclusión en el proyecto nacional; la carencia de oportunidades de desarrollo que no les obliguen a renunciar a sus culturas; el abandono gubernamental y la falta de servicios básicos, que han generado rezago en sus localidades; las diversas formas de discriminación que perpetúan la hostilidad de la sociedad dominante hacia estas “minorías étnicas”, y la extrema pobreza que es el resultado, no de sus culturas, sino de siglos de explotación, abusos e injusticias a que han sido sometidos. 

Es mucho lo que hay que hacer en corresponsabilidad con los pueblos y comunidades indígenas para transformar el estado de subordinación hacia la sociedad dominante que siguen padeciendo, así como su relación con el propio Estado, que ha simulado diálogo y cooperación con estos, para luego continuar con sus proyectos neoliberales. Esto fue lo que ocurrió con la reforma constitucional al artículo 2º en 2001, que pretendía reconocer los derechos a la libre determinación de los pueblos indígenas y honrar los “Acuerdos de San Andrés”, pero mediante la “trampa” del reconocimiento a la pluriculturalidad, que no debía atentar contra la “unicidad e indivisibilidad” de la nación (¿para el Estado, esto significaba que las demandas de autonomía podrían encerrar tal atentado?). También se promulgaron marcos legales, como la Ley general de derechos lingüísticos de los pueblos indígenas de 2003, o más recientemente la reforma constitucional en materia de derechos de los pueblos indígenas y afromexicanos, publicada en el Diario Oficial de la Federación el 30 de septiembre de 2024.

Particularmente esta última ha sido rechazada por activistas y comunidades indígenas, desde el proceso de consulta que se lanzó como preludio a esta (La Coperacha, 2019; Cruz, 2024), hasta su anuncio con bombo y platillo por el gobierno, pues aquellos consideran que no habrá un correcto funcionamiento del ejercicio de las autonomías, dada la ausencia de cambios estructurales profundos en las políticas del Estado, entre otros retos, como la persistente corrupción en México, el embate de las actividades extractivistas y varios fenómenos más, relacionados con la disputa del territorio y los recursos naturales.

Pero es el fenómeno cultural de la lengua el que nos ocupa aquí, al ser uno de los ejes fundamentales de expresión filosófica, articulación identitaria y fortalecimiento epistémico. Justamente por ello mismo, resulta de central importancia su protección y fomento si se busca vindicar a los pueblos y culturas indígenas. Lo afirmamos, sobre todo, ante el grave riesgo de desaparición en el que se encuentra la gran mayoría de las 68 lenguas nativas de México por la falta de hablantes, cifra que disminuye de manera inversamente proporcional a la población, pues los censos indican un crecimiento de habitantes indígenas, que pueden contabilizarse ahora por auto adscripción, por lo que no es necesario que hablen sus lenguas maternas.  

 De esta forma, la institucionalización de la enseñanza de las lenguas originarias (en su estatus de lenguas maternas) dentro de la totalidad del territorio nacional y en todos los niveles de educación en México, constituye una política clave para determinar el futuro de los pueblos y comunidades indígenas como culturas del mundo, para preservar su legado de saberes y experiencias, pero, sobre todo, para impulsar un mejor proceso de autodeterminación.

Este trabajo no solo busca reflexionar sobre la relación del Estado nación con los pueblos indígenas, sino también manifestar una postura política al respecto, y auxiliar con propuestas que puedan dar solución a las problemáticas relacionadas con la opresión que históricamente ha habido hacia las comunidades nativas; que se pueda finalmente establecer un compromiso democrático, incluyente e intercultural con aquellas, reparando así las afectaciones que gobiernos del pasado han provocado en las llamadas “regiones indígenas”, cualificables en hechos concretos como la castellanización directa como política educativa, y cuantificables en estadísticas, como cifras socioeconómicas que evidencian la marginación (Jurado, 2022), o el despojo de tierras y el desplazamiento forzado por la violencia y los proyectos de “modernización”, como la presa Miguel Alemán, que desplazó a comunidades mazatecas de sus asentamientos históricos, por citar un ejemplo.

Lenguas originarias de México y sus derechos

Con la reforma del Artículo 2º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en donde se sostiene que “la Nación Mexicana es única e indivisible, basada en la grandeza de sus pueblos y culturas”, y se agrega que:

[…] tiene una composición pluricultural y multiétnica sustentada originalmente en sus pueblos indígenas, que son aquellas colectividades con una continuidad histórica de las sociedades precoloniales establecidas en el territorio nacional; y que conservan, desarrollan y transmiten sus instituciones sociales, normativas, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas. (Artículo 2º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, Cámara de Diputados, 2025, p. 2) 

Con la reforma a este artículo, se mantiene una retórica de aparente “reivindicación” de los pueblos indígenas como símbolos de riqueza cultural y base de la nación, un reconocimiento que es la parte mas visible de la deuda que se tiene hacia estos. Las modificaciones a la Carta Magna también señalan que “son comunidades integrantes de un pueblo indígena, aquellas que forman una unidad social, económica y cultural, asentadas en un territorio y que reconocen autoridades propias de acuerdo con sus sistemas normativos” (Artículo 2º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, Cámara de Diputados, 2025, p. 2). Sin embargo, ¿cómo se puede preservar la unidad de estas comunidades, si sus culturas, lenguas, costumbres, etc., han sido objeto de diversos procesos de aculturación? ¿Cómo, si tal fenómeno se da precisamente para asimilarlos a la sociedad dominante, como se lo planteó el propio Instituto Nacional Indigenista desde su creación en 1948, institución emblemática que se encargó de los pueblos indígenas durante todo el siglo XX?

Indudablemente, hay ventajas en nuestro tiempo, un tiempo en donde la aprobación de la reforma de pueblos indígenas y afromexicanos no tendría por qué llevarnos a la contradicción histórica, ni mucho menos a ignorar las lenguas originarias, como sucedió en el pasado, dejando un gran vacío en nuestra identidad. Algunos creemos que esta nueva reforma nos auxiliará con la promesa de sacarnos del socavón lingüístico y cultural en que vivimos, atribuido al proyecto colonizador y neoliberal impuesto desde hace muchísimos años. No obstante, su éxito —como siempre— dependerá finalmente de las poblaciones y comunidades nativas, que podrán hacer uso de las leyes que se aprobaron para que nuestros derechos lingüísticos y culturales germinen en el país por medio de exitosos canales de navegación.

Hasta aquí, resulta importante destacar que el proyecto liberal “modernizador” de los siglos pasados, así como el neoliberal, se pueden calificar como una guía de desarrollo que muy pocas personas dieron a una gran mayoría, al tiempo que privaron de sus “beneficios” a buena parte de la población, principalmente la de los pueblos originarios y afrodescendientes. Al final, esta política resultó un total fracaso, ya que los diferentes gobiernos desconocieron la historicidad e identidad de las raíces de las regiones y los pueblos del país, y no solo la desconocieron, sino que la discriminaron persistentemente, con lo que se determinó que, en política educativa, el español se utilizaría para la instrucción.

Los estudios sobre el multilingüismo frente al desprecio por las culturas indígenas

Dada la naturaleza de este trabajo, es preciso señalar algunas aportaciones y enfoques de autores que han tocado el tema de la educación, tanto en México como a nivel mundial, desde el enfoque del multilingüismo. Por ejemplo, tenemos a Luisa Alarcón Neve (2002) de la Universidad Autónoma de Querétaro, quien ha abordado “la compleja situación derivada del aumento de sujetos que manejan o al menos conocen básicamente dos o más lenguas” (p. 124). Según la autora, este crecimiento del bilingüismo se observa en el mundo entero, y nuestra sociedad lo vive día con día. “Esto trae grandes repercusiones en diversos ámbitos sociales, como el económico y el educativo” (p. 124). Actualmente, en la mayoría de los países, “el prototipo de sujeto es el que maneja o conoce, aunque sea en un nivel muy básico, una segunda lengua […] Inclusive, en los inicios del nuevo milenio se ha comenzado a hablar del fenómeno del trilingüísmo” (Alarcón, 2002, p. 124). Si ahondamos al respecto, en México hay dos fenómenos que tienen relación con esto, como lo apunta la investigadora: “la migración de indígenas del interior al centro del país, y la llegada de extranjeros que vienen a radicar aquí por periodos, han provocado, aunque no sea aún muy evidente, el aumento del multilingüismo”.

En otro trabajo, titulado “¿Dónde estamos con la enseñanza del castellano como segunda lengua en América Latina?”, y publicado en Abriendo la escuela. Lingüística aplicada a la enseñanza de lenguas, Luis Enrique López (2003) consideró puntos de partida necesarios para un debate acerca del aprendizaje y la enseñanza del castellano como segunda lengua (L2) en contextos indígenas. El autor buscaba analizar algunos aspectos específicos que permitieran adelantar propuestas que contribuyeran a mejorar tal enseñanza y lograr así un mejor y más eficiente aprendizaje del castellano, respondiendo de esta manera a las propias demandas de las poblaciones indígenas. 

[…] aun siendo un convencido de la necesidad de esta enseñanza, he decidido adoptar una postura crítica, no solo porque el papel de abogado del diablo resulta a menudo estimulante y motivador, sino también porque considero que es fundamental revisar, desde sus cimientos, los enfoques, metodologías y técnicas que han venido orientando la enseñanza del castellano  como lengua L2 en áreas indígena de América Latina”. (López, 2003, p. 40)

Otra voz que se ha pronunciado sobre todo este asunto, en el mismo libro, es la de Mabel Condemarín (2003), que en su texto: “Consideraciones sobre la enseñanza de y en lengua materna”, señaló: 

[…] a pesar del extraordinario progreso científico y tecnológico incorporado a la sociedad (nacional), las cifras de pobreza, miseria y exclusión afectan a 200 millones de personas en América Latina y el Caribe, es decir, al 46% de su población, y la tercera parte de los adultos del mundo son analfabetos, encontrándose estos mayoritariamente en las comunidades indígenas y en las zonas rurales. (Condemarín, 2003, p. 182) 

En este contexto, expresó también que: 

[…] resulta alentador constatar el amplio consenso que existe, en ámbitos muy diversos, para situar la educación como factor decisivo en la transmisión del conjunto de conocimientos, destrezas y valores necesarios para participar en la vida ciudadana y desempeñarse productivamente en la sociedad, favorecer el desarrollo humano y lograr sociedades  auténticamente modernas, es decir, capaces de conciliar libertad individual y sentido de pertenencia, y conjugar progreso, equidad y democracia. (Condemarín, 2003, p. 182).

Por su parte, Rainer Enrique Hamel, Ana Elena Erape, Mariana Hernández Burg y Helmith Betzabé Márquez Escamilla, trabajaron en el proyecto T’arhexperakua “creciendo juntos” (2014), que fue una “investigación-acción” colaborativa entre maestros p’urhepechas, investigadores y estudiantes de la UAM para el desarrollo de una educación intercultural bilingüe. Los autores encontraron, por ejemplo, expresiones en lengua p’urhepecha que dan sentido a los conceptos matemáticos, pero mencionaron que el sistema educativo nacional no pretendía incorporar saberes ni perspectivas culturales de los propios pueblos a quienes se dirigían sus políticas educativas: “la Secretaría de Educación Pública en México […] nunca tuvo la voluntad política de desarrollar un currículo específico y adecuado para más de un millón de niños que cursan la modalidad de primaria indígena llamada intercultural y bilingüe” (Hamel et. al., 2014, p. 53). Como conclusión del proyecto de investigación, el programa tradicional de educación (o castellanización) indígena arrojó pésimos resultados en todas las escuelas de la región.

Por su parte, Enrique Florescano planteó que en México “los problemas interétnicos se agudizaron cuando se quiso aplicar en todo el país, formado por grupos sociales de tradiciones encontradas, un proyecto (educativo) histórico que, en lugar de incluir a sus diversos componentes, excluía a una o más de sus raíces” (2001, p. 359). Adicionalmente, el académico explicó que “el proyecto liberal, al rechazar tanto el pasado indígena como el colonial, ahondó aún más esa escisión” (Florescano, 2001, p. 363). De esta manera, podemos agregar que, desde la construcción de nuestra nación, se presentaron problemas entre quienes deseaban asentarla solo en su sustrato indígena y quienes proponían fundarla en su legado hispánico, por lo que “hubo un desencadenamiento del odio racial, principalmente una campaña ideológica contra los pueblos originarios de México” (Florescano, 2001, pp. 359-371).

Cabe señalar que ese odio racial, como fenómeno social característico en México, hunde sus raíces en la colonización española, por la cual se llegó a considerar que el “indio” “era un animal inmundo; revolcándose en el cieno de la más impúdica sensualidad, la borrachera continua y la dejadez más apática […] ni la historia antigua, ni la tradición, han transmitido a nuestra edad el recuerdo de un pueblo tan degenerado, indigente e infeliz” (Florescano, 2001, p. 360). Así, los ibéricos afirmaban que “esa condición degradada de los indígenas fue redimida por la conquista y la colonización españolas” (Florescano, 2001, p. 360). 

Esto sucedió así porque la modernidad occidental sería la base ideológica de los procesos de aculturación impuestos a la población indígena, que tendría uno de sus pilares fundamentales en el liberalismo del siglo XIX. No obstante, en ninguno de los proyectos de nación elaborados figuraban los grupos étnicos, sino “solo los idealizados ancestros que según esta interpretación había construido la nación indígena” (Florescano, 2001, p. 361). 

Si pensamos en autores del pasado, encontraremos a figuras destacadas como José María Luis Mora, que resumió la idea de nación que se deseaba construir recién consumada la Independencia y expresó la noción que de aquellos pueblos se formó entre los sectores privilegiados: “cortos y envilecidos restos de la antigua población mexicana que, aunque despierten ‘compasión’, no pueden considerarse la base de una sociedad mexicana progresista”. Mora pensaba que era en la raza blanca “donde se había de buscar el carácter mexicano”. A partir de ello, en 1824, propuso que el término “indio” se eliminara del uso público e insistió en que, por ley, los “indios” no deberían seguir existiendo. Incluso, propuso que se trajeran colonos europeos para civilizar al indígena a través de la mezcla de razas. 

Otro personaje del siglo XIX como Francisco Pimentel, destacado escritor conservador, insistía en que las causas que habían originado la situación de la raza indígena de México —o, mejor dicho, su degradación— eran: 1) su localización en la religión bárbara y el “sistema del comunismo” de la propiedad de la tierra; 2) el “maltratamiento que les dieron los españoles”; 3) “la falta de una religión ilustrada”, y 4) el paternalismo de las leyes de Indias, que sumergió “a los ‘indios’ en una infancia perpetua” y acabó por “aislarlos, desmoralizarlos, quitarles el sentimiento de la personalidad humana” (Pimentel, citado por Florescano, 2001, p. 368).

A esto, Pimentel añadió: “debe procurarse […] que los “indios” olviden sus costumbres y hasta su idioma mismo, si fuere posible” (Pimentel, citado por Florescano, 2001, p. 369). Pensaba, pues, que “solo de este modo […] formarán con los blancos una masa homogénea, una nación verdadera” (Pimentel, citado por Florescano, 2001, p. 369). Lo anterior era necesario, según él, ya que ayudaría a cambiar la fama que tenían los indios como “egoístas, pues solo actuaban cuando se trataba de sus intereses particulares, de su pueblo, de su habitación o de sus terrenos; por lo demás, para el ‘indio’ no hay patria, gobierno ni instituciones” (Pimentel, citado por Florescano, 2001, p. 369). 

La hostilidad política permanente contra las comunidades indígenas de México continuó durante muchas décadas más. Por mencionar algunos casos del Porfiriato, Alonso Luis Velasco, destacado intelectual del mismo, asentó en sus obras que “las razas aborígenes eran un obstáculo para la civilización” (Velasco, citado por Lira, 2001, p. 370). Además, un periódico afirmaba en 1895 “que en el centro del país sobraban brazos y faltaban cabezas”, sobre todo europeas, pues a menudo los ciudadanos creían que las razas del viejo continente eran más capaces para el desarrollo industrial. 

Asimismo, Mateo Castellanos expuso que “si en lugar de once millones de indígenas, México tuviera igual cantidad de inmigrantes europeos, sería treinta veces más rico, fuerte y respetado” (Lira, 2001, p. 370). Francisco Bulnes, uno de los más importantes representantes del darwinismo social que se extendió en el apogeo del Porfiriato, atribuyó “la debilidad política y social del país a la inferioridad del indígena”. De igual manera, Carlos Diaz Dufoo y Genaro Raygosa, dos miembros del gabinete de Díaz, calificaron a los indígenas de “raza degenerada” y de “nulidad intelectual” (Lira, 2001, p. 370). 

En 1907, otro articulista se atrevió a decir que cinco millones de argentinos valían más que once millones de México, porque aquellos eran de ascendencia europea. Un estudio especialmente preparado por el conocido geógrafo Antonio García Cubas señaló que 19% de la población mexicana era europea, 43% mestiza, y solo 38%, “india”. Aseguraba que “los europeos y mestizos eran los sectores dinámicos de la sociedad” (García, 2001, p. 371). Así, determinados grupos pensaban que el otro era el principal culpable del poco desarrollo de México, ignorando que “…es también cierto que si miramos al mundo de las comunidades las evidencias muestran que los pueblos conservaron su memoria y sus costumbres en un esfuerzo constante para reproducir sus identidades frente a los nuevos desafíos…” (Annino, 2003, p. 399).

Los nuevos enfoques sobre la importancia de las culturas indígenas

El reconocimiento de los pueblos indígenas en la construcción de la nación mexicana toma forma bien definida en la literatura y el imaginario colectivo, particularmente, en el siglo XX. Peter Guardino (2001, p. 26) recalcó cómo el sistema político mexicano fue formado a través de revueltas locales y alianzas que involucraron a grupos de las mayorías rurales empobrecidas del país: “entre los actores más importantes de estos conflictos estaban los campesinos, especialmente aquellos que tomaron parte en las numerosas rebeliones locales, regionales y nacionales que caracterizaron la política de principios del siglo XIX” (Guardino, 2001, p. 26). 

Aquí cabe señalar el contraste entre la dualidad de la que nos habló Antonio Annino, o sea, entre la nación en estado natural y la nación constituida: “el acto de constituirse en nación no fue nunca un acto completamente soberano de un congreso constituyente, porque la nación ya existía en su estado natural” (Annino, 2003, pp. 413-414). A partir de esto, se puede comprender cómo en los movimientos sociales y politicos más importantes, y sobre todo en el de la propia guerra de Independencia (en su fase entre 1810 y 1812), la fuerza del movimiento residió fundamentalmente en los indígenas, los campesinos y las castas. 

A esto podemos agregar otros señalamientos como que el éxito de los liberales en 1855 fue posible gracias a la contribución indígena-campesina en la revolución de Ayutla, aun cuando los liberales mismos excluyeron, desde el primer momento, a los pueblos originarios de su proyecto de nación. Ejemplo de ello es que la política de desamortización de la tierra afectó a los pueblos y benefició a los hacendados, latifundistas, comerciantes y grupos relacionados con la agricultura comercial. Aunque el campesinado común y corriente, saqueado de sus tierras y con una cultura respaldada en una economía comunal, se opuso a estos abusos, no pudo evitar la pérdida de muchos de sus territorios. 

En lo posterior, los indígenas también desempeñaron el papel de fuerza vital en los procesos de cambio y consolidación del Estado nacional. Los movimientos sociales de los pueblos nativos se expresaron en diferentes manifestaciones de descontento contra un sistema que los oprimió y discriminó; además, muchos de los cambios estructurales más importantes del país se impulsaron con alianzas entre estos y los grupos de poder politico y económico cuando era necesario unir fuerzas en contra del supremo gobierno. 

Así, podemos considerar que, independientemente de que los indígenas fueran dirigidos o no en estos procesos por una clase social ajena al propio campesinado, muchos actores políticos rurales tuvieron un papel excepcional en la historia del país, así se les reprimiera al final o, sencillamente, se les terminara eliminando por reclamar sus derechos. La organización de los campesinos siempre fue de importancia cuando lucharon desde su comunidad; las fuerzas de los grandes movimientos nacionales fueron las revueltas de los pueblos indígenas y campesinos. Ante los maltratos, las denigrantes descalificaciones y el atraso en que se encontraron estos, la voz indígena se hizo escuchar: 

Los “indios” no mejoran; por la inversa, cada día reciben nuevos agravios (por)que se (les) cree entes nulos […] Se equivocan, representaremos y reclamaremos; y si nada conseguimos de los gobernantes, empeñaremos nuestros hijos para que con su precio podamos imprimir y difundir por toda la República un manifiesto que dé idea más exacta de los beneficios que hemos recibido de nuestros gobernantes. Haremos más: inspiraremos a nuestros mismos hijos el odio contra ellos, contándoles la persecución desatada en que nos hallamos: los maldeciremos una y mil veces y cuando cerremos los ojos a la muerte, llevaremos la consoladora esperanza de que, con el tiempo, alguna de nuestras generaciones será del todo libre. (Lira, 2001, pp. 366-367)

La construcción de la memoria histórica, colectiva, la memoria de las personas, se conserva viva y se mantiene en el tiempo y en el espacio. Así, saca a relucir el origen de un pueblo, el pasado de la gente que se defiende “con garras y dientes” para preservar sus costumbres y tradiciones con orgullo. Esto es la base de la identidad de los pueblos en las zonas rurales del país, donde han persistido conceptos y prácticas tradicionales, y es aquí en donde podríamos decir que la identidad se sigue manifestando de manera muy profunda. Se puede hablar de una “lengua propia”, lo mismo que de una vestimenta tradicional y una religión con una autoconcepción propias entre sus habitantes; pero hemos de tomar, también, la memoria colectiva como un elemento muy importante en la constitución de la identidad de los sujetos.

Lo que somos ahora mismo es resultado del quehacer colectivo de las generaciones pasadas, de quienes conservaron los conocimientos que fueron transmitidos a las nuevas generaciones hasta el día de hoy. Por ello, la identidad no puede estar separada de la memoria colectiva, ya que todo va ligado, todo conforma el ser de una comunidad. Cuando hablamos de la “memoria” de las personas, nos viene un recuerdo de lo grande que fuimos como pueblos indígenas, y de lo que somos actualmente. Es decir, el pasado está siempre dentro del presente, y tengo la esperanza de que estará, sin duda, en nuestro futuro, porque así conviene a la nación. 

Es un hecho que los pueblos han procurado protegerse de diversas provocaciones. Pero, a pesar de las resistencias, las clases políticas dominantes se esforzaron por erradicar del país a los pueblos originarios y, lamentablemente hasta el presente, se emplean los crueles estereotipos “coloniales” contra los pueblos indígenas. Es así que “en relación con lo anterior, debemos apuntar que en la mayor parte de las áreas de relación interétnica de México sobreviven las brutales calificaciones coloniales que designan a los pueblos originarios como gente de costumbre confrontada con la gente de razón” (Bartolomé, 1997, pp. 41-47). 

Al respecto, Bonfil (2005, p. 124) señaló: “las relaciones entre el México profundo y el México imaginario han sido conflictivas durante siglos de confrontación”; confrontación entre los “muchos Méxicos” que han coexistido desde hace tantas generaciones. De ahí que Manuel Gamio tuviera también razón cuando afirmó que “existen las pequeñas patrias dentro del conglomerado de la nación mexicana; de hecho pueden dividirse en dos grupos: aquellas cuya población es exclusivamente indígena y otras, en cuya población se observa la fusión armónica de la ‘raza’ indígena y de la de origen europeo” (Gamio, 1992, p. 12). Sin embargo, él mismo también recalcó que “de su unión artificial no pudo resultar en un conjunto armónico, no pudo [hacer] surgir una nacionalidad, pues en todos los tiempos y en todos los países, por encima de toda idea de patria y nacionalidad, ha estado la de la propia conservación” (Gamio, 1992, p. 11), es decir, la de la autoconservación de las comunidades.

Hacia un modelo educativo de enseñanza de las lenguas originarias

Conocer y aceptar a los diversos pueblos indígenas que habitan el territorio nacional, igual que su historicidad, es aceptar nuestra identidad, cultura, cosmovisión y riqueza lingüística. Dejemos claro entonces que la nación mexicana debe ser más afectiva con los pueblos originarios, sin caer en el paternalismo; más bien, debe hacerlo desde el respeto hacia la diferencia cultural y lingüística como base. El Estado no debe pensarse como una “construcción ideológica”; es abominable que se pronuncien discursos que “dañan el alma de nuestros conciudadanos”, y no palabras que alimenten el espíritu de nuestros pueblos y nuestras raíces, porque definitivamente esta “nación” es un “conjunto de pueblos” en lugar de un imaginario o una identidad unitaria con un solo idioma, como se propuso en el pasado. 

Federico Navarrete propuso acertadamente que “la relación entre tradiciones debe convertirse en un auténtico diálogo entre concepciones diferentes del tiempo y del devenir, así como entre los actores históricos”. En suma, dicha relación debía ser “un intercambio entre concepciones diferentes de lo que son el ser humano y la sociedad en el tiempo” (Navarrete, 1999, pp. 231). Señaló que en este diálogo “ninguna tradición tiene el monopolio de la verdad y ninguna tradición debe aspirar a absorber o explicar a las otras, así como tampoco debe pretenderse construir una historia universal que las abarque a todas” (Navarrete, 1999, p. 231).

En particular, la política indigenista que tenía como intención hacer desaparecer o asimilar a la población “india”, con su actitud agresiva y opuesta, discriminatoria y excluyente, tan solo logró una ola creciente de rebeliones, inconformidades y una tendencia a la re-indianización de la población indígena de México. No obstante, desde políticas como el neoliberalismo, los proyectos públicos del gobierno mexicano, el Estado y la sociedad dominante, continúan excluyendo a la población originaria de los beneficios del “progreso”, y siguen apuntando hacia su desaparición junto a la de su pensamiento, costumbres y lenguas, por creerles inferiores e innecesarios para ese proceso. 

El Estado debe tomar en cuenta la historicidad y la identidad de los pueblos originarios. Se trata de dar a conocer en todas las escuelas públicas las lenguas originarias, su valor simbólico y sus usos aplicados al conocimiento del mundo, lo cual contribuiría al enriquecimiento de la ciencia que se procura enseñar ahora. Pero, más allá de esto, ese dar a conocer sería una poderosa vía para fomentarlas y preservarlas: más allá de los estudios pedagógicos en torno a este debate (al del uso de las lenguas indígenas en el sistema educativo), el enfoque que propongo es el de recuperar su sentido práctico, su funcionalidad en contextos diferentes al familiar y al comunitario, que es donde suelen quedar restringidas y por lo cual se han venido perdiendo. Esto contribuiría a fortalecer la identidad de sus comunidades de hablantes, lo cual es indispensable para dicho fomento y preservación.

México no solo debe ser “una construcción simbólica”; estoy convencido, como hablante de la lengua mixteca de Pinotepa Nacional, Oaxaca, que la identidad está hoy mucho más viva y “se salvaguarda con el alma misma, con todas las fuerzas”. Y es que, cuando se habla sobre la “nación mexicana”, se hace desde una construcción simbólica que suele invisibilizar el conjunto de pueblos y culturas que la integran, y resulta fundamental que, con la enseñanza de las lenguas indígenas (y con ello, de sus historias y epistemologías), la población nacional en su conjunto cobre conciencia de lo que significa realmente esta riqueza, más allá de sus trivializadas alusiones desde una política pública que sigue encubriendo sus intenciones de aculturación (Jurado, 2022). 

Pondré un ejemplo de cómo el conocimiento de una lengua originaria (en este caso del mixteco de la ciudad de Pinotepa Nacional, Oaxaca) puede ayudar a que un niño o un estudiante descubra nuevos horizontes de sentido. Los pronombres definen la situación del hablante y su receptor de un modo muy específico y significativo: hay un “nosotros inclusivo” y un “nosotros exclusivo”, es decir, una forma del “nosotros” que incluye al oyente, y otra que le excluye, dejando implícito un “nosotros, pero no ustedes”. Podría hacerse una propuesta de aprendizajes y pedagogías de multiculturalidad con el fomento de voces como ndiu’u (“nosotros exclusivo”), mao (“nosotros inclusivo”); maa ndi (“nosotros exclusivo”) y yoo (“nosotros inclusivo”); pero tambien con ndio’o (“ustedes”), maa ndo (otro tipo de “ustedes”), rakan tra (un “ellos” que indica señalamiento), rukan (pronombre de desprecio para persona, animal o cosa, que también indica señalamiento), vekan (pronombre de ternura para persona, animal o cosa que indica señalamiento). 

Reflexionadas las epistemes indígenas con ejercicios de bilingüismo, se podrían redibujar los sentidos comunes de la inclusión, la cooperación, la empatía y la conciencia de un todo incluyente, no excluyente; de una existencia solidaria, no egoísta e individualista. Esta es una de las principales razones de por qué fomentar el aprendizaje de las lenguas indígenas. Desde el se’en savi, “el idioma de los hijos de la lluvia”, de la variante de Pinotepa Nacional, la nación debe percibirse como un mao, ese “nosotros-todos” que incluye al oyente, o un yoo (un “yo-nosotros”), y no como “un nosotros” que separa (maa ndo), es decir, un “ustedes” (pero los otros no) o, incluso, un maa ndi: “un nosotros” que excluye al oyente. De ahí la importancia de conservar estas formas de articulación del pensamiento, de percepción y construcción de la realidad; los vocablos que he citado nos explican cosas de un modo muy particular y sencillo, pero que marca dicha construcción. 

No solo ante la alarmante pérdida de las lenguas indígenas, sino ante el grave deterioro del tejido social en la actualidad, resulta imperativa la promoción de dichas lenguas en el territorio nacional —junto con su bagaje cultural y simbólico, por supuesto—. Urge que la enseñanza de nuestras lenguas maternas, de sus culturas y sus cosmovisiones sea parte de los programas de educación pública para todas las regiones de nuestro país; que las iniciativas locales y temporales se reúnan en un proyecto nacional y la enseñanza de las lenguas indígenas se institucionalice en todos los niveles educativos. También se debe convencer a la sociedad en su conjunto de que entiendan la necesidad de modificar los sentidos comunes a partir de esta estrategia pedagógica porque, además, el bilingüismo y la diacronía constituyen ejes para el desarrollo de un pensamiento más complejo, dotado así de la vitalidad de diferentes marcos epistemológicos.

Las lenguas nativas contienen valores que pueden ayudar a la solución de muchos de los problemas que aquejan actualmente a nuestra sociedad porque contienen “enseñanzas de vida” con profundidad simbólica y estética. Esa es otra de las principales razones por las que debemos luchar por oficializarlas y mostrar la riqueza que despliegan. Pero un motivo más para ello es disminuir la discriminación hacia los pueblos originarios, haciendo a la sociedad partícipe del conocimiento y el respeto a la diversidad cultural y lingüística. El objetivo es que el saber que entrañan estas lenguas sea contemplado como una estrategia de educación pública y no solo como un programa cultural; que permanezca como un modo de vida y una forma del buen vivir, nunca más como parte de “programas efímeros” sin resultados fructíferos. 

Afirmo esto porque, entre las comunidades de mi región, los pobladores piden el uso y desarrollo de sus lenguas maternas en las escuelas; que forme parte del plan educativo para que su escritura se desarrolle, sobre todo, como respuesta estratégica ante el ritmo tan acelerado en que se desarrolla la pérdida de las lenguas originarias del país. La lengua indígena tine que volverse visible y audible, lo que incidirá sobre todo en uno de los mayores problemas que más ha aquejado a sus hablantes: la comprensibilidad de la lengua y sus variantes, es decir, que sea legible pero también audible. Es nuestro deseo que, con el tiempo, la gente pueda encontrar anuncios que señalen “aprende esta lengua y tendrás trabajo”; que las lenguas maternas de México participen en la educación local, regional y nacional, lo cual daría pie al desarrollo comunicacional de los grupos étnicos. 

Los idiomas indígenas pueden volverse “idiomas de la educación” y no nada más una vía para portar nuestra identidad; deben tornarse “rentables” (si se me permite esta expresión), asequibles, útiles, viables, socializables, en ámbitos académicos y laborales; que se les considere igualmente una “ventaja económica” para los hablantes y constituyan un impulso para el desarrollo de la comunidad local. Esto también forma parte de las acciones en contra de toda forma de discriminación lingüística, de la mano con las medidas que tomen en el rubro las instituciones educativas. Solo de esta forma, las lenguas indígenas serán consideradas “lenguas de la educación y de la riqueza”, cosa que les dotaría de vitalidad, impulsando el fortalecimiento lingüístico de las comunidades de hablantes. 

De igual modo, sería muy interesante y novedoso que las escuelas trabajasen en la educación de los niños y jóvenes por medio de estas las lenguas, con talleres para profesores gestionados por la SEP, y que integren maestros hablantes de las diversas variantes etnolingüísticas o dialectales. Creo que esta es la forma más eficaz para que los idiomas originarios sean útiles y redituables ante la sociedad mexicana; pueden aprobarse diversas leyes para la protección del patrimonio cultural indígena, pero si no se cuenta con los espacios y canales de navegación para sus lenguas, las leyes se vuelven inservibles, como se puede colegir que sucede hasta hoy. 

Otro aspecto importante de la presente propuesta —que es muy general, pero que podría detonar acciones muy concretas de ser considerada— es que los pueblos y comunidades indígenas se involucren de manera integral en los procesos educativos de las escuelas públicas. Así, las lenguas indígenas no solo serían eficaces sino, al mismo tiempo, respetadas. Por ello, construir la interculturalidad en el país resulta primordial: nos llevaría a edificar una nación multicultural, incluyente y plurilingüe, donde se protejan los derechos lingüísticos y culturales, y donde se pueda edificar una nueva sociedad que vea en sus raíces culturales la base para su desarrollo. Se trata de “transformar” un árbol que menosprecia sus raíces.

De esta forma, valores culturales ancestrales configurados en las lenguas indígenas, pero que se convierten en una praxis filosófica, como la de la “solidaridad”, se convertirían en modelos y referencias para la actualidad. Citando un caso, la “costumbre” del apoyo mutuo, que en mixteco se dice Tu’un tindee ta’o (“Nuestra palabra de ayuda”), se enuncia como regla del “buen vivir”, filosofía gracias a la cual los pueblos mixtecos han podido enfrentar vicisitudes adversas, organizando el mundo por medio de la palabra. Por ejemplo, durante el fallecimiento de una persona, o en la celebración de una fiesta religiosa indígena, se selecciona especialmente a algunas adultas mayores, que resguardan el apoyo económico que proporciona la gente de la comunidad. A estas personas se le llama justamente ñi ndaa chi xu’un (“las que resguardan el dinero”). Estas ponen los recursos dentro de un tenate llamado ndo’o, tapado con un pañuelo color rojo, y así representan los valores mixtecos: la honestidad, el buen actuar de la comunidad, la seriedad, el compromiso, el respeto a la gente y a las costumbres de antaño: “son nuestras madres sabidurías”.

Con estas maneras de “organizar” el mundo desde la palabra, el pueblo va al rescate del “hermano” cuando está en apuros. Y podemos considerar que este modo de actuar constituye una constante en la mayor parte de los pueblos y comunidades indígenas de México, y que se configura en una auténtica ecología de saberes (Santos, 2010), pese a haber permanecido ya quinientos años en la zona abismal, como un pensamiento desplazado por otro, hegemónico (Santos, 2010). Pero este saber responde a tal marginación permitiendo a sus actores solidarizarse practicando “la costumbre” (del apoyo mutuo), por medio de dispositivos sociales como las fiestas religiosas, las bodas, los bautizos, los fallecimientos etc., en los que se firma el compromiso, no con la persona, sino con la comunidad misma, razón por la que varios rituales son comprendidos como “nuestra regla, nuestra norma y nuestra ley de ayuda”, que ha sido la llave para la sobrevivencia de estos grupos marginados por la Modernidad Occidental.

Consideraciones finales

Quiero exponer el objetivo de escribir mi opinión como investigador y miembro de la comunidad mixteca. Es una opinión basada en lo que he recogido en mi trabajo de campo entre las voces mixtecas de Pinotepa Nacional, Oaxaca, y localidades circunvecinas, cuyas preocupaciones como miembros de asentamientos rurales y semirrurales, grupos sociales marginados y grupos étnicos “en resistencia” frente a los históricos procesos de aculturación he tratado de compartir en este trabajo. En términos generales, sus inquietudes son compartidas con muchas otras comunidades indígenas del país, más allá de las diferencias lingüísticas y culturales existentes entre ellas. Se dan cuenta de que el Estado mexicano ha ignorado los beneficios que traería considerarlas; que el fomento del bilingüismo como política cultural general constituiría una estrategia de transformación de las subjetividades, pues el aprendizaje de un idioma conlleva a menudo el aprendizaje de los valores y principios desde los que se configura el pensamiento que tiene a la lengua como su vehículo.

Los valores y categorías que contienen, subyacen y expresan particularmente las lenguas indígenas de México, con sus formas reverenciales y espirituales, son una de las claves de este aprendizaje planteado con su enseñanza en contextos de bilingüismo. Por ejemplo, hablando particularmente de mi propia lengua, el mixteco de Pinotepa Nacional, cuando se va a entablar un diálogo con los ancianos varones, se utiliza la expresión ku ka’nu xaa ini o ku ka’nu jaan ini (“engradezca mucho su temple” o “engrandezca mucho su corazón”), que va siempre al inicio de un asunto serio y formal. Esto evidencia el profundo respeto que persiste en nuestras comunidades hacia la gente mayor. 

Otro ejemplo significativo es la forma que tenemos para referirnos hacia las mujeres, que hace de su reconocimiento una prioridad. Así, en el habla cotidiana, cuando hay un grupo de personas multigénero, aunque en este las mujeres sean pocas o, de plano, apenas una, se dice maañi (“ellas”) para referirse al grupo —que puede tener una abrumadora mayoría de hombres—; Vachi ñii (“vienen ellas”), cuando viene caminando un matrimonio compuesto por un varón y una mujer; Ndaa ñii (“estan sentadas ellas”), aunque haya una sola mujer y cien hombres sentados en el mismo lugar. De esta forma, siempre se prioriza a la mujer, algo que resulta necesario en la sociedad moderna ante tanta violencia misógina.

Por otra parte, se puede hacer del bilingüismo una estrategia para el desarrollo de formas dialogales de construcción de conocimientos, como diría Silvia Rivera Cusicanqui, quien afirma que la construcción de una alternativa a la modernidad capitalista se encuentra precisamente en las epistemologías indígenas: 

La metáfora de la hibridez plantea que podemos “entrar y salir de la modernidad” como si se tratara de una cancha o de un teatro, no de una construcción —objetiva y subjetiva a la vez— de hábitos y gestos, de modos de interacción y de ideas sobre el mundo. La apuesta india por la modernidad se centra en una noción de ciudadanía que no busca la homogeneidad sino la diferencia. (Rivera-Cusicanqui, 2010, p. 71)

Podemos construir una modernidad, no necesariamente con las filosofías y el pensamiento de los pueblos indígenas como base fundamental, pero garantizando desde la política pública su preservación y continuidad. Es necesario que la sociedad nacional (dominante) se emancipe de la modernidad occidental (entendida esta en términos dusselianos), que ha dividido al mundo en un Sur Global subdesarrollado y dependiente de un Norte Global avanzado y saqueador de su contraparte. Y esta emancipación solo se puede llevar a cabo en contextos y realidades socioculturales como la de nuestro país, compartiendo con las epistemologías indígenas (desde el aprendizaje de sus lenguas y variantes dialectales), la construcción del saber científico que se desarrolla en el sistema educativo federal, en una relación de horizontalidad y mutuo enriquecimiento y comprensión.

Ello necesariamente conducirá a la sociedad nacional en su conjunto hacia nuevos modelos de desarrollo, alternativos al modelo civilizatorio hegemónico que ha conducido a todo el orbe hacia las crisis ambiental, económica, social y política actual, misma que hoy pone en entredicho la supervivencia misma de todas las especies. Por eso, además de lograr la preservación de estas lenguas y saberes, seriamente amenazados por aquellas crisis, resulta importante la construcción colectiva, intercultural y multicultural de un nuevo proyecto civilizatorio, “de un mundo donde quepan muchos mundos”.

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