Licenciada en Comunicación y Periodismo por la UNAM; Maestra en Periodismo Político por la Escuela de Periodismo Carlos Septién García; Fotógrafa por la Escuela Activa de Fotografía; Doctora en Nueva Antropología por el Centro de Investigación y Estudios Transmodernos. Especialista en Comunicación Política y temas de feminismo. Activista del movimiento social y urbano popular de la Ciudad de México.
Recuerdo vívidamente la histórica marcha del 8 de marzo del 2020, fue grandiosa, imponente, auténtica, masiva… liberadora. Tras un año difícil en el que la pandemia COVID-19 obligó el repliegue de la humanidad a las casas, hospitales y centros de trabajo que no pudieron operar a distancia, más de 80 mil mujeres hicimos nuestro el espacio público para denunciar no sólo que la violencia machista había incrementado y recrudecido durante esos meses de encierro, sino que las desapariciones y los feminicidios sumaban nombres a una larga lista de víctimas que impunemente crece todos los días.
La multitudinaria marcha de ese día fue una respuesta legítima y natural al retrato de una realidad en la que la violencia física y psicológica en el hogar; la violencia económica; la violencia patrimonial; la violencia sexual; y la violencia feminicida aumentaron de forma alarmante bajo la justificación de un encierro que a todo el mundo nos tenía rayando los límites de la sensatez y la locura. Ese día, como ningún otro, miles de mujeres convertimos las avenidas y plazas públicas que conducen al Zócalo capitalino en ríos de color púrpura que, enmarcados por hermosos árboles de jacaranda en flor, inscribieron en las páginas de la historia de los movimientos sociales aquella jornada.
Desde entonces y hasta ahora, gracias a ese nuevo brío impulsado en buena medida por jóvenes activistas, la conmemoración del 8 de marzo como efeméride de la lucha de las mujeres contra la violencia machista ha tomado una dimensión inesperada: ahora es más pública, más inevitable y, en alguna medida, más disruptiva, pues despliega iconoclasia, batucadas y pancartas que inmortalizan legítimos reclamos, consignas a todo pulmón y un paro nacional de mujeres que, sin lugar a dudas, han hecho sentir la fuerza vital, productiva y política de la mujeres.
Sin embargo, hoy, de aquel tsunami morado que entonces inundó el ambiente de hermandad y que trajo a nuestro escenario mexicano toda la potencia del factor “sororidad”, poco queda. Igual que el agua de guayaba que servirían en cualquier fonda cuando llegas después de las tres de la tarde, la causa del 8 de marzo que era pura esencia feminista, ha quedado diluida por el velo del progresismo y la deficiente institucionalización que se ha hecho de algunas consignas (instrumentalización), la patriarcalización de la categoría género y la falta de piso político feminista al movimiento de mujeres. Y es esto último lo que me causa un poco de rabia y repelús porque, desde mi perspectiva, la coyuntura política nos plantea un nuevo reto histórico que no estamos sabiendo conquistar: reivindicar la causa feminista, antipatriarcal y libertaria de nuestro movimiento. Conocerla, nutrirla y defenderla de todo aquello y todos aquellos que, con máscaras y sin ellas, valiéndose también de nuestra inconsciente interiorización del patriarcado, amenazan con vulgarizarla, estigmatizarla, expropiarla, pervertirla y prostituirla.
Si bien es cierto que para hacer frente a una causa política tan importante como la lucha de las mujeres por su emancipación es fundamental el aspecto de la acción pública y colectiva, es verdad también que la sola masificación de la acción movilizadora es insuficiente e incluso irrelevante si nuestros puños no tejen también una revolución ideológica, una revolución íntegra y abiertamente feminista, antipatriarcal, anticapitalista, antineoliberal y antiimperialista. Digo esto sin recato porque es necesario.
Mujer madre, mujer hija, mujer abuela, mujer hermana; mujer trabajadora, mujer profesionista, mujer estudiante, mujer obrera; mujer marginada, mujer discriminada, mujer explotada, mujer pobre; mujer indígena, mujer racializada, mujer negra, mujer mexicana; mujer camarada, mujer compañera: tomemos las calles y gritemos juntas que no queremos un México sin nosotras; coloreemos la ciudad y el país y el mundo con el color de nuestra causa, no de nuestra sangre; cantemos nuestros himnos con la voz de la sororidad, no con el llanto de las familias que buscan o velan a sus hijas; arropemos a las mujeres que rompen y queman todo: puertas, ventanas y vallas, igual que su dolor y su digna rabia; acuerpemos a las que con piel y arrojo confrontan al Estado, y acuerpemos nuestra historia.
¿De qué hablo? De re-conocernos mujeres, de habitar esta categoría que nos determina toda la existencia con conciencia de clase, con conciencia histórica y con conciencia de mujer. Hablo de ser feministas: nombrarnos feministas, formarnos feministas, deconstruirnos desde el feminismo y re construirnos como mujeres libertarias. Hablo de habitar también esa categoría, hasta que la dignidad se haga costumbre. En este mundo que se resiste a tomarnos en cuenta, hablar de política y hacer política nos demanda hacer del nuestro un movimiento social que, surgido desde las más cruentas opresiones, construya la esperanza de que otro mundo es posible, un mundo en el que haya para nosotras la oportunidad de amar, de crear, de creer y de vivir tejiendo, libres y dignas, nuestro porvenir.
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