Socióloga. Investigadora y docente universitaria sobre sociología económica y economía feminista.
La experiencia de abuso neoliberal experimentado por las chilenas y chilenos ha permitido la emergencia de un sujeto político popular que […] coincide en cuestionar la precarización de la vida, el abuso de poder, la exclusión social y la incertidumbre ambiental por el futuro.
El 18 de octubre del año 2019 se derrumbó en Chile la certidumbre que parecía sostener el modelo neoliberal chileno desde hace 40 años. Este proceso fue la expresión acumulada y heterogénea de un conjunto de disputas y demandas sociales que venían forjando diferentes actores (Araujo, 2020). La nula capacidad del ejecutivo de gestionar la revuelta trajo consigo un acuerdo transversal, entre partidos políticos, para iniciar un proceso constituyente por la vía institucional. Por otro lado, la movilización permanente en las calles y la claridad del mensaje impugnador contra las élites políticas y económicas cambiaron el mapa político de Chile.
Un año después de la revuelta, con cerca de 80% de votos, se aprobó la Convención Constitucional (compuesta en un 100% por ciudadanos/as, paritaria y con escaños indígenas reservados) y, en la elección de los/as convencionales, las fuerzas populares alcanzaron una mayoría aplastante, la derecha quedó relegada a menos de un tercio y, con ello, perdió poder de veto. Se estima que, al menos, la mitad de los/as convencionales promueven cambios en favor de las grandes mayorías y/o transformaciones estructurales que van desde la nacionalización del agua hasta un sistema solidario de pensiones.
A un mes del inicio del trabajo de la Convención, hay tres hechos que caracterizan el ciclo que vive Chile: (i) la hegemonía del neoliberalismo chileno está en declive, (ii) la institucionalidad que otrora servía a los intereses de las elites fue irrumpida por el ascenso de sectores populares y (iii) por primera vez en la vida republicana de este país se conformó un órgano político que representa de manera democrática la composición heterogénea y plural del tejido social chileno. En este documento, quiero abordar estos tres hechos traduciéndolos en desafíos políticos para la fuerza popular constituyente en los meses que vienen.
(i) En Chile los enclaves neoliberales instalados en la Constitución de Pinochet han organizado la vida social y colectiva de forma mercantilizada. Mientras que la acumulación de la riqueza de las élites económicas consolidó la desigualdad económica, el estilo de vida neoliberal enraizó identidades basadas en el individualismo y el consumo, procurando la hegemonía del modelo de manera fáctica, simbólica y cultural (Undurraga, 2014; Madariaga, 2021).
De cara al nuevo ciclo, parece relevante comprender que estas dimensiones tienen diferentes temporalidades y procesos de transformación. Por un lado, será fundamental consolidar un nuevo arreglo económico que asegure bienestar material a las mayorías, basado en la redistribución de la riqueza y acompañado de un nuevo modelo de desarrollo que transforme las relaciones entre el mercado, el Estado, la sociedad y la naturaleza. Una democracia económica que tenga como ejes el bienestar colectivo, la justicia ambiental, la justicia intergeneracional, la recuperación de bienes naturales comunes y la derrota del patriarcado. Esto implica pasar de un Estado subsidiario a un Estado Social de Derechos y, luego, al diseño de cuerpos legales y políticas públicas que den soporte material para una transición social y ecológica. Paralelamente, serán relevantes aquellas acciones que reviertan la hegemonía cultural. En este sentido, será fundamental una política de masas, entendida como la construcción colectiva capaz de unirse bajo un sentido común en base a valores solidarios, confianzas, politización crítica, involucramiento y compromiso con un proyecto transformador de sociedad.
(ii) En Chile la desigualdad social es desigualdad política (Luna, 2021). Históricamente los cargos de elección popular recaían en quienes tenían más recursos en sus campañas. Esto implicó que solo unos pocos (mayoritariamente hombres, blancos, con dinero y sanos) concentren poder y mando. Los órganos políticos, que además se apalancaban con amarres burocráticos y tecnócratas, tenían pocas porosidades y limitaban los procesos democratizadores. La reforma al sistema electoral del 2017 avanzó en esta tarea cambiando el binominal heredado de la Dictadura por el D’Hont promulgado por Bachelet. De esta manera, se instaló un mecanismo proporcional que permitió, por ejemplo, la conformación de una bancada del Frente Amplio en las últimas elecciones. Sin embargo, la correlación entre aportes económicos y votos seguía dejando afuera a liderazgos que se erguían en las calles. Lideresas feministas, miembros de la comunidad LGTBIQA+, dirigentes/as populares, sindicales, medioambientales y autoridades indígenas no tenían cabida en cargos electos porque no tenían grandes recursos económicos para sus campañas.
Hoy hemos visto cómo las fuerzas populares y sociales se abrieron camino, desde la lucha social, en la misma institucionalidad que ayer les cerraba las puertas. Este camino estuvo lejos de ser fácil y pacífico. Por el contrario, la apertura del proceso fue posible gracias a la presión de las calles que sólo se detuvo con la pandemia, que resistió a la represión estatal y que tuvo la insospechada capacidad de convocar a las urnas a los sectores populares. Esto desplazó el mapa político a la izquierda erosionando a los partidos tradicionales. Los quiebres más relevantes fueron en la Concertación, coalición que incluye a partidos de centro izquierda que gobernaron alternadamente desde el retorno a la democracia y que han sido acusados de ser cómplices del proceso de consolidación del neoliberalismo en Chile.
La fuerza popular “impredecible”, como fue llamada por los partidos tradicionales, impidió cualquier predicción, toda vez que situó el conflicto desacoplándolo de las herramientas tradicionales de intervención en esos contextos. No quiso aliarse con algún partido político, se escapó de las narrativas intelectuales de izquierda y se posicionó desde los territorios junto con las redes de solidaridad popular para enfrentar la pandemia. Su trabajo en este tiempo estuvo orientado a la construcción de formas de acción política efectivas, que se tradujeron en fuerzas insubordinadas para la discusión de la Constituyente en términos de potencia plebeya para la transformación radical.
Para que esta apertura del mapa conserve su carácter radical y permanente urge una democracia que encauce los conflictos sociales, redistribuya el poder, fomente la organización comunitaria y la participación deliberativa. Esto permitirá promover y garantizar la incidencia y autonomía popular en el ámbito público y privado de la vida humana. Visto así, la democratización política debe comprenderse como parte de la transformación social que sitúa en su horizonte el fin de las relaciones de dominación y explotación. Es decir, que las fuerzas constituyentes no se transformen, sin más, en poder constituido, clausurando el conflicto y la apertura permanente de las instituciones a la crítica y al cambio.
Esta democracia radical en el proceso constituyente tiene como fin la consecución de una carta fundamental que modifique el orden social imperante, garantice y proteja derechos sociales fundamentales y evite un minimalismo conservador. Y, en su forma, requiere de la construcción de una red deliberativa y derecho a la resistencia que asegure al pueblo chileno la posibilidad de oponerse con respuestas locales a la dominación (Vergara, 2020). Institucionalmente, esto debe resguardarse en el Reglamento de la Convención Constitucional bajo mecanismos para consultas vinculantes, audiencias públicas, iniciativas de propuestas ciudadanas, entre otras. Pero también, deberá desbordar lo institucional y, por tanto, requerirá experimentarse como una disputa democrática en el quehacer cotidiano.
(iii) En Chile la certidumbre del modelo se ha sostenido en la dominación material y la auto-regulación neoliberal. Las estrategias para ello se despliegan, entre otras cosas, con endeudamiento constante (desde la educación a la alimentación), políticas sociales focalizadas (mínimas ayudas económica que generan fuerte dependencia), bolsones de precarización (mano de obra barata, femenina, migrante o joven) y homogenización del tejido social (en términos de clase, raza, sexo y edad). Parte importante de la resistencia ha emergido de las disputas por el reconocimiento que han movilizado las comunidades LGTBIQA+, el movimiento feminista, los pueblos indígenas, estudiantes, entre otros. Estas fuerzas subalternas han tenido capacidad de creación y visibilización de la diversidad que las componen y, al mismo tiempo, han denunciado las experiencias que las precarizan desde su preocupación redistributiva.
Haciendo eco de estas fuerzas, en la ruta de la superación del neoliberalismo, son necesarias nuevas formas de organización de la vida y orientaciones a la acción. Esto implica transitar de la centralidad en el capital (la acumulación) a la centralidad en la sostenibilidad de la vida. Asumir la interdependencia entre las personas y la naturaleza, procurando una corresponsabilidad que despoje las gubernamentalidades patriarcales tan afines con el neoliberalismo. Para estos efectos, el feminismo ofrece un horizonte emancipador que tiene la capacidad de reconocer y valorar las diferencias sin perder de vista lo redistributivo. De esta manera, se viabiliza una forma de organización política capaz de proponer un futuro y administrar la incertidumbre.
Estos tres desafíos políticos tomarán cuerpo si las fuerzas populares constituyentes mantienen su vocación transformadora y aprovechan la oportunidad histórica para un proceso de democratización radical. La experiencia de abuso neoliberal experimentado por las chilenas y chilenos ha permitido la emergencia de un sujeto político popular que, en su heterogeneidad, coincide en cuestionar la precarización de la vida, el abuso de poder, la exclusión social, y la incertidumbre ambiental por el futuro. Dicha irrupción ha estrechado el poder y los privilegios de los sectores tradicionales, pero deberá mantener siempre apertura política con las demandas de todos y todas para sostener la radicalidad democrática que ya es sello de su acción política en el presente.
¡Chile despertó! y construye su camino desafiando los torniquetes del metro y hasta más allá del neoliberalismo.
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