Luciana Cadahia es profesora asociada del Instituto de Estética de la Universidad Católica de Chile. Ha sido profesora en la Universidad Autónoma de Madrid, en FLACSO-Ecuador y en la Pontificia Universidad Javeriana de Colombia. También ha sido investigadora y profesora invitada en universidades de Estados Unidos, América Latina y Europa. Actualmente trabaja el vínculo entre el pensamiento estético y político de la modernidad y contemporaneidad relacionado con la sensibilidad, lo popular, el populismo y el republicanismo. Entre sus publicaciones más importantes cabe resaltar Seven Essays on Populism (junto a Paula Biglieri, Polity, 2021), Mediaciones de lo sensible (FCE, 2017), El círculo mágico del Estado (Lengua de trapo, 2019) y Fuera de sí mismas, editado junto a Ana Carrasco Conde (Herder, 2020).
“Creo, sinceramente, que solo el campo popular colombiano puede salvar a Colombia de sus estructuras gamonales de poder.”
Cuando llegué a vivir a Colombia, hace casi 10 años, comencé a colaborar en diferentes revistas para escribir textos de reflexión política. A raíz de eso, tuve la oportunidad de estudiar algunos aspectos que funcionaban como sentido común del establecimiento político, cultural y mediático colombiano. Entre ellos me llamaba la atención la insistencia en asumir la idea de una robustez de la democracia y las instituciones, bajo el supuesto de una fuerza dialógica que podría solucionar las cosas a punta de un eficaz procedimiento tecnocrático. En eso, se insistía también, Colombia se diferenciaba de la mayoría de los países latinoamericanos, destinados a repetir las dizque experiencias populistas de líderes carismáticos. Pero lo que más me llamaba la atención era la disociación existente entre ese país construido por la narrativa del establecimiento y el país real donde vivían la mayoría de los colombianos.
Desplazados de sus tierras, despojados del derecho a la salud y a la educación y condenados a perpetuar una guerra para beneficio de sus élites, el pueblo se encontraba atrapado entre dos narrativas excluyentes. Por un lado, el liberalismo de élite, interesado en culpabilizar al pueblo de la guerra y la violencia perpetua. Como si la supuesta falta de educación y sentido cívico fueran los causantes de los males del país. Por otro lado, la narrativa del uribismo, más astuta que la otra, puesto que le interesaba conquistar el corazón popular a través de unos registros socio-simbólicos que les permitiera crear una sensibilidad fascista y obediente a la lógica de un narco-estado excluyente.
Me parece que las recientes protestas sociales y culturales que tuvieron en vilo al país durante casi dos meses pusieron en evidencia la histórica disociación que organizaba el relato nacional en Colombia. Se hizo evidente, por un lado, la complicidad, en últimas, entre el relato liberal de élite y el relato uribista, empujando a ambos a un mismo lugar: crear la figura del “vándalo” como la amenaza interior que debería ser suprimida y justificar así la brutal represión a las protestas. Pero resulta que ese supuesto vándalo mostró ser en realidad las fuerzas más vivas del país: la juventud, el movimiento indígena, negro, campesino y feminista. Y no solo eso, sino que evidenció que allí, a través de esas protestas, comenzaron a articularse una serie de demandas populares que se encontraban dispersas hasta ahora. Estas protestas han tenido la capacidad de volverse afirmativas, puesto que están articulando al pueblo a través de formas simbólicas para imaginar un futuro alternativo. No suele prestarse mucha atención a este punto. Pero cuando un pueblo, como está sucediendo en Colombia, empieza a construir símbolos -como el de Puerto Resistencia-, que oscilan entre lo artístico y lo religioso, cuando empieza un proceso de apropiación de sus muertos y devienen “ídolos populares”, algo muy profundo, muy viejo y muy poderoso empieza a gestarse. Y creo, a veces, que la derecha es más consciente de esto que los liberales, por eso la necesidad que tienen de destruir el monumento de Puerto Resistencia, de borrar los grafitis, de reprimir los eventos culturales, las bibliotecas ambulantes o perseguir a los artistas.
Lo otro a tener en cuenta es que se cristalizó una tensión muy clara entre un gobierno que trata de impulsar un proyecto posdemocrático neoliberal y una sociedad que rechaza este nuevo horizonte para Colombia. Hay una disputa, entonces, por el futuro de Colombia. Una disputa entre, por un lado, una juventud que encarnó las demandas democráticas de una sociedad más igualitaria y, por otro, una fuerza política interesada en perpetuar la espiral de violencia y despojo oligárquico. Pero esto que sucede en Colombia no es una excepción. Es una disputa más profunda que está atravesando nuestro continente. Pensemos en Chile, en Perú y demás países de la región. Por algo Uribe estaba tan desesperado por lograr el triunfo de Keiko Fujimori. Colombia está ante una encrucijada, o bien se suma a la ola de progresismo regional o encarna y lidera el proyecto reactivo del futuro autoritarismo neoliberal. El uribismo anhela ser el protagonista de este último proyecto. Los liberales de élite como Humberto de la Calle o Sergio Fajardo, en cambio, están completamente desorientados. Repiten fórmulas de la contienda electoral del 2018, simulan comprender a un pueblo que desprecian en lo más profundo de sus entrañas y quieren ensayar una fórmula imposible: perpetuar el despojo y la desigualdad estructural pero por una vía superadora de la guerra.
Creo, sinceramente, que solo el campo popular colombiano puede salvar a Colombia de sus estructuras gamonales de poder. Me parece que hay un trabajo de responsabilidad histórica en líderes como Gustavo Petro, Francia Márquez, Aida Bello, Iván Cepeda, María José Pizzarro, Isabel Cristina Sulueta, Susana Boreal, entre otros. Es decir, fuerzas del liberalismo, de cierta disidencia del partido verde y de la izquierda que están siendo muy sensibles a las demandas populares y a lo que se juega en Colombia, en la región y, por qué no, en el mundo.
Si pudiera decirlo de manera simplificada: el paro y las protestas sociales abrieron un nuevo escenario para Colombia que beneficia, a corto plazo, a las fuerzas progresistas de cara a las elecciones legislativas y presidenciales del próximo año. Pero a largo plazo se han mostrado como un ejemplo de dignidad de un pueblo históricamente humillado y violentado por una de las élites más asesinas de la región.
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