Antropólogo y gregario del movimiento social afrocolombiano. Miembro de Red Crítica: Populismo, republicanismo y crisis global.
“Con el levantamiento popular, la humanidad superflua para el sistema encuentra en la movilización la vitalidad de su cuerpo. Hace sentir el valor de su humanidad.”
Siempre procuro huir de todo sentimiento nacionalista impuesto, pero aunque tomo distancia, en los últimos meses –por no decir que desde que tengo uso de razón– las olas de la nación negra y la nación colombiana no han parado de apilar cadáveres a mi costado. El sustrato de todos mis sentimientos nacionales, de la piel y el pasaporte, es un osario que cruje cada día al levantarme de la cama. El sonido es inevitable. No hay forma de poner el pie en el suelo sin que algo cruja, como esos viejos suelos de madera que tienen la memoria de los pasos. Pero mi suelo no es de madera sino de huesos; huesos que alguna vez dieron forma a cuerpos como el mío o cuerpos no Blancos (masculinos y propietarios).
Entonces si reflexiono sobre mi humanidad, me resulta imposible no pensar en los mecanismos que permitieron deshumanizar a aquellos cuerpos para convertirlos en despojos. Por eso no estoy hablando de la muerte en su sentido amplio, que es la vida misma, sino del asesinato –y la tortura, la violación, el linchamiento, la explotación, el descuartizamiento– que no es otra cosa que la negación de la vida. Quiero decir, mejor, que esos cuerpos antes de morir ya habían sido asumidos por otros como desprovistos de vida. O al menos, desprovistos de vida humana.
El levantamiento popular de las últimas semanas en Colombia nos permite pensar en todos esos mecanismos que se activan para deshumanizar los cuerpos. Unos discursos, dispositivos y prácticas que están ancladas al colonialismo, al racismo y a la invención de un Otro, un no semejante, un no Blanco desprovisto de todo derecho, al que se le puede –y debe– dar muerte así el palabrerío yermo de la Constitución Política rece: El derecho a la vida es inviolable. No habrá pena de muerte. Nadie será sometido a desaparición forzada, a torturas ni a tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes.
Una suerte para los Nadie.
Pero el levantamiento popular es una respuesta a esos aparatos de dar muerte. Lo que hemos visto en los últimos meses en Colombia, por encima de toda barbarie policial, ha sido el deseo de vida. La restitución de la humanidad de miles y miles de personas a las que se les había negado sistemáticamente su posibilidad de ser. La vida puesta en el centro desde la periferia, la barriada y el territorio machacado por el terror. La vida, pues, en Primera Línea. Y no sé si haya una tradición de pensamiento y una historia de prácticas libertarias más apropiadas para pensar todo esto que el pensamiento radical negro y sus prácticas de liberación, pues son estas, en últimas, profundamente universales.
La doctora está estresada. La cosa no tiene buena pinta en Cali, tantos bloqueos, tantas marchas… nos tienen secuestrados en nuestra propia ciudad, piensa. Coge su teléfono y empieza a revisar las redes sociales mientras bebe una infusión de valeriana. Las imágenes que comparten sus amigos no pueden ser más terroríficas: una caravana de indios está entrando a la ciudad. A su ciudad. Presa del miedo y la ansiedad, cae en una terrible tensión psíquica al imaginar un país tomado por indios acaparadores de tierras, negros rabiosos dispuesto a vengarse y pobres resentidos exigiendo todo regalado. La valeriana ya no le es suficiente y tendrá que entrarle al valium para dormir esa pesadilla. Pero tiene el estómago revuelto y se le ocurre una mejor solución: soltar toda la diarrea mental en un grupito de whatsapp: “dan ganas de que vengan las autodefensas y acaben literalmente con unos 1000 indios, así poquitos nada más para que entiendan… yo supiera dónde tengo que dar la plata para que esto pase, allá voy volando, si alguien sabe me avisa”.
La doctora se queda más tranquila y el sistema digestivo va volviendo de a poco a la normalidad. El supremacismo blanco siempre tiene a la mano “La solución final”.
Tal vez a alguien le parezca que lo de la doctora es una hipérbole, que ella exagera cuando habla de matar a mil indios. Todo lo contrario, maneja bien las proporciones. En Colombia los asesinatos se cuentan por miles, las desapariciones por miles y los desterrados y desterradas por millones. Y este ejemplo de la doctora es también uno entre miles. Cuando la minga indígena y la guardia cimarrona llegaron a Cali para acompañar la movilización social, todos los discursos racistas y los traumas coloniales salieron sin filtro, no había tiempo para el postureo políticamente correcto. La doctora no tuvo que pagar a nadie pues no tardaron en aparecer los paramilitares, ese amasijo entre oligarquías decadentes, terratenientes, élites agroindustriales y narcotraficantes. Vamos, gente de bien. Váyanse a su territorio que aquí no queremos indios, gritaban los energúmenos mientras disparaban desde sus 4×4 y eran escoltados por la policía, esa fuerza privada al servicio de las mafias que tienen capturado hace décadas al estado colombiano. Todo ocurrió a plena luz del día. Ya en la noche, el noticiero se encargaría de titular el delirio colonial: Ciudadanos e indígenas se enfrentaron.
Como decía, son ejemplos entre miles. La violencia contra el pueblo negro e indígena por parte de las élites ha sido persistente en el tiempo. La imagen del ataque a la minga en el sur de Cali parecía una escenificación de las jornadas de cacerías de indios –guahibiar– que perpetraron los colonos en los Llanos Orientales hasta los años 1960, cuando, supuestamente, se prohibió. Y digo supuestamente porque hasta hoy, ninguno de los paramilitares que dispararon a la minga en Cali ha sido judicializado. Pero para no detenerme en más ejemplos, quiero resaltar algo que es estructural: desde la colonia, el dominio territorial, la explotación y la acumulación de riqueza por parte de las minorías blancas ha sido mediante el ejercicio de la violencia y el terror hacia los pueblos negros e indígenas. Una dinámica que perdura y que hoy tiene a esas poblaciones como las más golpeadas por el conflicto armado, mientras el asesinato de sus líderes y lideresas sigue en aumento y en total impunidad.
Desde que empezó la pandemia, el FMI ha instado a los gobiernos a que tomen medidas económicas urgentes para mitigar la crisis económica, política y social que dejará el Covid. Y no es que de golpe el FMI se haya vuelto una institución de caridad, sino que sus informes advierten posibles estallidos sociales post-pandemia debido a la profundización de la desigualdad y el empobrecimiento. Pero la pandemia no ha terminado y ya ha habido masivas movilizaciones en varias partes del mundo, muchas de las cuales, incluso, se habían visto interrumpidas por la misma pandemia. En Colombia, el paro cívico de Buenaventura y Quibdó del 2017 y el Paro Nacional del 2019 fueron importantes expresiones del descontento generalizado, del hartazgo de tanta miseria, tantas masacres y tanto silencio. Es decir, la pandemia engrosó las cifras de miseria –42% de la población vive en la pobreza y el 15 % en pobreza extrema–, pero la gota cayó en una copa que ya estaba rebasada por décadas de políticas neoliberales auspiciadas, justamente, por el FMI.
Mencionaba antes como determinados imaginarios y prácticas del sistema colonial y esclavista perduraban en el tiempo, pues son, de alguna manera, el sustrato mismo de la construcción del estado-nación y su democracia. No es posible pensar en la desigualdad, la brutalidad y la deshumanización de nuestro tiempo sin ver ese sedimento, ese cuncho amargo que nadie quiere beber. Pero tampoco es suficiente pensarlo únicamente bajo esos términos. El neoliberalismo, que ha colonizado no solo las relaciones económicas sino el pensamiento y la conducta, ha dado otros contornos a la sociedad y ha producido nuevos sujetos-objetos-Otros. Pensando desde Mbembe (2016) y resumiendo mucho, durante la trata trasatlántica y la colonia millones de mujeres y hombres africanos fueron convertidos en Negros, es decir, en cuerpo-objeto-mercancía-máquina productora de riqueza. Sin derechos, sin tierra y sin tiempo, y expuestos a todo tipo de vejámenes, fueron usados como mano de obra esclava generadora de excedente para la acumulación de capital. Pero ahora, bajo la égida del neoliberalismo, el mercado financiero y los sistemas perpetuos de endeude, la privatización del mundo y la posibilidad de volver cualquier cosa objeto de mercado, lo terrible, ya no solo para los descendientes de esclavizados sino para una cada vez más amplia humanidad subalternizada, lo terrible, decía, ya no es ser explotado –o sea, generador de excedente–, sino ser un excedente en sí mismo, un ser sobrante y completamente prescindible para el sistema. Esto es lo que Mbembe llama “el devenir-negro del mundo”.
Si miramos el levantamiento popular, el sujeto central de las movilizaciones ha sido esa humanidad superflua para el sistema. Las mujeres y hombres de la Primera Línea, la gran mayoría jóvenes, han crecido bajo un estado que les ha excluido de toda posibilidad de sostenimiento de la vida. Sin acceso a servicios básicos, sin derecho a educación, salud, empleo y vivienda digna, son además herederos del destierro y el terror, hijos de millones de desplazados por un conflicto armado que el actual gobierno quiere perpetuar. Han escuchado que alguna vez sus abuelas tuvieron al menos un pedazo de tierra donde aseguraban el pan, pero todo les ha sido arrebatado. Para ellos ya no hay nada y del estado no han conocido más que impunidad y un funcionario, el predilecto de las élites blancas para tramitar todo conflicto: el policía o el soldado.
De ahí que no sorprenda, aunque cause tanto dolor y rabia, el tratamiento que le ha dado el gobierno al pueblo movilizado. Cumplidos tres meses de resistencia, las cifras –esas que manejaba bien la doctora– son el retrato del poco valor que tiene la vida humana para las élites del país: 4687 casos de violencia policial, 2005 detenciones arbitrarias, 102 homicidios, 82 víctimas de agresiones oculares, 28 victias de violencia sexual.
Hay que rechazar la violencia venga de donde venga, canta un corito celestial todos los días. Arropados bajo la manta calentita del individualismo neoliberal, claman por la neutralidad y las buenas maneras. No toman partido, se mantienen en una suerte de estado suizo que aparenta imparcialidad mientras se benefician del sistema. Dicen que las cosas ciertamente están mal, pero un futuro diferente es aún más aterrador. Por eso rechazan toda alteración al orden establecido, da igual si de un lado tiran piedras, pintan paredes, alzan bastones de mando, bloquean calles, tumban estatuas e incendian buses y estaciones –devenidas en centros de tortura–; y del otro lado disparan armas de fuego, torturan, sacan ojos, lanzas gases a las casas, violan mujeres, incineran jóvenes y los tiran al río. Todo es muy feo y hay que rechazarlo.
El problema con este coro, en el que hay muchos intelectuales y periodistas blancos, es que quieren ocultar el poder transformador que se anida en la movilización. Buscan construir ellos el relato y hacer de esto, en un futuro, un no acontecimiento, como diría Troulliot (2017) sobre la revolución haitiana: silenciar el pasado. Por eso creo importante apuntar un par de elementos que ha dejado esta movilización.
Uno ha sido la impugnación generalizada a la blanquitud. Una vez le preguntaron al escritor Richard Wright qué pensaba del “problema Negro” a lo que respondió: “no hay ningún problema Negro; solo hay un problema blanco” (DiAngelo, 2021: 59). El derribo de las estatuas de Sebastián de Belalcázar, Jiménez de Quesada, Colón y demás figuras emblemáticas del colonialismo y la blanquitud durante este levantamiento, recuerda lo ocurrido en Haití en 1986 cuando cayó la dictadura de Jean-Claude Duvalier. La gente más humilde de Puerto Príncipe, que se había tomado las calles, hizo pedazos los monumentos coloniales y neocoloniales que vinculaban con la dictadura. Es decir, hay en los pueblos una conciencia colectiva que conecta los problemas actuales con el legado colonial. Hay una conciencia histórica del problema blanco.
Y lo blanco, que siempre ha pretendido construirse como universal, presente pero invisible, deseable, no marcado ni nombrado, de golpe se revela más frágil que un hombre de metal. La única forma de afirmar su humanidad es negando la humanidad del Otro. De ahí que salieran, bien vestidos de blanco, a exigir “no más bloqueos”, pero con pistola en mano. Solo ellos pueden decidir adónde van los alimentos y adonde no. Los muros tienen que permanecer blancos, la historia blanca, el dinero blanqueado y la cocaína pura. Pero se les vio las costuras y el pueblo ya no quiere ni marchar de blanco.
Por último, allí donde algunos han visto solo violencia, caos, desorden, otros estamos viendo y aprendiendo cómo es posible restituir la vida y construir lo en-común. La violencia que sale del pueblo movilizado, entendida como interrupción a la normalidad y al orden establecido que ha perpetuado la desigualdad, la miseria y el asesinato, está pariendo, como diría Fanon, la dimensión abierta de toda conciencia, de lo común, de lo colectivo. En cambio la violencia colonial-neoliberal, se ha erigido como medio y fin en sí misma, excluye toda dialéctica del reconocimiento, no hay espacio para ningún argumento moral. Es a esta violencia a la que se está respondiendo. Y toda respuesta que entrañe alguna posibilidad de cambio será acusada de violenta.
Con el levantamiento popular, la humanidad superflua para el sistema encuentra en la movilización la vitalidad de su cuerpo. Hace sentir el valor de su humanidad. Pocas imágenes tan poderosas como la de las mujeres trans bailando frente a los escuadrones de la muerte: el deseo de vida frente a los cuerpos obturados, sin deseo.
Restituir la vida y construir lo en-común va de la mano. El levantamiento ha sido una clase de articulación democrática a pesar del racismo y el machismo que persisten aún dentro de la movilización. Movimientos campesinos, organizaciones negras e indígenas, colectivos estudiantiles, colectivos feministas, organizaciones barriales y tanta gente de a pie, se han encontrado junto al fogón de una olla comunitaria, en asambleas y cabildos, en huertos urbanos y en jornadas artísticas. ¿Qué podemos ser sino la posibilidad del encuentro? Las luchas por las identidades pasaron a un segundo plano y no por la lucha de clase, que es también, a fin de cuentas, identitaria. El reclamo ha sido por el reconocimiento de algo más grande y es el de los cuerpos y las conciencias vivas y abiertas, una política por el cuidado y la curación.
DiAngelo, Robin (2021). Fragilidad blanca. Ediciones del Oriente y del Mediterraneo. Madrid, España.
Fanon, Frantz (2016) Piel negra, máscaras blancas. Akal. Madrid, España.
Mbembe, Achille (2016). Crítica de la razón negra. Ensayo sobre el racismo contemporáneo. Ned ediciones. Barcelona, España.
Troulliot, Michel-Rolph (2017). Silenciado el pasado. El poder y la producción de la Historia. Editorial Comares. Granada, España.
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