ISSN : 2992-7099

La conferencia climática COP26 celebrada en Glasgow será considerada un fracaso por diversas razones. En la parte superior de esta lista se encuentra la incapacidad para establecer objetivos creíbles y elaborar un plan razonable para financiar los esfuerzos de mitigación y adaptación necesarios para detener el devastador calentamiento global. Lo más decepcionante ha sido la declaración de los países desarrollados respecto a que no podrán cumplir ni siquiera con el objetivo mínimo de garantizar una financiación climática de 100.000 millones de dólares al año a partir de 2020. Este objetivo se ha pospuesto hasta 2023, incluso cuando todos los interesados ​​están de acuerdo en que lo que se necesita no son trillones, sino billones de dólares. 

Fuera de lugar se mostró Mark Carney, enviado especial de la ONU para la acción climática y las finanzas, quien intentó infundir cierto optimismo respecto a las conversaciones pesimistas dentro de la COP26, al declarar que la Alianza Financiera de Glasgow para Net Zero (GFANZ), reunió el apoyo de alrededor de 450 instituciones financieras privadas que conjuntan 130 billones (de dólares) en activos bajo su administración. La afirmación de Carney es que estos activos, que ascienden a aproximadamente dos quintas partes de los activos del sistema financiero mundial, ahora pueden redirigirse para generar –al menos– $100 billones (de dólares) de inversiones que ayudarían a garantizar una transición global a cero neto (emisiones de carbono) para el año 2050. Por supuesto, este no fue un acuerdo de las partes que negociaron en Glasgow, sino una promesa paralela fuera de la conferencia.

No pasó mucho tiempo para que las voces escépticas cuestionaran la afirmación de Carney. En principio, estaba la cuestión de si la cifra de 130 billones de dólares es verídica. Se deben incluir cifras contadas dos veces, puesto que en el mundo financiero, algunos administradores de inversiones realizan inversiones de fondos extraídos de otras firmas. Luego está la cuestión de cuánto de este paquete de activos se puede reasignar realmente a proyectos amigables con el clima. Y, finalmente, encontramos la cuestión de si la financiación privada se movería realmente en la dirección deseada; si los rendimientos pecuniarios son o no tan prometedores como en los proyectos que aumentan las emisiones acumuladas de carbono, en lugar de ayudar a limitarlas o reducirlas. Por lo tanto, con la oferta de carbón por debajo de la demanda y los precios del petróleo y el gas subiendo bruscamente –cuando la COP26 estaba en marcha–, resultaba claro que hay mucho que ganar respecto a la inversión en combustibles fósiles que emiten carbono, a pesar del riesgo a largo plazo de verse comprometidos con activos varados. Entonces no es sorprendente que la Rainforest Action Network descubriera que 93 de los bancos que habían firmado el compromiso de GFANZ habían proporcionado antes $575 mil millones (de dólares) de apoyo crediticio o de suscripción a la industria de los combustibles fósiles tan sólo en 2020. Además, una investigación del Financial Times encontró que bancos como BNY Mellon, Barclays y Deutsche Bank han diluido sus promesas de combatir el cambio climático y continúan financiando la industria de combustibles fósiles.

Tal tendencia hacia el “lavado verde”, o hablar verde sin predicar con el ejemplo, no se limita al ámbito del cambio climático. Esto se denota en gran parte de la inversión ASG o “ambiental, social y (corporativo) gobernanza” que está de moda hoy en día en las empresas. Los supuestos de alto poder adquisitivo, supuestamente preocupados por los derechos humanos, la desigualdad, la degradación ambiental y el cambio climático, han acogido este “movimiento”, felices de saber que pueden atender estas preocupaciones mientras construyen una cartera que protege y mejora su riqueza. Según la Global Sustainable Investment Alliance  (GSIA), la inversión socialmente responsable ha crecido hasta constituir más de $30 billones (de dólares), alrededor de un tercio de los activos administrados profesionalmente. Tan sólo en los primeros once meses de 2020, los fondos mutuos sostenibles y los fondos cotizados en bolsa (ETF) aumentaron $288 mil millones. Un crecimiento de ese tipo no podría ocurrir si el negocio en cuestión no fuera lucrativo.

A medida que proliferaron las oportunidades de inversión ESG, la narrativa que acompañó al proceso fue que un pensamiento inteligente requiere identificar objetivos que no solo alejen el capital de proyectos socialmente indeseables o con altas emisiones de carbono, sino que también superen algunos puntos de referencia como el NASDAQ. Para los inversores con un horizonte más largo, hubo también otra bonificación: dado que se estaban protegiendo contra los riesgos climáticos al evitar proyectos que estarían bajo escrutinio y regulación oficial y/o enfrentarían un boicot social, convirtiéndose en ‘activos varados’ como parte de la transición de la política climática, superarían así las carteras que incluían dichos productos. En resumen, el bien social se puede realizar al mismo tiempo que se mejoran las ganancias y se superan los índices de referencia. Las exenciones fiscales y los subsidios de los gobiernos para tales proyectos solo incrementarían esas ganancias.

Para aquellos escépticos de la afirmación que el capitalismo no era depredador ni dañino socialmente, había una razón para desconfiar de la locura del ESG. Este movimiento fue la creación de un sistema financiero que había dañado enormemente su reputación luego de una serie de crisis en los mercados emergentes y desarrollados (como el de Japón), que culminaron en las crisis financieras de 2008, mismas que asediaron al núcleo metropolitano. Sin embargo, recientemente las dudas sobre las afirmaciones que se están haciendo en apoyo del ESG también se están escuchando en Wall Street, por parte de los conocedores del mercado financiero. Esos soplos son cada vez más fuertes y alcanzan un crescendo.

Hay motivos para creer que una farsa muy elaborada está impulsando el movimiento de inversión sostenible. Se habla de los fondos ESG por el bien que estos pueden hacer. Las calificaciones no estandarizadas que brindan puntajes de cumplimiento de ESG a fondos y proyectos se utilizan para respaldar las afirmaciones de perseguir y lograr objetivos sociales-climáticos. El éxito del fondo ESG en la obtención de rendimientos superiores a los del índice de referencia, que genera ganancias a Wall Street y bonificaciones a los administradores de fondos, se presenta como un éxito en la consecución de los objetivos ESG. Y como ha argumentado Tariq Fancy, ex miembro de ESG convertido en crítico: “…estos fondos y los mensajes de marketing que los rodean están engañando al público y reduciendo la probabilidad de que los gobiernos, que tienen las herramientas sistémicas y la legitimidad democrática necesarias para abordar crisis a gran escala –como El COVID-19 y el cambio climático– puedan actuar”. Las empresas ven el beneficio de promocionarse a sí mismas como ecológicas, porque eso les ayuda a defenderse de impuestos y regulaciones.

Es sorprendente: un fondo ESG que se mantenga alejado de los proyectos con altas emisiones de carbono y elija emisores con bajas emisiones de carbono, se beneficiará de cualquier impuesto al carbono. Tales son las ganancias de inversión ASG derivadas de la regulación y la acción estatal, y no deberían servir como una alternativa. Incluso cuando la inversión de los fondos que cumplen con los requisitos de ESG parece estar haciendo lo correcto, es posible que no se esté logrando mucho. Por ejemplo, si un fondo ESG extrae capital de las empresas de combustibles fósiles, no significa que se retire toda la inversión o que se reduzcan las emisiones de carbono. Incluso puede darse el caso de que el mismo intermediario financiero construya una cartera sin participaciones de combustibles fósiles para un fondo designado por ESG, y además pueda estar invirtiendo en esas empresas a través de otros fondos que administra.

Paralelamente, existe un problema en el uso de intermediarios financieros como administradores de activos y fondos de cobertura, para realizar el trabajo duro de hacer del mundo un lugar mejor. Este negocio de inversión se construyó como uno en el que los gerentes y los profesionales financieros compitieron para demostrar que eran capaces de ofrecer mayores rendimientos. Incluso, si algunos inversores de mayor influencia exigieran mejores resultados de ESG, habría muchos otros que buscarían rendimientos más altos que den la espalda a los fondos de orientación social que ofrezcan rendimientos más bajos. Eso ejerce presión para privilegiar las ganancias por encima del clima y la mejora social.

El argumento no es que desaparezcan los poseedores de riqueza con conciencia, aquellos que buscan poner su dinero en proyectos que causan menos daño o incluso que hagan algún bien. Tampoco es que no existan administradores de fondos individuales que estén motivados por la pasión de hacer del mundo un lugar mejor. Es simplemente reconocer que un sistema financiero altamente concentrado, que está orientado sólo a maximizar los ganancias, ha encontrado formas de meter sus manos en la inversión ESG, desviando grandes sumas a proyectos que generan dinero pero muy posiblemente contaminan más, o igual. De tal forma Wall Street gana, mientras la humanidad no obtiene los beneficios sociales prometidos.

TEXTO ORIGINAL

Financing a Green Agenda

The COP26 climate conference held at Glasgow will go down as a failure for many reasons. But on top of the list would be its inability to set credible targets and draw up a credible plan to finance the mitigation and adaptation efforts needed stall devastating global warming. Most disappointing was the declaration by the developed countries that they will not be able to deliver even on the minimal goal of ensuring climate finance to the tune of $100 billion a year starting 2020. That goal has now been pushed to 2023, even while all concerned agree that what is needed is not billions but trillions of dollars.

Outside the conference venue, however, Mark Carney, the UN special envoy for climate action and finance, attempted to inject an element of optimism into the downbeat conversations inside by declaring that the Glasgow Financial Alliance for Net Zero (GFANZ) that he has put together, has now attracted support of around 450 private financial institutions that have between them $130 trillion worth of assets under management. Carney’s claim is that these assets, amounting to about two-fifths of the assets of the global financial system, can now be redirected to deliver at least as much as $100 trillion of investments that would help ensure a global transition to net zero by 2050. This was not of course a decision of the parties negotiating at Glasgow, but an off-conference parallel promise.

It did not take long for sceptical voices to question Carney’s claim. To start with, there was the question of whether the $130 trillion figure was credible. It must include double-counted numbers, since in an integrated financial world some investment managers undertake investment of funds drawn from other financial firms. Then there is the question of how much of this bundle of assets can actually be reallocated to climate-friendly projects. And, finally, there is the question whether private finance would actually move in the desired direction, if pecuniary returns there are not as promising as in projects that add to cumulative carbon emissions rather than help limit or reduce them. Thus, with coal supply short of demand and oil and gas prices rising sharply even as COP26 was underway, it was clear that, there is much to be gained from investing in carbon-emitting fossil fuels, despite the long-term risk of being saddled with stranded assets. Not surprisingly, the Rainforest Action Network found that 93 banks that had signed the GFANZ pledge had provided $575bn of lending or underwriting support to the fossil fuel industry in 2020.  And a Financial Times investigation found that banks like BNY Mellon, Barclays and Deutsche Bank have all watered down their pledges to combat climate change and continue their financing of the fossil fuel industry.

This tendency towards “greenwashing”, or talking green while not walking the talk, is not limited to the climate change arena. It is true of much of ESG or “environmental, social and governance” investing that is today much the rage. High net worth investors concerned about human rights, inequality, environmental degradation and climate change have embraced the ‘movement’, happy to know that they can address these concerns while building a portfolio that guards and enhances their wealth. According to the Global Sustainable Investment Alliance, socially responsible investment has grown to constitute more than $30 trillion, or around a third of professionally managed assets. In the first eleven months of 2020 alone sustainable mutual funds and exchange traded funds (ETFs) increased by $288 billion. Growth of that kind could not occur if the business wasn’t lucrative.

As ESG investing opportunities proliferated, the narrative that accompanied the process was that smart thinking can identify targets that not only moved capital away from socially undesirable or high carbon emitting projects, but also out-performed benchmarks such as the NASDAQ. For investors with a longer horizon, there was an additional bonus. Since they were hedging against climate risks by avoiding projects that would come under official scrutiny and regulation and/or face social boycott, turning into ‘stranded assets’ as part of the climate policy transition, they would outperform portfolios that included such products. In sum, social good can be realised while improving profits and outperforming benchmarks. Tax breaks and subsidies from governments for such projects would only amplify those gains. 

To those sceptical of capitalism’s claim that it was not predatory or socially damaging, there was one reason to be wary of the ESG craze. The movement was a creation of a financial system that had hugely damaged its reputation following a series of crises in emerging and developed markets (like Japan), culminating in the 2008 financial crises that besieged the metropolitan core. More recently, however, doubts about the claims being made in support of ESG are being heard expressed on Wall Street as well, by financial market insiders. Those murmurs are growing louder and are reaching a crescendo.

There is reason to believe that an elaborate charade is driving the sustainable investment movement. ESG funds are talked up for the good they can do. Non-standardised ratings that provide ESG compliance scores to funds and projects are used to back claims of pursuing and realising social and climate goals. The success of the ESG fund in delivering higher-than-benchmark returns, that delivers profits to Wall Street and bonuses to fund managers, is presented as success in pursuing ESG goals. And as former ESG insider turned critic Tariq Fancy has argued, “these funds and the marketing messages around them are misleading the public and lowering the likelihood that governments, who have the systemic tools and democratic legitimacy required to address large-scale crises, such as COVID-19 and climate change, will act.” Companies see benefit in marketing themselves as being green, because that helps to fend off taxes and regulation

This is surprising. An ESG fund that stays clear of high carbon emitting projects and chooses low carbon emitters, will benefit from a carbon tax. That is ESG investment gains from regulation and state action, and should not serve as an alternative to it. Even when the investment from ESG compliant funds seem to be doing the right thing, it may not be achieving much. If an ESG fund moves capital out of fossil fuel companies, for example, it does not mean that all investment is withdrawn or that carbon emission is reduced. It may even be the case that while the same financial intermediary builds a portfolio without fossil fuel stakes for an ESG-designated fund, it may be investing in those companies through other funds it manages.

Moreover, there is a problem in using financial intermediaries like asset managers and hedge funds to do the hard work to make the world a better place. The investment business was built as one in which managers and finance professionals competed to prove they were capable of delivering higher yields. Even if some investors with clout were demanding better ESG outcomes, there would many others looking to higher returns that would turn their back on socially oriented funds offering lower returns. That puts pressure to privilege profit above climate and social uplift.

The argument is not that there are no wealth holders with a conscience who are looking to put their money in projects that do least damage or even do some good. Nor is it that there are no individual fund managers who are fired by a passion to make the world a better place. It is merely to recognise that a highly concentrated financial system that is geared to maximising returns has found ways of dipping its hands into the ESG investing pot, diverting large sums to projects that yield money but possibly pollute more, or at least not less. Wall street gains, while mankind does not get the promised social benefits.

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