Dulce como la muerte

Saúl Sánchez López

Saúl Sánchez López

Psicólogo social egresado de La Sorbona, especialista en Psicología Política y Psicología de la Religión. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Actualmente se desempeña como profesor de Psicología en la Universidad de Guanajuato, Campus Celaya-Salvatierra y como profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Iberoamericana, en León, Guanajuato Ha colaborado como analista y articulista en diferentes medios nacionales y extranjeros en español, inglés y francés, y cuenta con una columna en el portal del Laboratorio de Periodismo y Opinión Pública (PopLab).

4 noviembre, 2024

En estas fechas los adornos y decoraciones inundan la ciudad por completo. Uno no puede caminar por el centro sin encontrarse una catrina aquí o un zombi allá. Recuerdo haber visitado un café que llamó poderosamente mi atención. En la entrada había un par de arañas negras y gigantes sobre una telaraña de algodón. Junto a éstas, un grupo de calabazas naranja fluorescente daban la bienvenida a los clientes con su escabrosa sonrisa. Adentro, en cambio, aquello contrastaba con la solemnidad de una pequeña, austera, pero hermosa ofrenda de muertos. De apenas tres niveles, el altar estaba hecho enteramente de cajitas de cartón y papel picado. Ésta cumplía con el catálogo que la costumbre dicta: dos o tres pancitos miniatura, un par de veladoras, una calaverita de azúcar, algunas frutas y en el centro la obligada foto del difunto. Afuera, el espanto. Adentro, lo sagrado. 

Por supuesto, la ambivalencia ritual no es una excepción ni tampoco la regla. Uno puede ver muchos comercios y casas adornadas paralelamente con elementos propios de ambas tradiciones. La dualidad exterior/interior no es sino un reflejo del sincretismo cultural histórico que aún perdura en nuestro país. ¿Occidentales por fuera, mexicanos por dentro? Aun así, no deja de sorprender la coexistencia, a veces armónica, otras caótica, de dos celebraciones tan disímiles en apariencia. Halloween está poblado por monstruos, fantasmas y brujas, venidos del inframundo para pegarnos un susto. Al Día de Muertos lo habitan las flores de cempasúchil, los panes de muerto, la fruta y las calaveritas de azúcar. Todo dispuesto para las almas de nuestros seres queridos. El Día de Muertos tiene como propósito endulzar la muerte, transformar el luto en fiesta, de ahí que la calaverita de azúcar —acaso el objeto más surrealista jamás creado— sea su icono más reconocible. Al contrario, el Halloween busca “embrujar la vida”, es decir, volver “terrorífica una realidad” que de por sí da miedo con sus masacres, crímenes y drogas. Como si tuviera sentido disfrazarse de zombi habiendo tanto adicto al fentanilo. 

Que en nuestro país ambas festividades se presenten cada vez más entremezcladas, pareciera más un crossover imaginado por Tim Burton que una evolución natural y espontánea. Y sin embargo, tiene sentido. Pocos saben que Halloween y Día de Muertos son hermanas separadas al nacer. La gente cree que tienen lugar al mismo tiempo por un capricho del destino, pero lo cierto es que ambas son hijas del mismo culto católico, a saber, Todos Santos-Día de los Fieles Difuntos. El caso mexicano es bien sabido. Los colonizadores españoles, en su empeño evangelizador, recurrieron a un método de comprobada eficacia y que seguirían usando en su “encuentro” con otros mundos: la fusión de creencias y prácticas religiosas. 

En este caso, adaptando dichas celebraciones a las diferentes formas de culto a los muertos ya presentes entre los diferentes pueblos nahuas, mayas, mixtecos y zapotecos; modificando y absorbiendo a la vez sus distintos usos y costumbres. Es por eso que el Día de Muertos no tiene un carácter homogéneo a lo largo del territorio, carece de reglas fijas y un estilo uniforme. Los mismos altares varían sobremanera, quedando a la creatividad no solo de cada comunidad, sino incluso de cada familia. Aunque no lo parezca, Halloween también procede de la misma tradición católica. De hecho, su nombre es una contracción de All Hallow’s Eve, víspera de todos los santos, de ahí que se celebre el 31 de octubre. 

La diferencia radica en que, mientras en México Todos Santos se nutrió de las culturas mesoamericanas, en el caso del Halloween echó raíz en la cultura celta, específicamente en la fiesta llamada Samhain. Dicha celebración constaba de una serie de tradiciones relativas a la cosecha y el fin del otoño que incluían, entre otras cosas, el sacrificio de animales, el encendido de hogueras y la creencia en la apertura temporal de portales a otros mundos, los cuales servían de paso para espíritus, hadas y demás seres sobrenaturales. Los antiguos celtas solían ofrendar comida y bebida a dichas entidades y caracterizarse como ellas para que no les hicieran daño. De ahí surgió la costumbre de disfrazarse e ir de casa en casa pidiendo alimento, llamada guising. Al igual que en México, con la cristianización de estos pueblos, muchas de estas prácticas se integraron al rito de Todos Santos. Cuando en la era moderna, irlandeses y escoceses migraron a Estados Unidos, llevaron consigo esta costumbre, la cual se propagó durante el siglo XX por doquier.

La rápida expansión del Halloween se debe sobre todo a la popularidad del guising, el cual es una forma de reducir el miedo a su mínima expresión, hasta la ternura. Pero el trick or treat, tan emblemático de esta práctica, conlleva a su vez una dinámica de extorsión en relación con el otro. Uno da dulces bajo amenaza, porque se ve forzado a ello, no como una donación. Las bromas a las que uno se arriesga por no entregar el botín podrán ser inocentes, pero no dejan de constituir una forma de velada agresión. Así como su alter ego mexicano, Halloween también está edulcorado, solo que su sabor es más bien agridulce. 

En sentido inverso, la piedra angular del Día de Muertos es sin duda la ofrenda. Dispuestos en una forma ceremonial, el pan, la fruta y demás comestibles, rodeados de flores y velas, constituyen precisamente eso, una ofrenda. No es un simbolismo, una representación ni mucho menos una simulación. La comida es real y se deja para los muertos, no para los vivos. La relación con el otro, difunto, es pues de una total y absoluta generosidad. En este sentido, Día de Muertos es un ritual auténtico, realista hasta lo material. No en un sentido comercial, sino en cuanto manifestación física y palpable de la espiritualidad.

El conjunto de artículos, mercancías y eventos multitudinarios que se ofertan a propósito del Día de Muertos nos hablan de un pujante comercio cultural, mas no de una cultura comercial como en el caso del Halloween, el cual ha sido despojado de cualquier signo de religiosidad y trascendencia, primero por la Reforma Protestante, que lo proscribió, y luego por la cultura pop, que lo deformó. Series de televisión como The Addams Family, el éxito musical de canciones y bandas con temáticas de horror (Monster Mash, Misfits, etc.), la masificación de personajes arquetípicos propios de la literatura gótica del siglo XIX y el auge de películas de terror, sobre todo pertenecientes al slasher de los 70’s y 80’s, terminaron por darle su forma actual. 

Todos estos productos culturales tienen como común denominador el miedo. Aunque no en estado puro, sino siempre combinado con diversión. Un terror placentero como el que se siente al ver Scream. En este sentido, el cortometraje Thriller de Michael Jackson es sin duda el epítome de todo lo que Halloween significa. Al Día de Muertos le corresponde un ambiente anímico completamente distinto, el cual tampoco está exento de una cierta bipolaridad. Por una parte, se trata de una tradición comunitaria y sagrada de conmemoración, por otra, es un verdadero carnaval, un jolgorio lleno de gozo y alegría sin parangón. Bailamos con la muerte, nos disfrazamos de ella, nos reímos y la festejamos. A diferencia de los personajes del Halloween, las catrinas, lo mismo que las calaveritas literarias, no están hechas para asustar, sino para burlarse de los vivos — orgullosos— que han olvidado su mortalidad. Una suerte de memento mori que busca, no tanto sermonear sobre la humildad, sino resignificar la muerte. Ya sea como celebración litúrgica o profana verbena, en Día de Muertos no se teme a la muerte, al contrario, buscamos su presencia. Nos acercamos a la muerte para perderle miedo a la vida. 

No obstante lo anterior, ambas tradiciones guardan un parentesco innegable que las vuelve miscibles. Las hermanas podrán no ser gemelas, pero definitivamente son familia; guardan una relación de consanguinidad histórica, cultural, incluso mística, más allá de la mera vecindad de sus pueblos. Es por eso que, empujado por el soft power estadounidense, se ha venido dando un proceso de retroalimentación “mestizante” entre ellas. No hablamos ya de una simple coexistencia, sino de un concubinato licencioso donde todo vale: calabazas de cerámica en la ofrenda, catrines pidiendo calaverita, fantasmas y brujas de papel picado, hasta la edición mexicana de una muñeca Monster High. Cada vez es más común ver personajes de Halloween impregnados de folclore mexicano, así como expresiones de Día de Muertos con un cariz gótico o tenebroso. 

Un fenómeno descrito por Gadamer como “fusión de horizontes”. Otro efecto, menos comentado, pero definitivamente más trascendente, tiene que ver con que el Día de Muertos ha venido desarrollando una faceta cada vez más pública y espectacular que antes era secundaria. Hace años que hay concursos de ofrendas y que la gente decora escuelas, edificios públicos y negocios, pero en general siempre ha sido una tradición esencialmente familiar y privada. Ahora hay cualquier cantidad de eventos masivos de todo tipo: desfiles, exhibiciones y recorridos. Aquí hay que señalar el punto de inflexión que fue la película de James Bond, Spectre, en 2015, la cual mostraba al inicio un presunto desfile de Día de Muertos que en realidad nunca existió… hasta entonces. Al año siguiente, los turistas empezaron a llegar por millares preguntando por el supuesto desfile, al grado que el gobierno lo tuvo que inventar. 

Desde entonces la “nueva tradición” no ha hecho sino crecer y tal parece que llegó para quedarse. Por increíble que parezca, le debemos al ídolo inglés 007 el haber traído a la vida a la icónica catrina dibujada por Posada hace más de un siglo. Otro poco puede decirse del éxito taquillero de Coco, apenas dos años después, el cual ha terminado de popularizar la festividad por todo el mundo, derivando incluso en nuevas atracciones turísticas, dentro y fuera de México, sin mencionar que sus protagonistas han pasado ya a formar parte del imaginario colectivo de estas fechas. No deja de ser irónico —por no decir absurdo— que una de nuestras festividades autóctonas más distintivas y preciadas haya sido revigorizada por producciones anglosajonas totalmente ajenas en principio. 

Pero no hay que dejar de subrayar cómo esta celebración ha logrado apropiarse de estas y otras influencias extranjeras con una plasticidad asombrosa sin poner nunca en riesgo la perennidad de la tradición. Al desfile del Día de Muertos le precede la Marcha Zombi, y a esta, el desfile de Catrinas, sin que ello suponga un dilema filosófico ni disonancia cognitiva alguna. El Día de Muertos simplemente fagocita todo lo que encuentra a su paso. Muchos se escandalizan y lamentan por semejante “contaminación”, pero no hay razón para ser puristas. Aquí solo cabe preguntarse: ¿la cultura de masas en general y el Halloween en particular, enriquecen o empobrecen el Día de Muertos?, ¿lo destruyen o lo renuevan? Claramente la festividad y la cultura mexicana en su conjunto han salido vencedoras de este choque cultural. Y no solo eso; se han fortalecido en el proceso. La tradición no solo no se ha perdido, sino que se ha expandido. La gente sigue poniendo su ofrenda en casa y visitando a sus parientes en el panteón, pero ahora también va a desfiles, se disfraza y ve películas de terror. El núcleo central sigue intacto, solo se ha ampliado la periferia.

Quizá los estadounidenses nos superen todavía en la mayoría de los ámbitos, pero hay que reconocer que somos una auténtica superpotencia cultural. Puede ser un lugar común, pero realmente hay pocos países que cuentan con una cultura tan rica y resiliente capaz de enfrentar los embates de la globalización y salir avante. Año con año, hay una batalla cultural (y sobrenatural) de proporciones épicas en la cual participamos sin siquiera darnos cuenta. No entre el bien y el mal, pero sí entre dos cosmovisiones sobre la muerte y, por tanto, sobre la vida. Un drama civilizatorio en el que se juega nuestro pasado, presente y futuro como pueblo. Después de todo, las tradiciones son lo único que nos une y da estabilidad en un mundo caótico, sin importar el devenir de los tiempos y las generaciones. 

Es un paréntesis, un refugio temporal ante la imprevisibilidad de la vida, que nos permite, pese a todo, darle un sentido de continuidad y trascendencia colectiva. A diferencia de Halloween, Día de Muertos no es una frivolidad anodina, antes bien, se trata de una necesidad existencial para una vida plena. Decía Octavio Paz que el verdadero culto a la vida es necesariamente culto a la muerte. No es que en México nos riamos de la muerte porque tengamos una falsa sensación de seguridad. Para nada, es que en nuestro caso, la fiesta, la mofa, el baile, no son signos de superioridad ni desdén, sino de compadrazgo. Buscamos familiarizarnos con la muerte porque en el fondo sabemos que siempre está ahí, esperándonos. Y al hacerlo la volvemos digerible, degustable y dulce… como calavera de azúcar.

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