ISSN : 2992-7099

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Revista Tlatelolco, PUEDJS, UNAM
Vol. 2. Núm. 2, Enero – Junio 2024

 

Derechos humanos y Crítica Jurídica: historia, silencios y ausencias

Human Rights and Critical Legal Thinking: history, silences and absences

Sergio Martín Tapia Argüello.

Recibido: 19 de junio de 2023 | Aceptado: 30 de agosto de 2023

DOI-0

Candidato a doctor e investigador doctoral en Derechos Humanos por el Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra (Portugal). Profesor invitado del posgrado en Derechos Humanos de la Universidad Católica de Portugal, sede regional Porto (Portugal), así como de la Escuela Libre de Derecho del Estado de Hidalgo y de la Universidad de Celaya (México).

Resumen

El presente trabajo busca analizar históricamente el surgimiento del concepto “derechos humanos”. El objetivo de ello no es la búsqueda de un proceso lineal u originalista que cierre dicho concepto, sino una búsqueda de los silencios y las ausencias que las visiones tradicionales depositan en ellos.

Palabras clave:

Derechos humanos; Crítica Jurídica Latinoamericana; Marxismo; Marxismo y derecho; Filosofía de los Derechos Humanos.

Abstract

On this paper, the author analyzes the historical path of the concept “human rights”. Its main goal is not to search for a lineal comprehension or an originalistic perspective of them, but to look into the silences and the absences that traditional theories put inside them.

Keywords:

Human Rights; Latin- American Critical Legal Thinking; Marxism; Law and Marxism; Philosophy of Human Rights.

Sumario:

1. Introducción

Los derechos humanos son, sin lugar a duda, uno de los componentes más importantes de la lucha política de la modernidad occidental contemporánea. No se trata de que los derechos sean elementos indispensables de la realidad actual, o que se trate de procesos “naturales” de la sociedad en general, sino que, por condiciones históricas sociales concretas (cfr. Santos, 2009: 509-510; Moyn, 2010: 1-2), éstos se han convertido en la forma más socorrida a través de la cual se articulan las pretensiones políticas de la sociedad (Bobbio, 1991a: 96).

Si bien es difícil refutar la aseveración de que no existe en la actualidad ninguna lucha que salga del lenguaje de derechos, -pues este se ha vuelto la forma favorita de presentar dichas exigencias (Correas, 2003: 108)-, resultaría incorrecto asumir que los derechos son una suerte de meta lenguaje capaz de articular de manera “neutral” y “objetiva” cualquier lucha posible, o, peor aún, que cualquier lucha que se presente como la búsqueda de algún derecho humano, es por eso mismo, benéfica para la comunidad y para la vida digna en sociedad. Contra esta idea, las visiones escépticas han formulado una crítica interesante, aunque incompleta (cfr. Tapia Argüello, 2018), que puede servir como punto de arranque en el presente trabajo.

En este sentido, por ejemplo, el marxismo ha tenido siempre una especial desconfianza por la idea de los derechos. Directamente, tanto Marx como Engels hablaron en contra de lo que consideraban, nada más que un ejercicio retórico para mantener la desigualdad a través de formalismos materialmente vacíos, mientras rechazaban la supuesta neutralidad a través de la cual ese formalismo decía construirse (cfr. e.g. Marx, 1981a: 334; Marx, 2007, pos. 2122; Engels, 2012). En el mismo sentido, la mayoría de las corrientes que se autoidentifican como críticas han rechazado de forma sistemática ya el uso (Pieterse, 2007; Celorio, 2015), los presupuestos políticos (Zizek, 2005) o incluso las prácticas concretas que es posible enmarcar dentro de dicho concepto (Kennedy, 2006). 

A pesar de ello, no cabe duda de que varias de las exigencias realizadas en las prácticas políticas, tanto en el marxismo, como en otras aproximaciones críticas fueron originalmente presentadas, en un lenguaje correspondiente a la idea de derechos humanos. La mejor prueba de ello la encontramos en los mismos escritos marxianos, como por ejemplo, el Manifiesto Comunista (Marx & Engels, 1994), que después de generar una explicación sistematizada y bastante interesante sobre los problemas de desigualdad del mundo, proporciona una serie de medidas que pueden ser leídas bajo un discurso de derechos humanos; y quizá más importante, cuya búsqueda efectiva, a un nivel político y de clase, se ha valido en múltiples ocasiones de dicho discurso (Correas, 1991: 14).  

Esta aparente contradicción entre el rechazo a los derechos, sus presupuestos, sus principios y prácticas, ha sido presentada como el efecto de una aproximación instrumental a la idea de derechos, es decir, como si su “uso” fuera algo eminentemente táctico que responde a necesidades específicas de un momento de lucha. Uno de los problemas más difíciles de resolver de esta idea, se encuentra en que, para asumir que se trata de elementos instrumentales, los derechos deben necesariamente ser vaciados epistémica y políticamente, colocándolos como elementos ajenos a las relaciones sociales (Cfr. Tapia Arguello, 2018), Para aceptar aquella perspectiva, resultaría necesario aceptar uno de los presupuestos más importantes de las visiones apologistas (Correas, F., 2004: 14-20): que se trata de elementos separados de la sociedad, neutros y existentes en sí mismos, que pueden y son efectivamente usados de maneras diferentes sin que esto signifique nada respecto a ellos.

Una visión crítica debe rechazar esta postura, claramente mistificadora y fetichizante, para comprender los derechos como elementos verdaderamente históricos y relacionales. Esto es, como formas específicas que asumen las relaciones sociales y que, como tal, no pueden ser sino complejas, múltiples, fragmentarias, de largo alcance y en ocasiones, incluso contradictorias; esto significa, que ellos son, como buen producto de la modernidad, verdaderamente dialécticos (Berman, 1998).

2. Por una aproximación histórica a los derechos humanos

2.1  Neoliberalismo y derechos humanos. 

Este es un buen espacio para reiniciar, entonces, la descripción inicial que trae el tema. Los derechos humanos se han convertido, al menos desde los últimos 30 años, en uno de los componentes más importantes de las discusiones políticas contemporáneas. Se podría decir que el uso generalizado de ellos como parte de las exigencias sociales, encuentra su punto de inflexión a finales de la Segunda Guerra Mundial (Moyn, 2010; Santos, 2009; Bobbio, 1991a). Tanto la creación de un derecho internacional efectivo que incluyó la idea de los derechos humanos (Stavenhagen, 1997: 44), como la divulgación generalizada de lo sucedido en este conflicto, fueron elementos que permitieron la universalización de los derechos humanos y la reducción de las resistencias en su contra. 

Esto, sin embargo, no puede considerarse como suficiente. Incluso bajo estas condiciones, los derechos humanos no se colocaron como la visión dominante de las luchas de manera automática, pues tuvieron aún que convivir con múltiples discursos abiertamente diferenciados que sobrevivieron e incluso se nutrieron del mencionado conflicto. Resulta aceptada la idea de que, si bien los procesos de la Segunda Guerra Mundial colocaron a los derechos humanos en el centro del discurso político de la época, este lugar era aún fronterizo, y no sería sino a través del cambio del modelo de acumulación que se generó desde un sistema fordista-keynesiano hacia lo que ha sido llamado un modelo flexible (Harvey, 2012), neoliberal (Moyn, 2015) o de capitalismo tardío (Habermas, 2008), durante la década de los setentas y ochentas, que se impulsó una profundización de su importancia en la época contemporánea (Tapia Argüello, 2011). 

Las razones de la modificación del lenguaje emancipatorio y de cómo ello benefició al uso hegemónico del discurso de los derechos humanos, son complejas. La caída de otros discursos significativos de lucha social y reivindicación (Santos, 2008, 509- 510), como fue por ejemplo, la deslegitimación del discurso comunista y socialista que acompañó durante un breve periodo a la caída del muro de Berlín, creó las condiciones para una crisis sistémica (Portantiero, 1999) que permitió el fortalecimiento de nuevos significantes e incluso la resignificación de los existentes. Los parámetros para esta transformación se dieron, en parte gracias a ese ejemplo concreto, en el marco de una hiper-individualización de la sociedad que profundizó el viejo mito del “contrato social” entre sujetos particulares, lo que se ha entendido (e.g. Habermas, 2008) como una forma de romper los esquemas de protección y lucha comunitarias, grupales e incluso asociativas. De esta manera, los sindicatos (cfr. Holloway, 2009) o el ejido (en nuestro país), son ejemplos de instituciones que fueron lentamente perdiendo no sólo legitimidad social en sus exigencias, sino también su efectividad para obtener lo solicitado.  

En este escenario, los derechos humanos tuvieron una ventaja respecto a otras formas discursivas de emancipación social, pues por las condiciones de su construcción histórica, pudieron articularse de una manera más orgánica con los procesos de cambio del modelo de acumulación. Por un lado, los derechos son capaces de transformar múltiples demandas concretas (aunque sean compartidas o socialmente construidas) en exigencias individualizadas, que se tratan de forma separada y que, si por alguna razón deben ir de manera conjunta, lo hacen como una suma de demandas específicas y no como una demanda global de conjunto. Por otro lado, una de las formas más comunes a través de las cuales se presentan soluciones es la de los mecanismos institucionalizados del derecho estatal -lo que, en algunas ocasiones, ha sido interpretado como que ellos sólo pueden existir dentro del mismo-. Finalmente, a través de una combinación entre ambos elementos, se privilegia una visión patrimonialista y competitiva de los derechos, en que las exigencias específicas, así como los sujetos que las presentan e incluso las soluciones posibles se excluyen mutuamente para buscar su cumplimiento exclusivo.

Esto, que puede perfectamente identificarse entre algunas de las teorías más conocidas de los derechos humanos -como, por ejemplo, la idea de la ponderación- (e.g. Alexy, 1993), convierte a los derechos en elementos encuadrables en la ideología neoliberal de la hiper individualización, la competencia social y el doble sesgo institucionalización/anarquía a través del cual se mueve esta perspectiva (e.g. Giddens, 1999). Esta afirmación no debe ser vista bajo una interpretación simplista, como aquellas que se desarrollan bajo la idea del “reflejo”, es decir, como si se tratara simplemente de una adaptación mecánica del derecho y los derechos respecto al modelo de acumulación, o bien, como una derivación automática de una serie de hechos que se presentan a sí mismos como equivalentes a lo que podría ser llamado “la historia” de forma acrítica.

 

2.2 El pasado, la historia y los derechos

La visión del reflejo ha sido constantemente utilizada tanto por visiones conservadoras/tradicionales, como por algunas que se asumen a sí mismas críticas (para la manera en que se entiende esta distinción, cf. Tapia Argüello, 2020). Por un lado, las visiones tradicionales se han decantado por algunas comprensiones esencialistas del derecho, que buscan establecer una suerte de inmovilidad. Por colocar un ejemplo concreto, se trata de la estrategia de la escuela histórica del derecho (cfr. Marx, 1981b: 78-81), que buscaba no sólo volver “histórico” al derecho sacándolo del flujo de la historia (Marx, 1968: 9), sino convirtiendo a la historia -y al derecho- en una suerte de celebración acrítica del pasado (Marx, 1994; 170- 187; Marx, 2007: 34-35). En el mismo sentido, muchas formas de naturalismo, presentan la idea de que el derecho no es sino un derivado posterior -en ocasiones imperfecto- de un sistema independiente, que le precede y legitima (cfr. Devlyn, 2014: 160-190): un cierto pasado construido de forma abstracta que articula absolutamente el contenido del derecho. 

Qué tanto ese pasado es, realmente, el pasado, es algo que queda fuera de cualquier posible discusión para estas posturas, pues su intención es la legitimación de sus propios enunciados, antes que una comprensión histórica (cfr. Kelsen, 1993). Incluso aquellas visiones que tienen un trabajo historiográfico mucho más serio (e.g. Grossi. 2003), caen  en ocasiones en visiones esencialistas, sobre todo si parten de la idea de que hay una forma “verdadera” que ha sido corrompida externamente. Estas visiones terminan construyendo una visión profundamente apologista del derecho (Correas, 1993: 218- 220), o, mejor dicho, de una forma específica de entender acríticamente el derecho. 

Por el contrario, las visiones críticas suelen pensar que el pasado es algo demasiado importante para que se quede simplemente en el pasado (Trouillot, 2015: 15), por lo que una visión histórica es la mejor forma de lograr una aproximación compleja y desideologizante de los procesos sociales (Rosillo, 2018: 102). A pesar de parecer una afirmación simple, lograr esto es algo complejo, y no en pocas ocasiones, el esfuerzo se muestra inútil, como puede verse en algunas aproximaciones, que, siendo claramente críticas, reproducen el problema esencialista del ahistoricismo, por ejemplo ciertos elementos del estructuralismo, o bien la época de los manuales soviéticos (cfr. Althusser, 1974: 103; Golunskii & Strogovich, 1951: 373-375). A pesar de ello, cuando esto ha sucedido, estas posturas no suelen rechazar el análisis histórico, sino antes bien, intentan construir una narrativa en donde su propia postura lo realiza, a diferencia de otras (cfr. Pashukanis, 2016: 72 y Stucka, 1974: 27 para ver un ejercicio de acusación mutua y refutación). 

Como puede observarse por los múltiples ejemplos colocados hasta ahora, las visiones de reflejo sobre el derecho y los derechos tienden a construir categorías cerradas, esenciales, que pueden con facilidad caer hacia el instrumentalismo o bien, hacia la comprensión unidireccional de los procesos sociales. Un buen ejemplo de ello es el originalismo constitucional (e.g. Scalia, 1997). La idea de que existe una “idea original” en el texto constitucional, genera una visión anclada “en el pasado”, un pasado que se presenta como fijo y totalmente conocido, lo que permite una interpretación esencialista sobre lo que el derecho “es” y con ello, sobre lo que los derechos protegen efectivamente e incluso, pueden proteger en cualquier caso posible. 

Las posturas esencialistas pretenden cerrar en un momento de “la historia” las posibilidades de transformación de la lucha social. La lucha creadora, primigenia, es exclusivamente una que ha terminado. De esta forma, se permite una falsa totalidad inmutable, anclada en principios sesgados que les benefician siempre (Marx, 2002: pos. 737). Así, cualquier tipo de crítica o problema que les haga peligrar, puede llevar a una reinterpretación e incluso, reformulación, sin tener que cambiar la narrativa. Los nuevos principios se presentan inmutables y presentes de antemano (cfr. Nino, 1989: 41). Esta característica, que ha sido llamada hipocresía formalista o liberal (Marx, 2007: 57), niega que haya existido algún cambio o bien, presenta las nuevas características como si fueran las que siempre debieron existir. 

Para una visión que busque desarrollar una aproximación crítica de los derechos, resulta por todo esto complicado el intento de buscar un origen de los procesos sociales. La búsqueda de origen se ha decantado hacia una comprensión sesgada y cerrada respecto a la historia y sus procesos, antes que una comprensión amplia, múltiple y compleja (Tapia Argüello, 2023a: 47- 48). Esto, sin embargo, no tiene por qué ser así. El originalismo y otras formas tradicionales de comprender la relación entre el pasado y la historia, buscan construir un molde que sirva de límite interpretativo para el futuro, basado en sus propias ideas, y para ello, necesitan convencer al auditorio de que el estudio del pasado no puede ser realizado de otra manera, ni tener otra intención que la que ellos mismos establecen.  

Es por ello, que las visiones críticas deben necesariamente revisar de forma constante aquello que se entiende como “pasado”. No para ver lo que se ha dicho, sino también, trayendo la famosa frase, para generar una visión a contrapelo (Benjamin, 2008: 43) que permita escapar de la tentación de usar la historia como forma de legitimación del dominio.  En este sentido, el silencio, como lo que está ahí pero no es visto -o en algunos casos, es abiertamente ocultado-, o como aquello que no sólo es silencioso, sino que ha sido silenciado, tiene una importancia capital. Una visión de las ausencias y de las emergencias (Santos, 2006) permite comprender no sólo lo que se dice, sino también, y especialmente, por qué se dice eso que se dice, y no se dice otra cosa.

 

2.3 Los silencios y las ausencias 

Es un lugar común recordar que la palabra historia contiene una ambigüedad semántica (Trouillot, 2015: 3). Por un lado, podemos hablar de historia cuando hablamos de los hechos situados en el tiempo. Si bien generalmente, la interpretación más común dice que los hechos de la historia están en el pasado (algo que podría ser presentado como “tener una historia”), este mismo sentido nos permite observar los cambios que ese hecho tiene con el tiempo (es decir, la manera en la que está en la historia). Por otro lado, el concepto historia se refiere igualmente a la narrativa que se hace de estos hechos temporalmente situados, y que intenta reconstruirlos discursivamente, con la finalidad de preservarlos, comunicarlos y darlos a conocer. 

Esta distinción entre los sentidos que puede tener la historia, se presenta como un excelente campo de cultivo para los procesos de ocultamiento, y con ellos, de lo que podría llamarse legitimación ideológica. A través de la construcción narrativa del pasado, los hechos que sucedieron asumen una importancia secundaria, no sólo debido a un proceso de ocultamiento, sino especialmente porque no son directa y mediatamente aprehensibles. Todo conocimiento de lo que ha sido, pasa necesariamente por el discurso que le reconstruye en el momento de su comprensión. 

De esta forma, aquello que es posible considerar como los límites epistémicos del conocimiento, funciona como mediación para la comprensión de la historia. Por un lado, es necesario observar que aquello que cada uno considera del mundo, establece límites sobre lo que puede ver en él -baste recordar aquellas ideas sobre los exploradores europeos viendo camellos, o los mayas y las grandes embarcaciones- (cfr. Capella, 2008) y que, dentro de la bastedad de experiencias que los hechos proporcionan, ninguna puede ser exactamente igual. Esto significa, que ninguna historia estará verdaderamente completa, que no es posible reconstruir los hechos en una suerte de homologación total, y que asegurar que se hace eso, en cualquiera de las múltiples narrativas fragmentarias que se presenten, no es más que un ejercicio de poder: la construcción de un lecho de Procusto que corte y estire todo aquello que no se adapte a los límites que ha impuesto quien se ha arrogado el poder de nombrar (Bourdieu, 2000: 202).

Por otro lado, sería inocente asumir que las “incapacidades” epistémicas se dan en el vacío o que son en todos los casos, producto de condiciones más allá del control de los agentes. La estructuración de jerarquías en las sociedades contemporáneas, genera igualmente procesos de ocultamiento y silenciamiento, que si bien en muchas ocasiones, se interiorizan como parte de la cultura, en otras se configuran a partir de decisiones políticas, que se presentan muchas veces, como elecciones “metodológicas”. Así las formas racistas, patriarcales y de clase pueden “impedir” ver ciertas cosas, pero en algunas ocasiones, sirven para que aquello que sale de sus moldes, sea negado, invisibilizado e incluso ocultado. En otras ocasiones, posteriormente aquello es presentado como propio, con algunas reformulaciones, por quienes antes le silenciaron (Grosfoguel, 2016).

Por ello la teoría crítica debe acercarse al estudio de la historia de los procesos sociales. No se trata de generar una visión “verdadera” sobre lo que sucedió -como si la otra visión fuera falsa en sí misma y hubiera la posibilidad de generar un relato omniabarcador de la realidad-, sino para ver, en aquellas voces que han sido silenciadas y ocultadas por las visiones dominantes y a través de ellas encontrar elementos que no han sido mencionados y que pueden servir como guía (Benjamin, 2008).

3. Una historia sobre el origen de los derechos humanos y su concepto

3.1 La historicidad de la idea de “derechos”

Basta observar cualquier tratado contemporáneo de divulgación sobre derechos humanos, para encontrar dos posturas sobre su origen: la primera, que es posible llamar la postura atemporal, parte del presupuesto de que “los derechos” han sido algo que ha existido siempre en la vida humana, como si se tratara de un elemento natural de su sociabilidad. Para esta postura, los derechos no tendrían un “inicio” propiamente dicho, sino que simplemente, habrían surgido junto con los procesos de socialización. El concepto “derechos humanos” se toma como equivalente de cualquier lucha por mejorar la vida de una persona o de una comunidad y con ello, se pierde absolutamente cualquier tipo de especificidad de los derechos humanos respecto a cualquier otro proceso de emancipación social. 

Para esta visión, elementos tan dispares como las protestas y huelgas contra Ramses III en 1155 antes de nuestra era en el antiguo Egipto, que se narran en el llamado “papiro de la huelga”; las luchas que llevaron al otorgamiento/aceptación de la Magna Carta Libertatum por el rey inglés John I en 1215; o incluso el Cilindro que el rey Ciro de Persia entregaba como garantía para obtener el favor de los territorios conquistados en el siglo VI antes de nuestra era; han sido considerados como “derechos humanos”.  

Como puede verse, esta idea de una supuesta eternidad de los derechos, tiene varios problemas. El primero (que es claro en los ejemplos colocados), es que los tres procesos mencionados no tienen una relación entre sí por las características de sus demandas, ni por la forma en que se articulan, se trata de la exigencia de mejoras de los ingresos y lo que hoy llamaríamos prestaciones para trabajadores; en el segundo caso, es el reconocimiento de límites por parte de la corona, con un carácter exclusivo hacia un grupo particular de la población inglesa; finalmente, es posible observar una serie de medidas políticas unidireccionales, posiblemente temporales y dependientes de la voluntad del otorgante.

Observar estos elementos permite observar una segunda diferencia: es necesario recordar que el mecanismo específico que llamamos “derechos” (es decir, la idea de que alguien tiene derecho a algo) es un proceso específicamente moderno (cfr. Tapia Argüello, 2023a: 50-51), y como tal, posterior a cualquiera de esos tres momentos (Villey, 2007: 97- 106). La idea genérica de “tener derecho a algo” o lo que es llamado “derecho subjetivo”, así como su facultad de exigir (Tamayo, 2011: 110-111), es una construcción que, si bien puede y debe ser considerada como medieval, tiene dentro de sí ya los elementos de la construcción moderna del derecho (Cruz Parcero, 1998: 8), lo que dará un giro a la comprensión de lo que se puede pedir a través de él y la manera con la que se puede hacer (Correas, 2010: 22). 

Esta nueva estrategia discursiva, que rompe con la larga tradición de la actio y las formas objetivistas, se da a través de la reinterpretación de la idea de propiedad clásica en el siglo XIV, debido a las pugnas entre el papado y la orden franciscana. Como producto de esta discusión se generará igualmente la argumentación de Guillermo de Ockham sobre los límites terrenales del poder papal (cfr. Villey, 1976). A partir de ambos elementos, se hace posible articular una forma abiertamente más comercial de las “cosas” y especialmente, de la tierra, lo que posibilita, al menos en teoría, su traslado por medio de instituciones jurídicas mercantiles. Igualmente, se generará una nueva forma de comprender la relación entre las normas jurídicas y aquellos que tienen la capacidad de invocarlas, basándose en su existencia particular y subjetiva. 

No es posible hablar de una lucha en, por o bien, a través de los derechos sin contemplar las condiciones que permitieron los cambios logrados en un camino largo y complejo, que se deriva de una forma particular de entender la subjetividad, y con ello, la estructuración de límites al poder político y la relación entre los miembros de la comunidad (cfr. Apreza Salgado, Tapia Argüello y Meza Flores, 2017: 10-16), así como sin los marcos de referencia social, cultural y económica. No podía articularse la posibilidad de solicitar algo, cualquier cosa, a través de esa estrategia particular, lo que no significaba, ni remotamente, la ausencia de formas, diferentes (y en muchas ocasiones incluso más efectivas dentro de sus propios contextos) para hacerlo. 

Resulta necesario remarcar que, si bien como se ha mencionado, las luchas no podrían haberse desarrollado como derechos humanos, debido a que, en el momento en que se realizaron, no existían las condiciones epistémicas y políticas para que estos existieran, tampoco sería posible articularlas como tales si hubiesen existido en ese momento. En el primero de los casos, se trataría de derechos laborales, un tipo de derecho contractual que surge de la relación de trabajo entre dos personas, es decir, algo que se obtiene por mantener un tipo de relación particular con otro sujeto, y que es exigible a ese sujeto en particular. En el segundo, se trata de un privilegio -de la forma latina privatio legis o ley privada-, es decir, una forma de exigencia que limita a los sujetos que pueden utilizarlo debido a características específicas. Finalmente, en el tercer caso, se trata de un acto claramente unilateral y voluntario del poder, es decir, una concesión, algo que los derechos no son.  

Normalmente, la visión tradicional sobre los derechos, pretende generar una homologación de todos estos procesos -con independencia de su temporalidad y características-, lo que permite asumir el poder de nombrar lo que se entiende como derecho. Esto es importante porque asumir el control sobre qué puede ser entendido -o no- como un derecho, y más aún, sobre quién y cómo decide las posibilidades de llamarle de esa manera, da igualmente el control sobre cómo y cuándo pedir, exigir o asumir la necesidad social de su cumplimiento. No se trata sólo de tomar el control sobre “las reglas” que se aplicarán para determinar si algo es o no un derecho, sino ir más allá de esas reglas, volverlas todas, una parte derivada de la meta-regla inicial del poder. Conquistada esta idea, no importa cuáles sean las “reglas” que se creen conceptual o jurídicamente, para delimitar a los derechos: estas serán tan flexibles, como el poder necesite. 

Por otro lado, la creación de una narrativa de continuidad-evolución-progreso de las formas sociales, sirve igualmente para limitar las posibilidades de cambio. La naturalización de lo que existe ahora mismo, no como un elemento histórico, contingente o material/culturalmente explicable, sino como una necesidad histórica, hace impensable que existan alternativas. Si los derechos, tal y como existen, son un elemento “natural” y siempre presente de la humanidad, oponerse a esa forma concreta de existencia, buscar modificarlos o bien superarlos, sería ridículo. Cualquier crítica en contra de sus características específicas, de sus presupuestos epistémicos o de la manera en que sus prácticas se desarrollan, sería inútil. Sería el equivalente a criticar que los seres humanos respiramos oxígeno.    

Como puede verse, la apropiación del poder de nombrar sirve igualmente para legitimar presupuestos, características y prácticas específicas. No se trata de prohibir la crítica a los posibles sesgos coloniales, incluso racistas detrás de los derechos, sino que bajo esta perspectiva, resultaría ilógico acusarlos de ello. Después de todo, lo que es natural, como el viento, la luz, el agua, no puede ser racista, y los derechos humanos, si son algo natural en el ser humano, tampoco. Esto lleva no sólo a volver incuestionables a los derechos, sino también a volver imposible negar el uso de ellos en todo lugar y momento. 

La visión presentista y descontextualizada de las luchas pasadas y sus propios mecanismos de satisfacción, tiene finalmente otro efecto: al colocarles esas acciones del pasado como formas específicas de la lucha contemporánea de los derechos humanos, se pone de manifiesto las diferencias entre ellas, pero convirtiéndolas en una comparación cualitativa, y no temporal: si las luchas del pasado no cumplen con todas las características de los derechos actuales, entonces resulta lógico pensarlas como imperfectas, limitadas y claramente inferiores. 

Esta construcción beneficia un tipo específico de comprensión social que puede llamarse progresista (cfr. Burry, 2009) desarrollista, o bien evolucionista (Rist, 2002: 52-55). Una pretensión de la modernidad occidental que pasa por la idea de que existe una necesidad histórica de que las instituciones, formas y componentes contemporáneos surjan para que la humanidad pueda ser considerada “verdaderamente” humana. Es la pretensión teleológica, unidireccional y lineal que asume que el presente es siempre mejor que el pasado. Si las necesidades de hoy se colocan como esenciales y naturales, lo mismo se hace con la forma de exigir y luchar por ellas. 

De esta forma, cualquier lucha del pasado será, en esencia, una lucha incompleta, imperfecta, que podría realizarse mejor si se hubiera hecho adecuadamente. Y ese mismo argumento, descalifica a todos aquellos intentos de hacer las cosas de una manera diferente el día de hoy. Si las formas del pasado se “han mostrado” como inadecuadas e inferiores, no hay necesidad de usarlas. Y si las formas de ahora son resultado de un lento proceso de mejora constante, entonces no debemos abandonarlas por otras que no han sido comprobadas por el peso de la historia. El pluralismo de discursos emancipatorios, la multiplicidad de luchas diversas y a veces, incluso contradictorias, se ve como un error, como una incomprensión de aquello que es el camino a seguir: el de los derechos humanos, y más aún: el de los derechos humanos tal y como son comprendidas por estas formas específicas de comprenderlos.

Como puede verse, la postura atemporal de los derechos permite la construcción de una visión apologista (Correas, F., 2004: 14-20) sobre su existencia y sus características, al tiempo que establece una reducción total de las alternativas. Esto, junto con la reducción legalista de lo que se entiende como “derechos” (Sánchez Rubio, 2010) y las limitaciones que le establecen las visiones hegemónicas, les convierte, en algunas ocasiones más en una trampa que en un proceso emancipador (Correas, 2010).

Es por ello que para luchar contra todos estos problemas, es necesario regresar a un momento específico de la historia, un momento que, podríamos decir, se encuadra en la segunda forma de interpretar los múltiples procesos que confluyen en la historia de los derechos humanos: el de aquello que podríamos llamar, su surgimiento. Si la primera perspectiva de los derechos apuesta por su eternización transhistórica, la segunda los reconoce como elementos históricos, entendiendo que no todas las sociedades han tenido eso que nosotros llamamos derechos, y más importante aún, que eso significa, necesariamente, que no todas en el futuro las tendrán. O quizá, que no necesitan tenerlas para luchar por una vida mejor. Como sucede en otros casos, sin embargo, resulta fácil encontrar algunas comprensiones que limitan igualmente el carácter emancipador de los derechos. Y es sobre estos procesos, inicialmente, que se hablará en el siguiente apartado. 

 

3.2 El origen del concepto “derechos humanos” 

Hablar sobre el origen de un concepto, dista mucho de hablar del origen de aquello que es conceptualizado por él. El concepto, como idea, como construcción abstracta, pone nombre, marca límites y crea en el mundo de las ideas, algo que necesariamente le preexiste (Tamayo, 2011: 15-16). Los conceptos surgen sólo cuando aquello que nombran puede ya ser nombrado, y no es posible, en ese sentido, confundir ambas cosas ni tampoco, asumir que exista una relación de mutua necesidad entre ellos. La existencia de lo conceptualizado, queda claro, no tiene que ser una existencia física o externa, pues los entes no ostensibles tienen, igualmente, una existencia material a través de los procesos sociales que después, podrán llegar a conceptualizarlo (Cfr. Correas, 1993). 

La aclaración resulta pertinente para escapar de la pretensión originalista de que, la creación de un concepto -o incluso, peor aún, la más antigua mención registrada de dicho concepto, que puede ser muy posterior a su creación- son equivalentes a la creación del proceso que se conceptualiza. Hablar del “origen” de los derechos humanos requeriría cruzar de manera global una serie tal de elementos históricos y sociales, que resultaría imposible de abordar no sólo en este trabajo, sino incluso en cualquier trabajo académico serio. Como en el famoso cuento borgiano sobre los mapas, que tiene además el muy esclarecedor nombre “Del rigor de la ciencia”, un concepto omniabarcador sería inútil, pues resultaría él mismo, inabarcable.   

Rechazar la visión atemporal de los derechos, y reconocer su carácter histórico, no significa así, tener claridad sobre la historia de los derechos y mucho menos, sobre la historia de su conceptualización. En no pocas ocasiones, se ha llegado a decir que el surgimiento de los derechos se deriva de la segunda guerra mundial -generando una confusión entre lo que podríamos llamar el “derecho internacional de los derechos humanos” por un lado, y los derechos humanos en general por otro-, o bien, de una forma mucho más común, mostrarlos como algo que surgió de las llamadas “revoluciones burguesas” (cfr. Tigar y Levi, 1986) -lo que significa igualmente, confundir el momento declarativo de los derechos humanos, con su surgimiento- (cfr. Apreza Salgado, Tapia Argüello y Meza Flores, 2017: 21-24). 

Algunos textos colocan el acento en la importancia de procesos que han sido invisibilizados por las visiones tradicionales y que demuestran que para la existencia de los derechos humanos, existen muchos procesos no sólo anteriores a las declaraciones y los movimientos revolucionarios que las permitieron, sino incluso que han tenido que luchar y oponer a los valores ilustrados que se piensan como su fundamento ético. Así, por ejemplo, las luchas en contra de la esclavitud que se dieron, tanto en la época feudal tardía y su ethos de desigualdad clara, como incluso en contra de los mismos principios ilustrados y de aquellos revolucionarios que los enarbolaban después, serían elementos que han sido invisibilizados para hablar de los derechos y su existencia en la actualidad (e.g. Hunt, 2008). 

Como se ha visto, la existencia de una forma concreta de socialización que permitiera la idea de “tener derechos” es muy anterior a cualquiera de estos momentos. Surgido como forma de construcción de la sociabilidad jurídica, la idea de “los derechos” permitía una transformación radical de la forma jurídica medieval (sobre este concepto Miaille, 1986) que dejaba atrás la idea de la actio depositada en la cosa en sí, para establecerse en quien le poseía y que pasaba así, a convertirse en un sujeto de derecho.  Esta forma concreta de entender a las relaciones jurídicas, realizaba un viraje total en las formas de comprensión no sólo de aquello que ahora sería llamado “litigios”, sino incluso modificaba la comprensión política de la sociedad. El “sujeto de derecho” se colocaba a sí mismo como una esfera de poder particularizada, que tenía dentro de sí y por sí, la capacidad de acceder al derecho. Este viraje político -que llevaría a una reformulación incluso de la idea de poder de las más absolutistas posturas- permitió un lento cambio en la comprensión medieval de la sociedad (cfr. Tamayo, 2005).

A pesar de ello, el surgimiento de la idea de “tener derecho” y de los derechos humanos son dos cosas diferentes. Los derechos humanos son un tipo específico de derechos, pero no el único. La transformación jurídica que significó el derecho subjetivo generó un cambio que permite centrar toda acción jurídica a través de los derechos, pero eso no significa que cualquier derecho sea un derecho humano. Los derechos patrimoniales, los derechos contractuales, los derechos laborales, son ejemplos de otros tipos de derechos, todos ellos parte del sistema jurídico, mientras que otros conceptos, como el de derechos naturales, son igualmente, otro tipo de derechos que no se corresponden con los derechos humanos. 

Si todos estos conceptos son diferentes, queda entonces aún por encontrar el camino que siguió el surgimiento del concepto derechos humanos. No es la intención de este trabajo, afirmar, como una verdad absoluta, que éste surgió en un momento determinado y fijo, pero si analizar el marco de existencia del registro más antiguo que se tiene del concepto, más aún, del registro que existe, en cualquier lengua, de su existencia. En 1552, en la ciudad de Sevilla, España, se publicaba el Tratado Quinto del fraile dominico Fray Bartolomé de las Casas, con un nombre tan extenso como expresivo: “Este es un tratado que el obispo de la ciudad real de Chiapa, don fray Bartolomé de las Casas o Casaus, compuso, por comisión del Consejo Real de las Indias, sobre la materia de los indios que se han hecho en ellas esclavos. El cual contiene muchas razones y auctoridades jurídicas, que pueden aprovechar a los lectores para determinar muchas y diversas questiones dudosas en materia de restitución y de otras que al presente los hombres el tiempo de agora tratan” (sic). Conocido tradicionalmente como el “Tratado sobre la materia de los indios que han hecho esclavos”, este escrito contiene dentro del punto sexto la primera afirmación registrada de la existencia de un concepto llamado “derechos humanos”: 

 

Lo sexto se suponga que según las reglas de los derechos humanos, confirmados por la razón y ley natural, y mucho más por la ley de la charidad (sic) cristiana, algunas veces se admiten o hacen justamente algunas determinaciones y cosas, por ciertos respectos y razones que se ofrecen, las cuales, si cesasen aquellas, con justicia no podrían tolerarse (De las Casas, 2018: 551).

 

Este párrafo tiene una importancia capital para la comprensión del proceso de surgimiento del concepto. No se trata sólo de la novedad en el argumento sobre cierto tipo de derechos que permitirían por sí mismos, la defensa propia del indígena en contra del proceso de conquista, sino también y especialmente, en la forma en que construye una separación y distinción respecto a otros conceptos similares: al presentar la idea de que esos derechos, llamados por él, “humanos” son algo que la razón y la ley natural confirman, De las Casas reconoce así, en ellos algo diferente a esa razón y a la mencionada “ley natural”. Al hacer esto, muestra que el concepto que está usando no es, ni remotamente, el de derechos naturales, un concepto que tiene una antigüedad mayor y que se deriva de la idea del derecho o ley natural, es decir, una serie de derechos que surgen de un sistema normativo previo a la existencia del ser humano y que tiene un carácter inmutable y externo a la humanidad misma.

En el mismo sentido, las reglas religiosas y su sustento, el mandato divino, son colocados como paralelos a esta nueva categoría. En última instancia, es claro, todo se deriva, al menos desde el pensamiento del fraile, a partir de dicho mandato, pues si bien articula una categoría nueva, ésta no rompe con la lógica universal del pensamiento religioso medieval. Ni una hoja se mueve sin la voluntad de su dios, pero estos derechos no tienen una relación directa e inmediata con esa voluntad, como si lo podrían tener las reglas religiosas -el derecho canónico, para usar su nombre correcto- ni las reglas inmutables de la divinidad -el derecho divino-. Son elementos que, al igual que muchos otros que se encuentran en la sociedad, surgen tan sólo de forma indirecta de esa voluntad y que deben, entonces, al menos analíticamente, separarse de ella. 

Los derechos humanos planteados, así, por Fray Bartolomé, son algo diferente, distinto a los derechos naturales (ya sean estos surgidos desde la visión racionalista, o axiológica) y no derivados de la religión ni directamente, de la divinidad, es decir, que son también diferentes a los derechos divinos (una forma específica y diferenciada conceptualmente para la lógica religiosa, de llamar a los derechos naturales cuándo se construyen a partir de un sustento teológico). Todas estas categorías, son igualmente presentadas en el tratado, haciendo, a partir de cada una de ellas, una justificación de la defensa de las comunidades. Esta defensa, por un lado del indígena, de su guerra defensiva e incluso, de su equivalencia -y como en todos los casos, parcial superioridad- respecto a los conquistadores españoles (Hanke, 2018: XVIII), por otro, del proceso de evangelización que considera necesaria, se encuentran ya en los diversos tratados que, entre 1552 y 1553, el fraile publicó en Sevilla para servir como manuales para los nuevos misioneros que se dirigían a nuestras tierras (Giménez Fernández, 2018: XXI). Pero en ninguno de ellos, así como tampoco en la pluma de otros autores, que, defendiendo las mismas ideas de libertad e igualdad de los indígenas, escribieron y lucharon antes que él, se menciona explícitamente este tipo de derechos (cfr. Cuena Boy, 2013).

 

3.3 Los silencios y las ausencias en el origen del concepto “derechos humanos”

Presentada al fin la referencia específica del primer registro de este concepto, queda aún la empresa de observar los silencios y las ausencias que rodean a esta historia.  El primero, que resulta más obvio, es el silencio que se crea “de este lado de la línea” (Santos, 2014a), es decir, la forma en que, dentro de los poderes imperiales, del pasado y el presente, se crea una jerarquía por la posibilidad de construir una narrativa propia sobre los derechos humanos. Ya atrás se ha mencionado como dentro de la visión histórica de los derechos, se suele establecer como puntos de referencia a las revoluciones burguesas. Más importante aún, a ciertas revoluciones burguesas que sucedieron en el centro del desarrollo del modo de producción capitalista (cfr. Tigar y Levi, 1986). 

A pesar de que el periodo revolucionario mencionado recorrió no sólo los países centroeuropeos, sino todo el mundo, la forma tradicional de tratar historiográficamente el momento suele asumir una centralidad total del proceso en el llamado “viejo continente”, y más especialmente, en los países que se considera, tienen un proceso más avanzado de desarrollo capitalista (Hobsbawm, 2009: 7-8). Esto no es, necesariamente, una revisión “neutra”, sino una decisión política (cfr. García Fernández, 2020). Colocar, por ejemplo, la revolución de Haití, los intentos libertadores de Nueva España o los procesos de resistencia africana en un camino diferente, no es algo que pueda considerarse equivocado, sino que debe verse siempre como elegido. Y en esa elección, el dejar afuera igualmente, a otros procesos, como los del colonialismo en África y América, no significa que éstos no existieron, sino simplemente, que se han decidido dejar fuera por alguna razón. 

En este sentido, la supuestamente sistemática ignorancia sobre el origen del concepto “derechos humanos” entre las tierras de la Nueva España y su metrópoli, registrado por primera vez por un fraile dominico, responde a un proceso de ocultamiento que tiene por objeto una apropiación de los bienes culturales a favor de los poderes coloniales del momento (cfr. Grosfoguel, 2016), incluso en detrimento de aquellos que en el pasado gozaban de un estatus imperial manifiesto. La salida de la centralidad discursiva de Portugal, España e incluso, lo que ahora es Italia, responde a la construcción escalonada de una historia progresiva: estas naciones, junto con el resto de aquellas que sustentaron el surgimiento de lo que ahora es Europa gracias a  las culturas mediterráneas- semíticas (cfr. Dussel, 2000) se ven como antecedentes, formas imperfectas que sirvieron para el genio creativo tardío que surgió no de ellas, directamente, sino que les utilizó para construir el mundo contemporáneo. Otras explicaciones, centradas, por ejemplo, en ciertas especificidades de carácter que se han calificado como procedentes del norte europeo (e.g. Weber, 2012), han intentado construir, desde hace mucho tiempo, visiones alternativas que prescindan o coloquen como elementos secundarios a esos procesos. Una de las mejores maneras, que ha sido explícitamente formulada, es el silencio sistemático. No mencionar en absoluto, ni para rechazar o cuestionar, aquello que es claramente anterior a lo que se narra, sino asumir simplemente que no existen y actuar como si todo lo que es anterior, fuera el estado de naturaleza de la humanidad. 

A pesar de esto, la manera en que estos procesos se desarrollan, tiende a encontrar resistencias, incluso dentro de la academia, que, si bien en muchas ocasiones pueden verse como marginales, están aún, presentes. En el caso del surgimiento del concepto de los derechos humanos -así como los procesos que nombra éste- es posible identificar a la llamada tradición hispanoamericana, o iberoamericana, de los derechos humanos (cfr. e.g. De la Torre Rangel, 2014; Gava Caciatori, 2019; Rosillo, 2018), que recoge el papel de Bartolomé de las Casas, Francisco de Vitoria, así como de los grandes debates de los siglos de conquista y colonialismo. 

Es aquí, sin embargo, donde debe colocarse una segunda línea de silencios y emergencias. La llamada “línea abisal” (Santos, 2014a) cruza los procesos epistémicos de construcción de conocimiento histórico y reconoce en “el otro” a un ser cuyo proceso es válido -aunque dejado de lado- y quien es visto no como sujeto, sino como objeto de dicho proceso. No resulta raro encontrar, -incluso entre aquellos mismos que colocan en el centro a las figuras antes mencionadas-, a quienes rechazan de manera cerrada, la participación de sus interlocutores indígenas en aquello que reconocen como un encuentro intercultural (e.g. Hanke, 1951).

De esta forma, aquellos episodios que fueron centrales no sólo para la construcción específica y concreta del concepto mismo, sino también y especialmente, en los procesos que generaron sus posibilidades de existencia, se observan de forma sesgada, como caminos unilaterales en donde los misioneros, pensadores y sujetos políticos de Europa, se encuentran con una masa amorfa, sin capacidad de construcción no sólo conceptual, sino incluso histórica, a quienes deben salvar o bien, explicar el mundo para que puedan existir dentro de él. Los esfuerzos que se hacen, por ejemplo, para determinar la importancia del encuentro entre una visión embrionariamente individualista y un conjunto de sociedades comunitaristas plenas, (cfr. Cunill, 2012), y para diseñar una estrategia conceptual que permita el surgimiento de una defensa plena del sujeto político universal, o de los múltiples y variados procesos de resistencia que se desarrollaron no sólo a nivel bélico por las comunidades y sus líderes, sino también con la reinterpretación y aprendizaje de los lenguajes jurídico- religiosos de los conquistadores (Cunill, 2015; Cunill y Quijano, 2020), se ven como actos benévolos por parte de los sujetos europeos para incluir en el mundo a los indígenas. 

Ahí donde el estudio historiográfico muestra una defensa jurídica conjunta (León Portilla, 2015), usando no los conceptos, pero si los presupuestos que más adelante harán posible su existencia,  la visión tradicional insiste en ver a un sujeto indígena silencioso, ignorante, totalmente abatido, que le permite construir un héroe que dista mucho de ser real y tiende a repetir los esquemas de la conquista, pero en un nivel de procesos epistémicos y de construcción de conocimiento. 

En este sentido, las visiones hispanoamericanas e iberoamericanas de los derechos tienden, en la mayoría de los casos, a reproducir una visión intercultural del concepto, su historia y las prácticas que articulan su realidad práctica, algo que, después es reinterpretado por las visiones tradicionales dominantes, como una pugna entre dos visiones contrarias en un mismo cuadrante de conocimiento. Es decir, no un opuesto fuera de su realidad, sino una visión especular minoritaria (cfr. Santos, 2000), que, presentado bajo ese postulado, sería siempre entonces menos interesante o relevante para el tema en concreto. Después de todo, quien decide los parámetros de atención, encontrará siempre que sus propias elecciones son mejores para lo que ha escogido. 

 A partir de esta visión, la construcción de una idea sobre los “derechos humanos” que se limite a comprender desde una visión unilateral la historia de su surgimiento, tenderá a reproducir muy fácilmente no sólo la llamada reducción juridicista de los derechos, sino también y especialmente, a comprender éstos desde una visión unilateral y no verdaderamente relacional.

4. Conclusiones

Si, como ha quedado establecido, las visiones tradicionales sobre los derechos humanos generan una comprensión sesgada de éstos, no sólo en sus prácticas y principios, sino también y especialmente, en la forma en que se permite su comprensión y conceptualización, esto se realiza en muchas ocasiones a través de una visión sesgada de la historia a través de la cual cada uno de esos elementos se han desarrollado. Esto resulta especialmente problemático porque, más allá de ser un problema focalizado, la diferencia entre posibilidades discursivas (Tapia Argüello, 2023b: 138) genera que una gran parte de las visiones que parten de una pretensión crítica reproduzcan, en muchas ocasiones sin proponérselo, los principios epistémicos que intentan refutar (cfr. Santos, 2000: 14-15). 

De esta forma, resulta comprensible que los derechos (e incluso el derecho) terminen convirtiéndose, para estas visiones, en elementos dúctiles, flotantes (Douzinas, 2000), incluso vacíos (Laclau, 1996: 69). Esto beneficia una comprensión instrumental, que parte de la idea de que dichos conceptos y sus prácticas, pueden ser usados en cualquier circunstancia y por cualquier actor social. Es verdad, que existe una pugna interpretativa para la comprensión de todo concepto; y más importante aún, que dicha pugna nunca es clausurada por completo (cfr. e.g. Correas y Del Gesso, 2003: 15). Nunca podría pensarse, al menos desde una visión materialista, en una esencialidad de los conceptos y mucho menos, en una convergencia homologable entre el nombre y aquello que es nombrado. Sin embargo, esta pugna no debe entenderse en un sentido artificial de separación social u objetivación de los procesos sociales. La pugna interpretativa no se hace sobre un concepto, sino que es, ella misma, el concepto en sí.

Una forma bastante adecuada de entender así a los derechos humanos, la encontramos en la idea de gramática de la dignidad (Santos, 2014b: 23- 27). Esto es, una forma, históricamente delimitada, a través de la cual se articulan las ideas sobre lo que es digno e indigno en una sociedad específica. Los derechos humanos serían una gramática particular, dentro de las múltiples que han existido en las sociedades humanas; y para más, una de las muchas que existen en la actualidad. Su uso hegemónico como discurso político y social, les convierte quizá en la gramática dominante, pero eso no significa ni que sea la única, ni que se encuentre arbitrariamente delimitada por la cultura en que se ha construido. Como toda gramática, las reglas y su forma concreta se modifican con el uso, si bien estructuran límites para ese mismo uso. Finalmente, se entiende cómo es que puede articularse dentro del derecho, pero al mismo tiempo mantener su existencia independiente de él: como gramática específica, uno de sus múltiples lenguajes es el legal, pero eso no limita su existencia a él. 

Esta comprensión nos aleja de la aproximación esencialista y juridicista que domina en las visiones tradicionales, y, que como se ha mostrado en el presente trabajo, está presente igualmente en varias posturas críticas. Pero al mismo tiempo, nos permite observar que muchas de las oposiciones y críticas formuladas en contra de ellos, no son simplemente equivocadas, sino parciales. Cuando Marx y Engels, por ejemplo, se oponen a los derechos humanos, a su reino en la sociedad burguesa y la forma en que ellos se articulan como una desigualdad legitimada, no se refieren a “los derechos” como objetos sociales artificiales, sino a una parte concreta y específica de ellos. Algo que, para más, quizá la mayoría de los estudiosos contemporáneos no llamarían ya “derechos humanos”, sino que se acercarían más a las ideas de los derechos fundamentales y constitucionales. 

De la misma forma, observar el origen del concepto y el espacio, cultural, geográfico, histórico, en que se construye, nos permite igualmente no rechazar la idea de la modernidad y occidental de los derechos humanos, sino cuestionar aquello que entendemos como moderno y occidental. Pensar en las exclusiones que se hacen al interior de estos conceptos y sobre todo, la multiplicidad de formas que pueden asumir. Al entender esto, el análisis histórico de los derechos humanos abre las posibilidades de una aproximación crítica, tanto de ellos, como de los procesos sociales en los que se ha involucrado.

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