Candidato a Doctor del Programa de Posgrado en Estudios Latinoamericanos (UNAM), en el Campo 3, Estado y Sociedad: Instituciones, procesos y movimientos sociales en América Latina. Maestro en Estudios latinoamericanos (UNAM) y Licenciado en Economía (IPN). Profesor del Instituto Politécnico Nacional IPN. Temas de Investigación: El Estado y procesos sociales en Venezuela y Bolivia. E-mail: maik858@hotmail.com.
El presente artículo analiza la reconfiguración del término “populismo” en América Latina a partir del giro antineoliberal de principios del siglo XXI en la región. Se argumenta el resurgimiento del concepto, tanto desde el discurso del poder como desde el discurso de izquierda; se aborda la necesidad de explorar el debate en torno de este para comprender su especificidad científica y su uso estratégico en la disputa por el poder. En otro momento, se analiza la reconfiguración del concepto en las últimas décadas como parte de una estrategia mediática para derrotar a los gobiernos de izquierda, por lo que se caracteriza a este como un discurso cínico.
Populismo, América Latina, izquierda, neoliberalismo.
The present article analyzes the reconfiguration of the concept of populism in Latin America after the turn away from neoliberalism in the early 21st century, in the region. The resurgence of the concept is argued, both from the discourse of power and from the discourse of the left; the need to explore the debate around it is addressed to understand its scientific specificity and its strategic use in the dispute for power. At another point, the reconfiguration of the concept in recent decades is analyzed as part of a media strategy to defeat leftist governments, which is why it is characterized as a cynical discourse.
Populism, Latin America, left, neoliberalism.
Luego de más de tres décadas de dominio neoliberal en América Latina, en medio de revueltas, radicalizaciones de movimientos sociales y sublevaciones militares, diversos países de la región avanzaron en la construcción de una vía política alternativa para sus naciones. Así, optaron por gobiernos de corte posneoliberal y, en mayor o menor grado, lograron frenar y revertir el proceso de privatización y saqueo de sus bienes públicos.
De tal modo, en la primera década del siglo XXI, se produjo el ascenso de diversos líderes con esta tendencia: para 1999, el de Chávez, en Venezuela; el de Lula en Brasil y Néstor Kirchner en Argentina, durante 2003; el de Evo Morales, para 2005, en el caso de Bolivia; el de Tabaré Vázquez en Uruguay y Daniel Ortega en Nicaragua, que tomaron el poder en 2007, y el de Rafael Correa en Ecuador y Mauricio Funes en el Salvador para 2009 (Olmos, 2018).
La mayoría de estos gobiernos consiguieron mantener al menos diez años el control estatal de sus países e implementaron importantes cambios en lo social, lo político y lo económico. Según Constanza Moreira (2017), con datos de la Cepal, estos gobiernos lograron mantener un crecimiento sostenido por casi dos décadas, sacando a 70 millones de personas de la pobreza y expandiendo sus clases medias hasta llevarlas a ser el 50% de la población en algunos casos. Dichos resultados fueron posibles debido a cuatro factores:
Como resultado, se observó en el decremento del coeficiente de Gini de 0.6 en el año 2000 a 0.3 en 2010, reduciendo de manera importante la desigualdad en estos países (Moreira, 2017). Además, la pobreza se redujo a la mitad: en 1990 el porcentaje promedio para la región era de 48.4% y 22.6% en pobreza extrema, mientras que, en 2014, este pasó a 28% y 12% en pobreza extrema. Asimismo, hubo una disminución del índice de desempleo de 10.4 en el año 2000 a 6.6 en 2015 en promedio para América Latina.
Ante esta ola posneoliberal y sus avances económicos, la ofensiva hegemónica no se hizo esperar: de forma cada vez más clara, hemos experimentado una reconfiguración neoautoritaria del capitalismo de la región que, por si fuera poco, se articula cada vez más raigalmente con la violencia económica anónima y la de corte político para administrar la correlación de fuerzas en el ámbito social. Esta forma asimila que el “progreso” no será para todos, abriendo una propensión a que múltiples destacamentos de “pluspoblación” sobrante no solo sean relegados al olvido, sino que deban ser eliminados para asegurar el “bienestar” de algunos sectores de la sociedad (Beinstein y Arizmendi, 2018).
La anterior tendencia se radicalizó durante el segundo mandato de Obama y se intensificó con la llegada de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos, especialmente durante su carrera por la reelección (Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba, 2019). La región se vio amenazada por múltiples sucesos que mostraron la realidad del cuadro recién pintado: el ascenso de Bolsonaro a la presidencia de Brasil tras el golpe judicial (lawfare) contra Dilma Rousseff, y el encarcelamiento de Lula da Silva; el triunfo del gobierno autoritario y mafioso de Macri en Argentina (Beinstein, 2017) y el de Lenin Moreno en Ecuador, o el fraude electoral en Honduras y la imposición violenta de Juan Orlando Hernández.
Lamentablemente, a esos sucesos habría que agregar el intento de magnicidio a Nicolás Maduro, la guerra económica, el embargo económico y las pretensiones de invasión militar en Venezuela; el golpe de Estado a Evo Morales y la instalación de un Estado de facto en Bolivia; la actual escalada de violencia producida por el crimen organizado en Ecuador y el triunfo de la ultraderecha en Argentina con Milei. Sin duda, estos elementos demuestran una tendencia neoautoritaria que intenta desplegar una subordinación más profunda de la región por medio de formas de “Estado de excepción”.
Dentro de dicha ofensiva neoautoritaria, la estrategia mediática y discursiva tiene gran relevancia para deslegitimar a los gobiernos progresistas de la región; forma parte de un conjunto de elementos que configuran una acometida basada en una guerra híbrida o de cuarta generación, donde los mass media constituyen un ariete predilecto de la guerra psicológica (Fazio, 2016). Este último se encuentra dirigido a un público más convencional y masivo con el “mito de la dictadura”, que ha sido el mecanismo predilecto de los medios para mistificar, mediante un quid pro quom, los procesos sociales de los países “progresistas”, reinterpretándolos en la opinión pública como regímenes autoritarios.
Por otro lado, un segundo mecanismo mediático de manipulación que, además de ser dirigido al público en general, ha permeado los círculos de la academia con grandes adeptos, es la noción de “populismo”. El uso del término es tan extenso en las últimas dos décadas que, en 2017, el comité editor del Diccionario de Cambridge le otorgó el título de “Palabra del Año” (Moffitt, 2022). Periodistas a nivel mundial, líderes de opinión, think tanks y fake news lo han usado para aludir a diversos eventos, impulsados desde la derecha y la izquierda, así como para referirse frecuentemente a los gobiernos latinoamericanos de corte posneoliberal que surgieron desde la primera década del milenio.
Es tal la relevancia del concepto que ha provocado un gran revuelo en las ciencias sociales contemporáneas, pues había dejado de discutirse críticamente en las ciencias sociales latinoamericanas desde la década de los setenta, y sus debates parecían aplicarse solo a los gobiernos emanados de los nacionalismos de la región en el siglo pasado. No obstante, el término regresó con más fuerza, aunque sin ese enfoque teórico-conceptual desarrollado en esos arduos debates; ahora es usado para referirse tanto a gobiernos de izquierda, nacionalistas, de derecha, neoliberales y de ultraderecha por igual, sin distinción entre unos y otros. Ello se aprecia no solo en el discurso del poder, sino dentro del de la izquierda latinoamericana. Así, es fundamental retomar las discusiones de hace décadas para comprender la especificidad histórico-política del concepto de populismo y cómo cambió en la vuelta de siglo.
Cabe señalar que el término ha adquirido un nuevo uso como estrategia político-mediática por parte de las tendencias conservadoras del siglo XXI, sobre todo. Asimismo, ha resurgido un intento, desde el discurso crítico, de manejarle como categoría de análisis conceptual para entender a los gobiernos de izquierda latinoamericanos que, lejos de constituirse como referente teórico, ha generado confusión y termina confabulándose, sin quererlo, con su uso en el discurso del poder. Es por eso que este ensayo revisará diversos autores y corrientes que han abordado el tema y, desde la crítica a la economía política, propondrá una conceptualización del término evaluando las implicaciones teórico-políticas de su “nuevo” uso.
En el primer apartado se realizará tal propuesta de conceptualización, apegada a la Crítica a la Economía Política de Marx. En consecuencia, se desarrollarán las condiciones históricas del concepto, es decir, cómo se inserta dentro de una fase del desarrollo capitalista de la región y, desde ahí, los límites que dan pie a su caducidad conceptual dentro del debate latinoamericano. En segundo lugar, se abordará el “regreso” del uso del término, ahora hecho por el discurso del poder; se analizarán sus fundamentos y su nueva configuración cínica, acorde con la ofensiva autoritaria del nuevo capitalismo mundial. Por último, se examinará su uso desde la izquierda (que, lejos de reconceptualizar el término, ayudando así en la lucha emancipatoria y anticapitalista, parece constituir un lastre teórico para la comprensión de estos países posneoliberales).
El uso del término “populismo” para denominar a estos gobiernos ha sido auspiciado por los medios de comunicación corporativos; sin embargo, a diferencia del “mito de la dictadura” (Vázquez, 2023), el cual es el preferido por estos, la palabra populismo no va a surgir de ellos. Fundamentalmente es un término desarrollado dentro del ámbito académico, y utilizado tanto en el discurso del poder como en el de izquierda, hasta llegar a ser un concepto de uso común para referirse al progresismo latinoamericano. De tal forma, ¿se puede considerar que, debido a la existencia de una cantidad innumerable de nociones, ha perdido significado histórico?
Desde las décadas de los sesenta y setenta se utilizó para dar cuenta de una forma político-económica, basada en el desarrollo de un Estado capaz de edificar el nacionalismo latinoamericano. Por el contrario, la nueva conceptualización, buscando convertirse en una estrategia de ofensiva política contra los gobiernos posneoliberales de la región, ha abandonado su contenido histórico-material. Ahora bien, visto desde un análisis de la lucha de clases, el populismo se constituyó en una estrategia de las clases dominantes para edificar una reproducción de capital más autónomo y desarrollista para la región, que tuvo lugar en la mitad del siglo XX. Es necesario detenernos, pues, en este punto para aclarar las cosas.
El término populismo se empezó a usar en la Rusia zarista durante los arduos debates entre el marxismo clásico de Lenin y los narodniki. Empero, no es hasta finales del siglo XIX cuando este término ingresó en el continente americano para ser usado en las discusiones de la política norteamericana, en específico, para referirse a una estrategia de las clases populares agrarias contra los intereses y el avance de la industrialización (Borón, 2012).
En América Latina, el término populismo se empezó a usar para caracterizar a los gobiernos que emergieron a finales de la segunda y tercera década del siglo pasado. Estos regímenes tuvieron como característica principal la irrupción de grandes masas populares (obreras y campesinas) en el devenir político, organizadas por líderes carismáticos con pretensiones nacionalistas para combatir a las oligarquías. Dicho fenómeno tuvo lugar en varios países de Latinoamérica, especialmente en Argentina, Brasil y México, donde los movimientos obtuvieron un gran impacto en la vida económica y política.
El ascenso de esos líderes, articulados con las masas populares campesinas y obreras, dio la pauta para poder configurar un movimiento que impulsó el nuevo desarrollo económico y político, basado en la industrialización nacional. La alianza entre gobierno y clases obreras y campesinas fue clave para oponerse a las antiguas élites antidemocráticas y parasitarias que estaban volcadas, principalmente, hacia el sector agrario-externo.
Analizado desde una perspectiva crítica, el populismo significó un proceso estratégico de acomodo de las clases dominantes en alianza con las dominadas (o fracciones de las clases proletarias urbanas y campesinas), para construir un nuevo patrón de reproducción de capital que intentara una diversificación del mercado interno mediante la industrialización, lo que después se denominó “modelo de sustitución de importaciones”. Para esto, era necesaria la concreción de un movimiento social que impulsara el tránsito hacia un patrón “de reproducción industrial” (Osorio, 2016); un nuevo sistema de legitimidad social por parte de un Estado, de corte más social, que pudiera integrar a las clases populares campesinas y obreras.
A partir de esto, el populismo puede entenderse como un movimiento encargado de desplegar la industrialización comandada por el Estado, a través de un líder “carismático”, las fracciones de las clases dominantes industriales nacionales y las masas populares obreras; es un intento por consolidar un desarrollo autónomo en la región mediante la edificación de dos monopolios estratégicos: los recursos naturales (mediante las nacionalizaciones), y la fuerza de trabajo (extremadamente barata, por cierto) (Arizmendi y Boltvinik, 2007).
En diversos casos, lo recién mencionado implicó agremiar y proteger a la fuerza de trabajo de su dominio transnacional, haciendo uso y abuso de su condición sobreexplotada para que, junto con el monopolio de los recursos naturales, se compensaran las pérdidas que el intercambio desigual le imponía a la región por su atraso tecnológico. Así, se intentaba contrarrestar la hegemonía estadounidense mediante el desarrollo de este nuevo patrón industrial de reproducción que permitiera, justamente de un modo desarrollista, colocarse en una mejor posición en el mercado mundial.
De cualquier forma, dicha estrategia fue derrotada con el arribo de una nueva revolución tecnológica y el establecimiento del Estado neoliberal. La electro-informática y las nuevas cadenas globales de producción (Gereffi, 2001) impactaron en el proceso de trabajo mediante la deslocalización del mismo, permitiendo interconectar los sistemas informáticos con las máquinas-herramientas y, por tanto, generar el diseño de las mercancías dentro de la metrópoli capitalista y desplegar los distintos procesos productivos en las zonas del planeta donde la fuerza de trabajo pudiera ser extremadamente barata.
De esta manera, se fundó una nueva división internacional del trabajo que se conformaría en grandes cadenas globales de producción y segmentación de los procesos productivos, llevando a las zonas periféricas y dependientes a las fases de la producción maquiladora o de ensamble (Osorio, 2016). Por ese motivo, la ofensiva que el capital trajo consigo al mundo del trabajo, producto de la innovación tecnológica, fue brutal (al incrementar la precariedad laboral con los sistemas de subcontratación). Lo anterior acrecentó el valor de las transferencias hacia la metrópoli y el acceso de empresas trasnacionales a la sobreexplotación directa de las zonas dependientes, derrotando así el monopolio defensivo que los Estados periféricos celosamente cuidaron en el siglo pasado: la sobreexplotación de la fuerza de trabajo y los recursos naturales.
El cambio trajo consigo el reacomodo de una nueva burguesía monopólica aliada con los sectores de la burguesía transnacional, despreciando el desarrollo nacional soberano. La política asistencialista hacia los trabajadores canceló su pacto con las clases sociales obreras y campesinas, ya que la nueva burguesía, al estar comprometida en los mercados externos y en alianza con los sectores transnacionales, no se interesó por el alza salarial, el mercado interno, ni el proteccionismo social que desarrollaron las políticas populistas desde los años treinta del siglo pasado. Al mismo tiempo, el remedo de walfare state que construyeron los regímenes populistas se vendría abajo para dar paso al Estado neoliberal, cuya ideología neoconservadora impulsaría el desarrollo de un Estado eficiente que no debía intervenir en la economía.
El resultado fue la renuncia a cualquier tipo de proteccionismo social, a las alianzas con las masas populares, y la privatización de los diversos activos de la nación, junto con la transformación de la renta natural nacional en renta espuria, abandonando el desarrollo del país y desplegando una ofensiva contra el salario para contrarrestar las grandes transferencias provenientes de las deudas externas. Asimismo, se implementaron, junto con los mecanismos de dependencia, formas más violentas de acumulación por desposesión.
Se puede considerar que este fue el fin de los llamados populismos que se edificaron en el siglo pasado: su peculiaridad histórica, como proceso social de acuerdos entre clases para impulsar la industrialización de la región, fue derrotada y superada por el advenimiento del capitalismo neoliberal. Esto dejaría a la noción de populismo sin razón de existir en este nuevo siglo, aunque, como se verá más adelante, volvió bajo una nueva significación, ajena a la que la caracterizó en el siglo pasado, abriendo un nuevo “paradigma” en las ciencias sociales.
El término populismo regresó a inicios del siglo XXI, dejando de lado la peculiaridad histórica en la que surgiera previamente: ahora ya no respondió a la caracterización de la estrategia que desplegaron muchos capitalismos dependientes de la región, sino que tuvo como objetivo principal el desprestigio de gobiernos emanados de movimientos sociales antineoliberales que surgieron en la primera década de este siglo, o por lo menos eso se tratará de argumentar aquí.
Abunda la literatura de esta “nueva” noción de populismo (conceptos, nociones, configuraciones, periodizaciones, etc.), pero, sobre todo, ha sido usada para caracterizar principalmente a los gobiernos de izquierda dentro de la región, como los de Venezuela, Bolivia, Ecuador, Brasil, Argentina y México, entre los más destacados. Así, autores como Arenas (2010), Krauze (2008), Castañeda (2015), Germani (2003), Ianni (1975), Oppenheimer (Poliszuk, 2016) o Gratius (2007), por citar a algunos, coinciden en que el populismo es la característica principal de los gobiernos autoritarios. Según estos autores, sus regímenes se identifican por un estilo de gobernar que se basa en la mancuerna entre líderes carismáticos y masas sociales manipuladas por dádivas provenientes del uso de los recursos públicos y la renta natural. Además, aquellos “líderes” seducen a las masas con un discurso ideológico de confrontación o retórica que promete la redención de las demandas sociales.
De tal manera, los “líderes carismáticos”, apoyados por las “masas sociales”, tienden a debilitar la democracia mediante la subordinación de éstas a la figura del presidente y, a través de la multiplicación de “dudosos” procesos electorales, logran colocarse en el poder por años. En ese tiempo, desmantelan las instituciones “democráticas” y rechazan las bondades del libre mercado para consolidar Estados burocratizados e ineficientes.
Según los autores citados arriba, para conceptualizar el populismo basta reconocer una serie de “atributos” autoritarios que representan un riesgo para la democracia, aunque, con ligeros cambios de matices y agregados, son distintos para cada país en específico. En Venezuela, por ejemplo, quien más ha trabajado en la formulación del populismo es sin duda Nelly Arenas (2010), quien denomina al chavismo como un “populismo radical” debido, en primer lugar, al desarrollo de un “rentismo magnificado” que sostiene económicamente la forma político-discursiva que combina asistencialismo y nacionalismo. Según Arenas, mediante el control de los ingresos y una fuerza económica proveniente de la renta petrolera, el “populismo radical” posibilita la centralización de la economía mediante un “Estado autónomo” que permite subordinar a los sectores de la economía, dejando fuera a “otros actores” (privados), y esto lo coloca como una de las “formas políticas y económicas más autoritarias de América Latina” (Arenas, 2010).
En esta misma tónica, Susanne Gratius (2007) agrega a los argumentos de Arenas el elemento militarista y refundacional, que también caracteriza al chavismo, denominándolo “nacional-populismo militar”. Ahora bien, la misma autora determina, ya pensando en otros populismos, que en el caso boliviano se ha consolidado uno “étnico refundacional”. Este tiene como componente principal el factor étnico en lugar de las masas obreras, lo que le lleva a no tener la misma radicalidad que el venezolano (es un “etno-populismo” que carga los dados al movimiento indígena más que al carisma del presidente); sin embargo, sigue siendo un populismo por los rasgos restrictivos hacia el libre mercado y el control de los recursos naturales.
Este par de ejemplos sirven para ver cómo el discurso del poder ha traído de vuelta el término de populismo desde un vacío epistémico. Este “nuevo” término ya no tiene como fundamento explicar la estrategia de los gobiernos nacionalistas del siglo pasado, los cuales tenían como objetivo desarrollar una fase específica del capitalismo latinoamericano; simplemente representa el despliegue de atributos sin sustento en el marco del análisis de la lucha de clases, y adquiere un sentido peyorativo. Así, queda desprovisto de un fondo histórico material (como fundamento de un patrón de reproducción industrial cuyo fin era el impulso de la industrialización de la región latinoamericana); solo significa un intento de crear un mercado interno y un desarrollo autónomo que coloca a estos países en una postura distinta en el mercado mundial. Por ello, la “renovada” noción del populismo usada por el discurso del poder ha provocado, dentro del concepto, un deslizamiento semántico que lo vacía de contenido y que resulta en un simple insulto que busca descalificar y confundir (Dussel, 2012).
Muestras de este uso “nuevo” del concepto lo encontramos en un libro como el de Enrique Krauze (2008), El poder y el delirio; en el prólogo que Mario Vargas Llosa (2017) hace a Populismo, El nuevo enemigo, o en el de Gloria Álvarez y Axel Kaiser (2016), llamado El engaño populista, por recordar algunos. Estos libros son un compendio de señalamientos y “atributos” psicologistas que, más que un análisis científico, representan panfletos descalificativos; destacan más por su propaganda política en tiempos electorales, que por un razonamiento serio de la peculiaridad de dichos procesos, y son alocuciones que, en “su escandalosa unilateralidad e incoherencia” discursiva, tratan “de ver la paja en el ojo ajeno” sin advertir la viga “clavada en el propio” (Borón, 2012).
Actualmente, el término populismo se utiliza más bien dentro de una lógica discursiva distinta; una lógica despojada de la fundamentación del análisis de la lucha de clases que cataloga como “populistas” a gobiernos que adoptan políticas que van a contracorriente de las normas “neoliberales” y del libre mercado, el cual impulsa la nueva fase de la mundialización capitalista. Aquí se puede señalar que, en esta “nueva” concepción de populismo, resalta una lógica “cínica” porque en ella será el mercado quien imponga restricciones violentas al proceso de reproducción social, quien elija los heridos y los muertos y, además, cancele con el epíteto de “populismo” cualquier forma de ejercer la soberanía nacional, ya sea por parte de líderes sociales, movimientos o Estados soberanos.
Cualquier experiencia social que ponga de relieve “lo político” y que pueda entrometerse en los asuntos del mercado o ir contra él será catalogado de “populista”. De modo que la noción actual de populismo es fruto de una reflexión más bien cínica hecha sobre la base de cuestionar los elementos antineoliberales de los gobiernos de izquierda, es decir, las estrategias para constituirse como una economía soberana y, hasta cierto punto, popular. Mediante una desespecificación histórica, el término yuxtapone la función que cumplió el populismo en el siglo pasado con esta otra estrategia, surgida a finales de siglo, cuya meta es justificar la reconfiguración cínica y autoritaria del capitalismo. Así, es parte de un discurso que logra insertarse en el cinismo de la era, que niega rotundamente cualquier forma de autonomía de las naciones y las sociedades, pues al momento en que estas la afirman, ya sea mediante líderes o movimientos populares, encubre la función del populismo del siglo pasado (industrialización e intento de consolidación de un mercado interno) mediante un argumento demagógico mistificador que lo convierte en un elemento de corte demoníaco (con el objetivo de generar repulsión en la sociedad).
Al igual que el “mito de la globalización” (Arizmendi, 2002), tal discurso se configura como un elemento ideológico que no sólo confunde, sino que también trastoca las capacidades políticas de los sujetos, desarmándolos ante posibles escenarios de soberanía política y económica. El populismo, por ello, es un término que cínicamente manipula la acción social para integrar al sujeto en una cancelación de su politización y redirigirlo al servicio cínico de la acumulación de capital y del mercado.
La noción cínica de populismo sirve para ver estas contradicciones sociales e impulsar, junto con el mito de la globalización como era de transición a la democracia, a las “democracias de mercado” (Chomsky, 2007). Estas “democracias” funcionan bajo la lógica del “despotismo” o “dictadura” del capital, denigrando y cancelando la posibilidad de cualquier modo de autoorganización política del sujeto social, así como cualquier clase de soberanía dentro del proceso de reproducción social, por más mínima que sea (y esto reduce la democracia al simple uso de procesos de elección de “representantes”).
Así, la versión cínica del término populismo responde a la defensa del despotismo del capital cuando más promueve la “democracia”, es decir, cuando se presenta como su defensora, con lo que intrínsecamente contiene un elemento profundamente autoritario (por ejemplo, la crítica cínica al mesianismo que promueve la ideología del populismo, paradójicamente, pone como “salvador” al libre mercado).
La noción cínica del populismo desarrollada en la vuelta de siglo, lejos de ser parte de un discurso “libertario” que busca alertar de los peligros del supuesto “autoritarismo” de los gobiernos de izquierda en la región, representa justamente eso: un discurso profundamente autoritario; busca integrar al sujeto social a una dinámica de apolitización, articulándolo a la lógica del mercado que despliega el despotismo del capital como sujeto automático. Es derivado de una lógica que tiene como fundamento la creación de simulacros de democracia que tienden a formas profundamente antidemocráticas y neoautoritarias pero, sobre todo, funciona como una de las múltiples estrategias dirigidas a instalar escenarios de “Estado de excepción” dentro de la región, mediante el despliegue de una guerra psicológica.
La “nueva” noción de populismo, carente de contenido científico, debería ser rechazada del debate social actual para caracterizar a los gobiernos populares; incluye un planteamiento demagógico que tiene como único propósito desprestigiar cualquier elemento incipiente de construcción de soberanía popular o algún potencial brote anticapitalista en la región. Por eso, tal replanteamiento del concepto de populismo tiene sentido en el marco de las abiertas formas de neoautoritarismo a nivel mundial, que intentan imprimir esa tendencia a la acumulación de capital. Se trata, en realidad, de un discurso que apuesta por la consolidación y profundización de la dependencia de las naciones latinoamericanas.
Como se ha visto hasta aquí, el término “populismo” se ha utilizado como un concepto despectivo desprovisto de base científica. La razón cínica del discurso del poder lo utiliza como un dispositivo para desprestigiar y despolitizar a la sociedad, buscando hacerlo funcional a la reconfiguración neoliberal y autoritaria del capitalismo moderno. En consecuencia, es necesario considerar estos elementos para analizar el uso y regreso del término para caracterizar los procesos sociales de Venezuela, Bolivia, Ecuador (en el período de Correa) y otros países posneoliberales.
Sin embargo, el concepto de populismo ha resurgido desde la izquierda con la formulación que Laclau (2005) en La razón populista, y Mouffe (2018) en Por un populismo de izquierda han realizado para reivindicar su uso. Ambos autores proponen una recuperación y redefinición conceptual del término despojándolo del manto de desprecio que se le ha impreso. El motivo es utilizarlo como una categoría de análisis político y social de los países que impulsaron una transformación y refundación del Estado a principios del siglo XXI. En palabras de Laclau:
Nuestro intento no ha sido encontrar el verdadero referente del populismo, sino hacer lo opuesto: mostrar que el populismo no tiene ninguna unidad referencial, porque no está atribuido a un fenómeno delimitable, sino una lógica social, cuyos efectos atraviesan una variedad de fenómenos. El populismo es, simplemente, un modo de construir lo político. (Laclau, 2005)
Siguiendo este argumento, el populismo se define como una condensación de múltiples demandas que se articulan en torno a un líder, el cual asume la impugnación de un orden establecido (oligarquía, conservadores, etc.). Sin embargo, la falta de una “unidad referencial o fenómeno delimitable” hace que el populismo sea simplemente una posición formal entre dos bandos que se oponen políticamente en una lógica de “ellos y nosotros”. La conceptualización proviene, principalmente, de concebir “lo político” como antagonismo, debido a que las relaciones entre los seres humanos son finalmente de poder y, por tanto, de confrontación (Mouffe, 2007).
Esta lógica lleva a concluir que, al final, toda política es populista por su carácter antagónico respecto a otra; cualquier “variedad de fenómenos” puede ser motivo para atribuirle el término de populismo, especialmente a una que se desarrolla entre un líder carismático y el pueblo. De esta forma, autores como Laclau y Mouffe pueden atribuir el carácter de populismo a regímenes políticos como el de Perón, Chávez, Hitler, Mao y Uribe, sin más distinción que el simple diferenciador de populismo de derecha o de izquierda.
Esta categorización se basa en que todos esos regímenes representan una “construcción política” que articula demandas insatisfechas y que enfrenta a diferentes sectores sociales. El hilarante esfuerzo por “salvar” el término populismo como herramienta conceptual que da cuenta de los procesos de cambio en la región terminó en una serie de intentos para justificar una categoría que se basa en la eliminación del fundamento objetivo del concepto. Reducirlo a un simple constructo discursivo antagónico (nosotros-ellos) despoja al concepto de populismo de su conexión con la realidad histórica material o, en su caso, lo deslegitima como fundamento de la lucha de clases, convirtiéndole en una categoría que no permite distinguir entre procesos sociales radicalmente disímiles como los de Hitler y Chávez. Un análisis no tan exhaustivo con base en tal lucha podría determinar el inmenso abismo entre estos dos fenómenos sociales.
Pero, en realidad, ¿qué se esconde detrás de una “reformulación” tan peculiar de un concepto que, en los debates del siglo pasado, había quedado atrás y sepultado por la avalancha de la mundialización neoliberal, la cual volvió caduca esta estrategia capitalista en las décadas de los ochenta y noventa? Veamos que dicha formulación se basa en una supuesta contradicción insalvable del marxismo: “la contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción. Es una contradicción sin antagonismo, mientras que la lucha de clases, por su parte, es un antagonismo sin contradicción” (Laclau [1993], como se cita en Borón, 2008).
Esto significa llevar las contradicciones sociales al terreno de la contradicción discursiva. Según Laclau, el marxismo contiene un determinismo economicista que lleva a crear identidades antagónicas predefinidas; el “posmarxismo”, por el contrario, debe plantearse el abandono del economicismo propio del marxismo: las discrepancias sociales no pueden ser objetivas, su esencia se adquiere sólo si se presentan de forma discursiva. Así, gracias a esta inmanente discordancia antagónica de las relaciones humanas se justifica una “razón discursiva”. Por otro lado, la teoría de la explotación de Marx y, por consiguiente, la ley de la acumulación de capital como fundamento de la lucha de clases no tendrían razón de ser, ya que sus contradicciones tienen sentido si los obreros interiorizan discursivamente la explotación. La realidad solo es posible si se transforma a partir de ser objeto del discurso y si el sujeto puede representar este antagonismo (Borón, 2008). De esta manera, el supuesto “posmarxismo” se reduce a una relectura idealista del marxismo: se configura como un antimarxismo, una sociología que reedita bajo una forma actualizada el idealismo trascendental kantiano, y de ahí que cronológicamente sea un premarxismo.
Aquí se propone que, si bien tal esfuerzo dirige su crítica de forma errada a una “supuesta” incoherencia del marxismo clásico, esta debería ser dirigida al determinismo estalinista que caracterizó al “marxismo soviético” (Marcuse, 1969), pues la racionalidad dirigida a justificar aquel régimen de terror formuló una “versión” caricaturizada del marxismo que forzó el desarrollo de las fuerzas productivas subordinadas a la figura mesiánica del líder, y que dominó a sus masas determinadas de antemano, estableciendo una identidad clasista inmanente.
Podemos señalar que, dentro de esta argumentación, la “nueva” noción de populismo se inserta en su reconfiguración neoestructuralista posmoderna. Desprovisto de fundamentación histórica, el concepto no tiene más remedio que ser utilizado como estrategia para la consolidación de la hegemonía política. Esto solo puede adquirir un carácter semántico en la figura del líder que ha de articular las demandas de forma plural; por tanto, construir la hegemonía al margen de las condiciones materiales e históricas es la fuente que nutre el concepto de “populismo de izquierda”; luchar “por un populismo de izquierda” sería la consigna para construir una hegemonía que supuestamente combata al de derecha, sin hacer distinción práctica entre uno y otro.
Así, el centro de la contradicción social ya no se encontraría en el trabajo ni en el capital, sino que quedaría disperso en múltiples enfrentamientos antagónicos espontáneos e inmanentes que constituyen “lo político” de las relaciones humanas como relaciones de poder. Para superarla, se apuesta por una “radicalización de la democracia” que, sin querer, deja entrar por la puerta de atrás un dejo de liberalismo, lo que se debe a que no está en juego la redefinición completa del proyecto civilizatorio —debido a que tal contradicción no existe—, sino la redefinición más plural y radical de la democracia liberal. Dado que el antagonismo es insuperable, la necesidad de integrar a “otro u otros” depende de que nunca dejen de ser antagónicos. Por lo tanto, la “democracia radical” que proponen significa integrar esos “enemigos” de forma que distienda la contradicción (agonismo) mediante instituciones que encaucen sus demandas como legítimas, evitando así que se destruyan entre ellos (Mouffe, 2007).
Se trata de un discurso peligroso que ha generado confusiones históricas en la izquierda latinoamericana, que ha dificultado la comprensión de la peculiaridad histórica de países como Venezuela, Bolivia y Ecuador, y sus contradictorios avances en la lucha antimperialista y antisistémica, en contraste con países con menor radicalidad como Argentina, Brasil, Uruguay y México. Por ello, aquí se considera que, en su intento de rescatar el concepto de populismo para la izquierda y el discurso crítico, Laclau y Mouffe terminan por fortalecer el carácter peyorativo que el discurso del poder le ha impreso. Su débil concepción se sincroniza, de alguna forma y sin planteárselo, con el uso despectivo que el discurso del poder hace del término. Además, extiende el abandono y la supuesta superación del discurso crítico de Marx para entender los procesos emancipatorios de Latinoamérica (algo que comparte, sin quererlo, con el discurso del poder).
La razón “cínica” del populismo no puede ser el concepto con el que se elabore el diagnóstico de los países que dieron un salto a la impugnación neoliberal de la acumulación capitalista de finales del siglo XX. Este concepto es parte de un discurso dirigido a desarmar al movimiento popular de un carácter crítico transformador, y se utiliza de dos maneras:
Ante la tendencia neoautoritaria que cada vez cobra más fuerza en el mundo (especialmente en Latinoamérica, donde se observa un choque de proyectos disímiles de Estado), es fundamental regresar al discurso crítico de Marx. Este nos permite definir los alcances y retos de los países posneoliberales, tomando en cuenta el choque de tendencias capitalistas y anticapitalistas presentes en sus proyectos de nación. Solo así se pueden valorar con amplitud sus avances hacia la construcción de un proyecto civilizatorio distinto y no desde su confusión conceptual. Determinar simplemente como populistas a sus gobiernos y no explicar su diferencia respecto al “populismo de derecha” nos lleva a confundirlos e igualarlos, lo que auspicia más al discurso del poder conservador para justificar su ofensiva contra ellos.
Hacer uso del término populismo con estas dos carencias epistémicas y olvidando la tradición conceptual heredada por el debate latinoamericano (que daría pie a abandonar esta referencia teórica para caracterizar al posneoliberalismo latinoamericano) solo nos lleva a perdernos en laberintos conceptuales para comprender la importancia y realidad de ciertas naciones, su problemas y límites. Justo ahí radica el reto de construir conceptualizaciones a contrapelo, que permitan ir más allá para nutrir el debate social en América Latina, y no será enarbolando o recuperando los conceptos que el discurso del poder quiere imponer que lograremos cerrarle el paso a la tendencia neoautoritaria de la región. La noción de populismo, en este sentido, le queda a deber mucho al pensamiento científico latinoamericano.
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