Licenciado en antropología, con especialidad en arqueología por la FCPyS-UNAM. Maestría (en curso) en antropología, en el IIA-UNAM. Cuenta con publicaciones como: Aproximaciones desde la antropología del turismo al patrimonio biocultural de Tlayacapan, México (Revista Ambivalências-2024); Gol dos astecas? Uso e representação de elementos arqueológicos no futebol mexicano moderno (Publicación Anual Yuyarccuni-2020); y Una lectura antropológica: Diego de Landa frente a los Mayas del siglo XVI.
Hablar de consumo en nuestros días y en la cotidianeidad de los ciudadanos comunes, ha perdido su nivel pragmático debido a la simple inercia de la acción enmarcada dentro de la rutina del mundo industrializado o en vías de desarrollo industrial, y sometida a una práctica que francamente se ha vuelto irreflexiva. En este mundo, los centros comerciales fomentan en sus visitantes el hábito de consumir por consumir, como un estilo de vida, valiéndose, entre otras estrategias, de un “engaño” interior (la arquitectura y el paisaje, los productos y servicios) y otro exterior (publicidad, mercadotecnia, moda y ocio).
Pero en ello, sólo hay beneficio para el gran capital relacionado con este tipo de comercio de bienes y servicios, que se expresa en ganancias económicas que les permiten avasallar mercados y continuar reproduciendo el “sistema” económico. Pese a esto me pregunto ¿Será probable pensar a estas alturas en un consumo responsable en el que el consumidor resulte beneficiario y beneficiado del bien o servicio que adquiere, y que, a la vez, le permita poseer plena conciencia del “sentido” de su compra o adquisición?
Para pensar en una idea de “consumo responsable”, es necesario destacar el concepto de consumo. El segundo proviene del latín cosumere, que equivaldría en el castellano a gastar. De hecho, la Real Academia de la Lengua Española define “consumo” como: “dicho de la sociedad o de la civilización que está basada en un sistema tendente a estimular la producción y uso de bienes no estrictamente necesarios” (RAE, 2014, p. 317). Aquí es notorio que la definición queda relacionada al proceso de acumulación de capital, ya que es de mayor utilidad para el ofertante del bien o servicio, dadas las características de los mercados de consumo en la actualidad, es decir, de la Modernidad Occidental.
En la teoría económica tradicional, el consumo no implica necesariamente el agotamiento o destrucción física de la mercancía (Astudillo, 2012). Por esto, tiene que ser necesariamente un proceso tangible, ya que cotidianamente uno consume servicios de todo tipo: gastronómicos, artísticos, lúdicos, logísticos, etc., esto además de los productos concretos de un mercado inserto en las lógicas de la producción masiva e industrializada del “Capitaloceno”. Pero, más allá de su valor económico, una mercancía es cualquier ‘cosa’ pensada para el intercambio; es decir, que satisfará diferentes necesidades sin importar que la relación entre dos entes —el que da y el que recibe— sea de carácter asimétrica (Appadurai, 1991).
En el consumo se intercambian mercancías con diversos intereses (Douglas & Isherwood, 1990). No obstante, en toda mercancía conviven dos tipos de valores: el real y el ficticio. El primero se refiere a la existencia misma del objeto o servicio, a sus cualidades, características físicas u origen. El segundo, es una valorización cuantitativa del costo, del desarrollo técnico o científico necesario para la elaboración del producto. Esta segunda forma se conoce también como fetichismo de las mercancías (Marx, 2007). Tal concepto implica la atribución de características ficticias o exageradas a las mercancías. A propósito de la relación que creamos con las mercancías, bastaría recordar la cantidad de tareas realizadas en la cotidianeidad y qué cosas utilizamos en ellas.
Ahora, imaginemos que acarreamos cajas o bolsas de detergente para lavar nuestra ropa; que coleccionamos estampitas o guardamos cupones de descuento; que reciclamos o desechamos basura. A lo largo de una jornada, tomamos multitud de decisiones y elecciones sin pensar demasiado al respecto. Esto resulta evidente en la diversidad de cosas que hemos aprendido a ejecutar dentro de nuestra cotidianeidad. Podemos utilizar la aspiradora, escuchar música de un smartphone y mantener una conversación. Con estos ejemplos podemos explicar los vínculos naturales o artificiales que creamos con las mercancías que poseemos o con los servicios que utilizamos de un proveedor.
La “lógica del consumo se presenta de forma tal que una persona experimenta la infelicidad cuando se topa con un producto que no puede comprar” (López Levi, 1999, p. 126). Entonces, la sociedad del consumo coincide con el mundo en que la “libertad” se ha convertido en la condición de “poder” consumir, de poder adquirir e intercambiar, inclusive, los bienes que puedan ser escasos, cuya gracia está en administrarlos. Dentro de las lógicas de la sociedad industrial (particularmente después de la Segunda Guerra Mundial), el consumo se convirtió en la libertad de los países “democráticos” capitalistas, en oposición a los países del otrora bloque socialista, y alimentó una suerte de “consumismo” relacionado, entre otros fenómenos, a una intolerancia hacia aquello de lo que se carece, a una necesidad socialmente aceptada y a una inhibición del sentido crítico del “ser” moderno. Así, la satisfacción y la autosatisfacción se comenzó a dar por un proceso de autoexigencia, a pesar de que resulte incongruente y contraproducente para la integridad física, mental y emocional de los individuos (Han, 2012), es decir, consumir y construir así un estatus y un “ser” dentro de la vorágine capitalista.
La “moda” es sin duda otro elemento central en el fenómeno del consumo transformado en “consumismo”. Pero la moda se convierte frecuentemente en la obligación de cambiar al compás del mercado. Es difícil saber vestir modernamente para la mayoría de los jóvenes que habitan en las urbes, pues una chaqueta que es tendencia hoy, dejará de serlo mañana y volverá como ave fénix dentro de tres inviernos. Al respecto, Bourdieu (2002) planteaba que la moda se desarrolla en la esfera de la producción de la alta costura y de la cultura hegemónica. Cabe mencionar que, en el actual marco del neoliberalismo, el poder de las marcas juega un factor importante para que se efectúe con éxito la reproducción del sistema (Klein, 2001).
Frente a ello, hay que comprender que los centros comerciales (y la publicidad en medios de comunicación masiva), son espacios hiperreales y engañosos que están orientados a una “viciada adulteración” sensorial, corporal y emocional, con el objetivo firme de concretar el mayor consumo posible de los que deambulan en ellos (López Levi, 1999). El artificio lo encontramos en las fuentes, la arquitectura vintage, las plantas de plástico, los telones, las pantallas y el paisaje en general, así como en el bombardeo incesante de la publicidad y las campañas de marketing. De modo semejante, los visitantes caen atrapados en las telarañas del crédito, de la hipoteca, de los descuentos y de los meses sin intereses. Así es como el gran capital comercial y financiero asegura la acumulación de riqueza y cosifica a sus clientes.
Hasta aquí, cabe recordar cómo los centros comerciales surgen durante el modelo “urbano salvaje” del automóvil (1925-1950), en los Estados Unidos, particularmente en el contexto de la edge city. El primer gran centro comercial en la Ciudad de México: Plaza Universidad, fue inaugurado en 1969, y rápidamente se construyeron otros malls, como Plaza Satélite (1971), Perisur (1980) y Centro Santa Fe (1993). Él éxito de estas cadenas en nuestra ciudad se debió en gran medida al sentimiento de la “nostalgia” que recrean en los consumidores (espectadores). En efecto, en estos espacios se adapta el entorno a épocas pasadas, y a escenas paradisíacas, novelescas o cinematográficas.
Así, podemos considerar que el ciudadano urbano “moderno”, principalmente “clasemediero”, promedio, con cierto poder adquisitivo, “añora los viejos tiempos” (quizá ante las recurrentes crisis de la modernidad), y muy fácilmente puede caer en las redes de un consumo compensatorio. Por ello, “debemos de tener en cuenta que el mensaje por excelencia en el interior de este tipo de espacios es; compre. ¡CONSUMA! es la orden imperativa omnipresente en el centro comercial” (López Levi, 1999, p. 208).
Más allá de lo arriba señalado, existen grandes contradicciones en estos lugares de comercio exacerbado. Por un lado, el centro comercial moderno pretende ser un espacio público, abierto a todas las personas, de acceso gratuito y ubicado en avenidas principales o lugares estratégicamente ubicados para propiciar o fomentar el consumo. Por otra parte, es un lugar privado donde se puede desalojar a las personas que “no cumplen un código de vestimenta o de conducta” (que es prototipo ideal de la clase media-alta). Por ello, se vuelve un espacio semipúblico, que busca la homogeneización del espacio urbano.
Aquí, hay que reiterar el impacto generado por estos centros comerciales y cadenas de tiendas como Oxxo, que han modificado las pautas otrora tradicionales del comercio en barrios, colonias y pueblos, donde funcionaban bazares, tianguis, misceláneas y tiendas de abarrotes. Podemos considerar que esto ha contribuido a la aceleración en la erosión del tejido social, fragmentado las redes de solidaridad y suplantando las formas de socialización que se daban en dichos espacios. De igual forma, ha impactado las cadenas domésticas de producción, distribución y comercialización de pueblos, comunidades y regiones. Inclusive, las zonas semi-rurales de países como México, ya han sido “colonizadas” por estos modelos de negocios.
No obstante, aún lejos de los grandes mercados del gran capital corporativo, existen alternativas para un “consumo responsable”. Se trata de las economías solidarias que se han implementado en diversas regiones del Sur Global (comunidades indígenas principalmente), recuperando o fortaleciendo tradiciones mercantiles como el trueque, las economías mixtas o los “bancos de tiempo”, y restaurando el tejido social mediante las lógicas del intercambio, la negociación, la interacción y la cooperación.
También existen tianguis, ventas de garaje y compras de segunda mano que minimizan la explotación de los recursos naturales, así como otras formas de intercambio que ya se están practicando en los espacios urbanos invadidos por aquellas lógicas mercantilistas arriba mencionadas; formas que ofrecen alternativas muchas veces retomadas de las prácticas comunitarias y, sobre todo, que fomentan la construcción de un consumo “responsable”, sobre todo ante las catástrofes climáticas que anuncian el colapso del Capitaloceno. Así, la responsabilidad significa consumir “inteligentemente”, es decir, sorteando las lógicas y la presión de la “sociedad de consumo”.
Appadurai, A. (1991). La vida social de las cosas. Perspectiva cultural de las mercancías. Grijalbo.
Astudillo, M. (2012). Fundamentos de Economía. Universidad Nacional Autónoma de México.
Bourdieu, P. (2002). Alta costura y alta cultura. En Sociología y cultura (pp. 245-254). Grijalbo-CONACULTA.
Douglas, M., & Isherwood, B. (1990). El mundo de los bienes: Hacia una antropología del consumo. Grijalbo.
Han, B.-C. (2012). La sociedad del cansancio. Herder.
Klein, N. (2001). No logo: El poder de las marcas. Paidós Ibérica.
López Levi, L. (1999). Centros comerciales: Espacios que navegan entre la realidad y la ficción. Nuestro tiempo.
Marx, K. (2007). El Capital. Tomo I. Los libros de la Frontera.
Real Academia Española. (2014). Diccionario de la lengua española: Vol. I. Espasa.
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Una respuesta
Marx en su libro “El Capital”, nos adelantaba lo que iba a suceder de imperar la lógica capitalista del consumismo y hoy tenemos a locos con mucho poder y poco conocimiento que están pensando en cómo llegar a otros planetas a replicar esta misma lógica. Ante este panorama, considero que la concientización y el hacer comunidad son la clave para evitar el colapso de la humanidad,…