Doctora en sociología política por la Universidad Autónoma Metropolitana unidad Azcapotzalco. Este trabajo fue realizado en el marco del Proyecto posdoctoral “Activismos, culturas políticas y transformación social. Análisis en clave de resonancias a partir de tres experiencias del movimiento estudiantil en México”. Agradezco al Programa de Becas Posdoctorales de la UNAM; a mi asesor Miguel Ángel Ramírez Zaragoza; y a la Coordinación de Humanidades de la UNAM por el apoyo brindado para esta investigación.
En el presente artículo, se investigan las resonancias del activismo estudiantil a través de tres experiencias de movilización: la huelga de 1999-2000 en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), el movimiento estudiantil de 2012 en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM) y el movimiento guinda de 2014 en el Instituto Politécnico Nacional (IPN). Se emplea la categoría de “resonancia” propuesta por Hartmut Rosa y Martin Pfleiderer, que permite meditar cómo la participación en movimientos estudiantiles transforma la vida personal de los activistas y cómo este tipo de activismo trastoca esferas de la vida social en México. Asimismo, se hace uso de una metodología biográfica-narrativa que permite explorar las resonancias desde la voz de 12 activistas, cuatro por cada caso. De esta forma, a través de sus narrativas, se revela cómo el activismo ha influido en la construcción y comprensión de sí mismos.
resonancias, activismo, movimientos estudiantiles, transformación social.
This article explores the impact of student activism through three mobilization experiences: the 1999–2000 strike at the Universidad Nacional Autónoma de Mexico (UNAM), the 2012 student movement at the Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), and the 2014 “guinda” movement at the Instituto Politécnico Nacional (IPN). The article uses the category of “resonance” proposed by Hartmut Rosa and Martin Pfleiderer, which allows us to reflect on how participation in student movements transforms the personal lives of activists and how this type of activism disrupts spheres of social life in Mexico. A biographical-narrative methodology is also used to explore resonances through the voices of 12 activists, four from each case. In this way, their narratives reveal how activism has influenced their construction and understanding of themselves.
resonances, activism, student movements, social transformation.
La intensa ola de movilizaciones sociales de la década de 1960 (con el Mayo Francés, el movimiento estudiantil en México, la Primavera de Praga, la Revolución Cubana, la Guerra Fría y el movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos, entre otros), suscitó un profundo interés académico por comprender los efectos de estos acontecimientos que transformaron el mundo. Ahora bien, hasta ese momento, los estudios sobre movimientos sociales se habían centrado predominantemente en su origen y estrategias de organización, pero, a partir de la década de los ochentas, emergió una corriente de análisis que comenzó a prestar atención a los resultados y consecuencias de estas movilizaciones (Giugni, 1998).
Actualmente, la investigación en torno al tema es limitada, cosa que obedece principalmente a tres razones: a) la dificultad de dar seguimiento longitudinal a la vida de los activistas, pues una vez que el ciclo de movilización colectiva llega a su fin es difícil mantener contacto con los participantes; b) el reto de obtener muestras “representativas” para hacer inferencias, y c) la cavilación sobre el tiempo adecuado para evaluar impactos, que implica un debate metodológico para identificarlos como resultado directo de la participación en el activismo, y no de otros factores externos (McAdam, 1989; Giugni, 1998).
Por ello es importante seguir construyendo estudios empíricos: este giro paradigmático permite obtener una comprensión más integral de los movimientos sociales, reconociendo su capacidad de transformación inmediata y sus efectos a largo plazo en la biografía de los activistas. Aquí se tomará por materia de estudio el activismo estudiantil porque su fuerza organizativa y su compromiso con los ideales de justicia, dignidad y libertad han trascendido las demandas universitarias, convirtiéndolos en potencia transformadora y semillero de conciencia crítica (Rivas, 2018; Ramírez, 2018) y, por tanto, protagonistas centrales de la historia en México (Allier, 2009; Ackerman, 2018).
Además, el movimiento estudiantil es un agente que se mantiene activo en el tiempo, “nunca con un desarrollo lineal u homogéneo, sino con altibajos o cortes coyunturales” (Rivas y Torres, 2025, p. 96). Y la selección de los casos —la huelga de 1999-2000 (UNAM), el movimiento estudiantil de 2012 (UACM) y el movimiento guinda de 2014 (IPN)— obedece, en primer lugar, a la posibilidad de reflexionarlos de manera longitudinal. Si bien, no hay un consenso definitivo sobre el marco temporal específico para ello, los estudiosos sugieren un mínimo de 10 años después del ciclo de movilización para una evaluación de los impactos (McAdam, 1989; Giugni, 1998). Las movilizaciones elegidas cumplen con esta recomendación.
Estos movimientos comparten un contexto de vulnerabilidad y violencia hacia la educación y las juventudes, resultado de políticas neoliberales que, desde los años ochenta, han venido operando sobre el campo educativo, pero no son parte del canon de análisis, como lo son el de 1968 o el #YoSoy132. (Rivas et al. (2023) señalan que la intensa mayoría de los materiales publicados sobre movimientos estudiantiles en el país gira alrededor del primero de estos). Por ello, a partir de las experiencias estudiantiles seleccionadas, el objetivo de este trabajo es reflexionar cómo el activismo estudiantil tiene resonancias en las trayectorias personales de los participantes, así como en diversas esferas de la vida social.
En el estudio de los activismos se han utilizado categorías como “ecos”, “impactos”, “legados” y “consecuencias”. Estas versan sobre tres tipos de efectos, comúnmente examinados de manera desarticulada: biográficas, culturales y políticas (McAdam 1988; Jennings 1987; Taylor 1989; Wilhelm 1998; Whittier 1995; Giugni y Grasso, 2016; Bosi et al., 2016). El primer tipo se centra exclusivamente en la valoración del impacto en la vida personal de los activistas (Giugni, 2007); el segundo, en las huellas reflejadas en las normas y comportamientos sociales y culturales (Cherniss, 1972; Drury y Reicher, 2005), y el tercero, en los cambios que alteran el entorno político e histórico (Adamek y Lewis,1975). Sin embargo, será la noción de “resonancia” la que aquí permitirá interconectar las repercusiones del activismo en diversos ámbitos de la vida social.
Se trata de una noción retomada del trabajo sociológico de Hartmut Rosa y Martin Pfleiderer, quienes desarrollan la idea de que las sociedades modernas están caracterizadas por la aceleración constante, la alineación y la desconexión de los individuos con el mundo que habitan, pero también existen momentos de conmoción o transformación (Rosa, 2013).
A partir de ello, tanto Rosa como Pfleiderer recurren a la metáfora musical de resonancia para plantear que, a pesar de la opresión sobre la vida inherente al sistema capitalista, los sujetos y el mundo mantienen receptividad o sensibilidad. Ahora: los individuos no son simples receptores pasivos de las condiciones sociales; la resonancia se presenta como un proceso dinámico, de conmoción y transformación mutua. Al estar envueltos en el entorno, las personas son afectadas por las circunstancias sociales, pero al mismo tiempo, a través de sus pensamientos y acciones, generan cambios significativos en las estructuras.
Así, la resonancia no solo permite la conmoción o el trastorno de las estructuras existentes, sino que también posibilita la emergencia de nuevos significados y formas de interacción dentro de una sociedad que, en un principio, parece estar gobernada por fuerzas impersonales (Rosa, 2019). La resonancia refiere a la experiencia de “ser afectado”, en la que se encuentra implícito un proceso relacional entre los individuos y su entorno, lo que a su vez implica una comunicación significativa y reciproca; también involucra una relación dinámica de conmoción mutua, como dijimos, aunque únicamente se puede hablar de esta cuando a la “conmoción (o interpelación) le sigue una respuesta activa y propia” (Rosa, 2019, p.75).
Cabe señalar que la resonancia, ante todo, es una relación que conviene enunciar como la reivindicación del “yo afectado” y del “yo que afecta”. Pero esta no debe interpretarse como un proceso armónico o de consonancia mutua, dado que el conflicto es parte latente de él, como alteridad, hostilidad, contradicción y diferencia. Una absoluta consonancia imposibilita oír otra voz distinta y, por el contrario, una completa disonancia puede establecer relaciones de oposición (Pfleiderer y Rosa, s. f.). De esta manera, se puede considerar que la resonancia ocurre entre dos polos con la posibilidad de incidencia mutua.
Aunque Rosa y Pfleiderer no dirigen de manera explícita su proposición al campo de los movimientos sociales, hay en su enfoque elementos valiosos para el examen de estos fenómenos. Rosa (2013) infiere la resonancia como una definición política al afirmar que la democracia no puede reducirse a la emisión de votos. Y en el ámbito de lo político, la resonancia puede pensarse como una experiencia positiva, en el sentido que trastoca la vida de los actores. Así, este autor expresa con optimismo la posibilidad de transformación y sostiene la esperanza de que otro mundo es posible.
Teniendo en cuenta estas ideas, el término de resonancia representa una herramienta útil e innovadora para mapear los impactos de la lucha política y, en este caso, del activismo estudiantil. Aunado a ello, la noción ofrece un marco conceptual para entender cómo los procesos de resistencia colectiva promueven cambios que trascienden la esfera individual e inmediata, y afectan el orden social en su conjunto a largo plazo. Al respecto, Olivier y Tamayo comparten una perspectiva que posee ciertos paralelismos con la propuesta de Rosa y Pfleiderer, que también descansa en la metáfora de la música: emplean el concepto de resonancia para meditar los efectos de la participación política como un proceso continuo, articulado y prolongado: “así como la acepción de resonancia en el ámbito del sonido y de la música es la prolongada articulación de sonidos, en lo social es la prolongada articulación de eventos sociales e históricos” (Olivier y Tamayo, 2017, p. 235).
Ambos enfoques subrayan que lo que distingue a la resonancia de otros términos análogos es su carácter multidimensional, la prolongación de efectos diversos inesperados, graduales y de intensidad heterogénea. Por ello, Rosa y Pfleiderer, esbozan tres esferas o ejes que son aplicables para examinar la incidencia o resonancia del activismo: horizontal, diagonal y vertical, que corresponden a la construcción de vínculos con diferentes segmentos del mundo, “segmentos que pueden convivir con otros seres, artefactos y cosas de la naturaleza, pero también totalidades percibidas —por ejemplo, La Naturaleza, El Cosmos, La Historia, Dios o la Vida—, el propio cuerpo o las propias expresiones de sentimientos” (Rosa, 2019, p. 78), todos estos son ejes que permiten pensar más allá de experiencias momentáneas y sobre la capacidad de incidencia en las relaciones sociales en su conjunto.
En resumen, estos ejes de resonancias permiten visualizar al activismo como un proceso relacional y de intervención activa, que suscita una cadena de cambios interconectados; además, brindan una óptica de análisis más integral de las repercusiones del activismo, porque escapa de la dualidad intelectual entre mirar la agencia o la estructura.
En este trabajo se examinarán las resonancias del activismo estudiantil mediante la metodología biográfica-narrativa, un enfoque cualitativo que comprende y explora constelaciones de experiencias, sentidos, emociones, valores y prácticas a través de la narrativa personal de los sujetos, en este caso, los activistas estudiantiles. Son los actores quienes construyen y otorgan sentido a sus experiencias de participación política y reconocen las resonancias biográficas y sociales. Por su parte, los acontecimientos y hechos relatados no se ubican en un vacío, sino en un contexto sociocultural: la implementación de reformas y políticas neoliberales en el sistema educativo.
Cabe destacar que, en particular, la privatización de la educación desde los años ochenta se traduce en efectos directos sobre la calidad y accesibilidad de la formación educativa para los jóvenes. Como sugiere Tamayo (2016), la política neoliberal que comienza a gestarse en esa década, inicialmente reflejada en el aumento de cuotas y reducciones presupuestales, posibilita que la UNAM, y más tarde otras instituciones universitarias como la UAM y el IPN, se opusieran al desmantelamiento de la educación pública, gratuita, laica y de contenido crítico. Este es el panorama que atraviesa de manera transversal las experiencias de lucha estudiantil aquí seleccionadas. En estos casos, expertos en el tema como Sidney Tarrow y Doug McAdam, coinciden en que suelen ser necesarios alrededor de 10 años para observar con claridad las repercusiones a largo plazo derivadas del activismo.
Finalmente, es importante señalar que los estudios sobre los impactos del activismo, inicialmente se basaron sobre todo en grandes comparaciones de datos estadísticos, siendo la encuesta la herramienta predominante para la recolección de información (Helander, 2016). Los analistas se enfocaban en hacer inferencias a partir de relaciones de causa-efecto controladas por variables específicas, lo que llevó a la subvaloración de los estudios de caso y del método cualitativo. En contraste, el presente estudio no busca medir las resonancias del activismo, sino comprenderlas a partir de las vivencias subjetivas de los propios actores. Para ello, la aproximación narrativa empleada permitió una construcción del conocimiento, incorporando la subjetividad como un elemento fundamental en la interpretación de la realidad, para visibilizar los impactos de participación compartidos por tres experiencias de lucha estudiantil.
Con la adopción de las políticas neoliberales, la universidad pública se insertó en una lógica de mercado, cuando antes había sido concebida como un semillero de libertad y construcción de pensamiento crítico e independiente. La “ofensiva” neoliberal se propuso imponer la formación profesional y la construcción del conocimiento en aras de los intereses del gran capital privado. Así, se dio un desmantelamiento de la educación por actores y organismos nacionales e internacionales ligados a grupos de poder económico, como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.
En dicho proceso, la técnica, la evaluación y la competencia se tornaron axiomas dominantes en la educación (López, 2011). Esto ha buscado materializarse en la implementación de las siguientes medidas: una educación de carácter aplicativo, la creación de estándares de calidad e instancias de evaluación, la reducción del gasto público, la selección rigurosa del ingreso, el aumento de cuotas, la flexibilidad de planes de estudios, la intervención de entidades externas en el destino de la universidad, y la competencia para la asignación de becas y estímulos, principalmente.
Esta perspectiva neoliberal de la educación ha profundizado la brecha de desigualdad, afectando principalmente a los estudiantes provenientes de sectores sociales “populares”. Cada vez resulta más difícil para los jóvenes en situación de “desventaja social” acceder o permanecer en la universidad. Y el panorama actual es preocupante en México: siguiendo a Olivier y Tamayo (2017), cerca de tres millones y medio de estudiantes se encuentran matriculados en instituciones de educación superior, lo que representa apenas el 2.8% de la población total y una cobertura del 34% de los jóvenes en edad de cursarla. De estos, únicamente el 21% proviene de sectores de bajos recursos, y el 72% del total de universitarios a nivel nacional estudia en instituciones públicas.
En tal escenario, los estudiantes se han conformado como una fuerza de resistencia. Su lucha no se limita al ámbito educativo; también abona a las libertades democráticas y se opone a un sistema económico que atenta contra la cadena de la vida. Este contexto de autoritarismo, precarización y violencia, es lo que enlaza a la huelga estudiantil en la UNAM de 1999-2000, la huelga estudiantil de la UACM en 2012 y el movimiento estudiantil del IPN en 2014. Los estudiantes se han enfrentado a un clima en general hostil, a las carencias, los recortes y las transformaciones al sistema educativo resultados del proceso de configuración neoliberal.
En febrero de 1999, el rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, Francisco Barnés de Castro, intentó modificar el Reglamento General de Pagos (RGP), lo cual implicaba un aumento en las cuotas de inscripción para los alumnos. Esto fue un atentado contra el acceso a la educación pública y gratuita, pretendiendo establecer un cobro diferenciado variable con el nivel de estudios y la capacidad económica de los estudiantes y sus familias (Meneses, 2012, 2019). La medida buscaba transferir el costo de la educación a las familias, aunque, según el discurso oficial, promovería una mayor equidad y eficiencia entre los estudiantes, bajo el supuesto de que aquellos cuyos padres pagaban serían más responsables (Meneses, 2019). Frente a ello, surgió el descontento de las y los estudiantes, que comenzaron a construir espacios de organización con el objetivo de entablar un diálogo con el rector y aclarar las implicaciones de la modificación al Reglamento General de Pagos.
Más tarde, en 2012, desde el inicio de su cargo como rectora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, Esther Orozco intentó modificar el proyecto educativo y la forma de gobierno de dicha universidad. Por un lado, buscó limitar el otorgamiento de becas, aprobar planes de estudios sin sustento crítico, financiar investigaciones con “cierto perfil” relacionado con sus propios intereses, y distribuir recursos de manera opaca. Por otro lado, planteó modificaciones a la Ley de Autonomía de la UACM, impulsadas por asambleístas afines a ella. El fin era allanar el camino para condicionar el ingreso y permanencia del estudiantado, con el argumento de que la competencia era un requerimiento básico para la selección de estudiantes más aptos y para la formación de mejores profesionistas (Fuentes, 2013). No obstante, el discurso “eficientista” neoliberal representaba una amenaza para la promoción del pensamiento crítico y el compromiso social de la UACM.
Lo anterior se emplazó con una serie de despidos arbitrarios a trabajadores, críticos con la postura de Orozco, generando un ambiente de gran tensión. Empero, el enfrentamiento se desencadenó debido al fraude perpetrado durante las elecciones para conformar el Consejo Universitario, la instancia de gobierno más importante de la comunidad (Palencia, 2013). Por ello, los estudiantes mantuvieron cerrados los planteles por cerca de 31 días, con las demandas de respeto a la autonomía universitaria, cumplimiento con los derechos estudiantiles, transparencia en la rendición de cuentas, mayor presupuesto a la universidad, mejoras a la infraestructura y a la calidad académica, y renuncia de la rectora.
Por otro lado, en septiembre de 2014 estalló la “marea guinda”, protagonizada por estudiantes del Instituto Politécnico Nacional. La movilización masiva y el levantamiento de una huelga por más de dos meses, iniciada en la Escuela Superior de Ingeniería y Arquitectura de la unidad Zacatenco (ESIA-Z), se dio contra la modificación a los planes de estudio. Con una orientación neoliberal, la reforma buscaba reducir el número de asignaturas, disminuir la calidad académica y encaminar a los estudiantes hacia empleos de baja cualificación. Para los universitarios, esto significó una transgresión a la vocación social, crítica y profesional del IPN. Sus demandas se encauzaron hacia la anulación del reglamento, un mayor presupuesto para laboratorios y bibliotecas, la democratización de los Órganos de Dirección y el respeto a la organización estudiantil (Ortega, 2018).
Estas movilizaciones estudiantiles han defendido la autonomía y la gratuidad de la educación en México oponiéndose a los intereses económicos del gran capital que, reiteramos, bajo un discurso de “modernización y bienestar”, han pretendido ampliar las brechas de desigualdad para los estudiantes. Y la implicación de los jóvenes en la lucha colectiva ha suscitado un conjunto de resonancias que van desde el ámbito biográfico hasta lo social, mismas que a continuación se detallan.
La noción de resonancia de Hartmut Rosa y Martin Pfleiderer posibilita pensar el activismo más allá de una dimensión instrumental e inmediata. Aquel puede entenderse como un proceso de intervención en el mundo social, pues busca suscitar cambios en las estructuras existentes. En el contexto que nos ocupa, las sociedades neoliberales se caracterizan por una aceleración constante —consumo, productividad, capital— pero, a su vez, coexisten con una notable rigidez de las estructuras (Fischer, 2016). Frente a este sistema asfixiante, el activismo emerge como una forma de vinculación viva, receptiva y transformadora con el mundo, al abrir la posibilidad de construir relaciones significativas.
El nexo entre el activismo con las esferas de resonancia de Rosa y Pfleiderer —horizontal, diagonal y vertical— trasciende los efectos políticos inmediatos al incorporar cambios de carácter subjetivo, existencial y social a largo plazo. Esas esferas no solo permiten comprender efectos (transformaciones sociales) en múltiples niveles, sino que, también, evidencian relaciones de incidencia mutua y efectos transformadores, tanto en los sujetos involucrados en la contienda política como en el orden social en su conjunto. Así, se generan impactos específicos en cada esfera, mismos que se encuentran interconectados, configurando un entramado de resonancias.
El activismo estudiantil contiene el potencial de trastocar de manera profunda la vida de los sujetos y sus círculos interpersonales más próximos. Lejos de constituir un momento transitorio, para las personas entrevistadas el activismo marca un punto de inflexión al producir formas particulares de sentir, habitar y significar su existencia, que trasciende el ámbito universitario. Por ello, como punto de contraste y comprensión, fue importante situar la vida que tuvieron antes de involucrarse en el movimiento, ya que las experiencias previas inciden en el modo en que los sujetos se insertan al activismo, pero además se ven reconfiguradas en el proceso de la contienda estudiantil.
Las condiciones de vulnerabilidad social y el proceso de socialización política en el núcleo familiar son factores clave en las resonancias del activismo estudiantil. En la historia de vida de los entrevistados, la desigualdad social aparece como una constante, expresada en las dificultades para acceder a derechos básicos como la educación, la salud, la alimentación, la vivienda, la seguridad social y la justicia. Estas carencias no solo marcan sus trayectorias personales, sino que también alimentan una mirada crítica de sus condiciones, desde donde se gestan formas tempranas de conciencia y justicia social.
En la reflexión de su pasado, los activistas explican cómo la familia es cuna de su formación sociopolítica; caracterizan a padres y madres como sujetos interesados en la política, que influyen en su toma de conciencia social y su posición política, misma que todos los entrevistados consideraron de izquierda. Esta primera impresión se entrelaza, igualmente, con la década de los ochenta, su profunda crisis económica y la formación del Partido de la Revolución Democrática (PRD), de agenda basada en la justicia social, los derechos y la democratización del país. Más tarde, junto con el movimiento zapatista, se identifica un primer contexto propicio para la formación crítica de los padres y madres de estos activistas:
[Mis padres] eran de Guanajuato y luego vinieron para acá [la CDMX], donde vivieron condiciones muy precarias. Empezaron a militar después del 85’, cuando se viene la lucha por las viviendas en lo que era la Libertad, y otras semejantes. Así, crearon una organización en ese entonces apartidista, que se llamaba Unión Popular Revolucionaria Emiliano Zapata, y desde chiquita me llevaban a las marchas o a las consignas, y siempre fuimos zapatistas (Mariana, UACM, comunicación personal, 7 de febrero de 2024).
…mi familia tenía mucha tendencia por la izquierda. En ese entonces, mis padres apoyaban al PRD, y nosotros, por su influencia, también teníamos esa tendencia, aunque yo desconocía o no tenía mucho bagaje político. Sin embargo, sentía afinidad política con lo que proponían, al menos en sus discursos. Siempre tuve una orientación izquierda (Martha, UNAM, comunicación personal, 2 de febrero de 2024).
El activismo de los padres alimenta la conciencia social de los hijos (Masclet, 2016), despertando en ellos sensibilidad hacia las injusticias. Además, este contexto les conduce a distinguir tanto los recursos como las limitaciones con que cuentan para enfrentar y transformar sus condiciones de precariedad. Un ejemplo ilustrativo es el caso de Edgar, quien, a pesar de sus carencias económicas, creció en un hogar enriquecido por diversos libros. El acceso a materiales de lectura alentó su curiosidad intelectual y lo ayudó a comprender sus condiciones de vida:
En realidad, somos pobres en mi familia, pero mi papá tiene muchos libros, muchos, no sé cuántos, 1503... De morro, crecí con eso, y ahí me ponía a investigar. Entonces desde ahí siempre he tenido esa tendencia, a entender nuestras precariedades y las injusticias (Edgar, UACM, comunicación personal, 29 de diciembre de 2023).
Como vemos, la afinidad por ciertas perspectivas políticas y luchas sociales suelen tener su origen en un legado familiar, aunque los espacios de educación media superior y superior también se presentan como sitios de politización y organización colectiva. A pesar de las políticas neoliberales orientadas a desarticular la formación de un pensamiento crítico e independiente, dichos espacios siguen fomentando en los estudiantes una mirada nada complaciente respecto a las condiciones estructurales y la marginación sistémica de amplios sectores sociales. Aquí, las universidades públicas (principalmente) impulsan el proceso de politización, toda vez que dan cabida a diferentes perspectivas de pensamiento, y que el estudiantado a lo largo de la historia ha emplazado a las autoridades universitarias frente a la violencia, la negligencia y la complicidad contra los abusos (Cerva, 2020):
Yo formaba parte de un cubículo estudiantil donde había varias corrientes ideológicas. Estaba muy chamaca y la verdad todavía no definía bien mis ideas. Me hallaba en el cubo trotskista y en el cubo anarquista. Nuestra mayor militancia en ese momento era contra los porros. Ahí en el CCH Sur se armaban las campales cada que había un mini grupo de porros en el plantel. No los dejábamos nunca avanzar (Mariana, UACM, comunicación personal, 7 de febrero de 2024).
Cuando yo llegué a la universidad, en mi primer semestre, nos empezamos a reunir cuatro personas, dos chicos y dos chicas. Todos éramos amigos. Era un plantel nuevo y no había presencia de activismo estudiantil. Estábamos en ese proceso de construir comunidad en la universidad y nosotros lo iniciamos. Recuerdo mucho que nos reuníamos, hacíamos un círculo de estudio, leíamos cosas, empezábamos con estos tintes de empezar hacer activismo en la universidad […] lo único que queríamos era leer entre nosotros y estarnos cuestionándonos cómo iba surgiendo la UACM y cómo creció. Todo eso era lo que en ese momento nos planteábamos y así surgimos como colectivo. Ese colectivo empezó a crecer con el paso de los años y, luego, se estructuró lo que es el Consejo Universitario (Fabiola, UACM, comunicación personal, 6 de enero de 2024).
De manera que, en los espacios universitarios, la revisión y discusión de textos, el estudio de ciertos autores y la visión crítica de algunos profesores, constituyen un corpus formativo valioso que permite a los estudiantes entender las dinámicas del orden social. Desde allí, los activistas entrevistados se nutrieron de referentes teóricos y experiencias de lucha:
Fueron mis maestros los que me empezaron a meter, pues traían toda la línea. Recuerdo que tenía casi su misma edad, pero venían de este proceso de huelga [del 99] de la UNAM. Estos mismos maestros hacían caravanas para ir a Chiapas […] y me montaba en las caravanas porque ellos eran quienes las organizaban e invitaban a los alumnos (Fabiola, UACM, comunicación personal, 6 de enero de 2024).
En el año 2003, ingresé a la Escuela Superior de Economía y ahí es cuando inicié mi activismo. Desde el primer semestre, empecé a cursar algunas materias teóricas de economía, política e historia económica, y ahí es cuando cambió completamente mi mundo: leí sobre Marx, que es lo más típico para iniciar esta trayectoria de activismo, y después biografías, historias de Vladimir Ilich, Lenin, del Che Guevara, etcétera. Como todo joven, inicié con esta intención de participar activamente, de generar conciencia, de transformar (Anónimo, IPN, comunicación personal, 28 de diciembre de 2023).
Las condiciones de vulnerabilidad, el proceso de politización transmitido por herencia familiar y la influencia de los centros educativos son, según los hallazgos, factores que en buena medida explican la introducción a la lucha estudiantil. Esto es relevante dado que, frecuentemente, se asume que el activismo responde a un imperativo del “deber ser ciudadano”, a una identificación partidista o a la posesión de un capital político considerable (Helander, 2016). En otras palabras, se piensa que para involucrarse en la “lucha” es necesario contar con un elevado interés por la política institucional, creer en la propia capacidad para influir en los asuntos públicos y tener disponibilidad de recursos económicos, tiempo y otras redes militantes. En la experiencia de los activistas de este trabajo, se observa que el activismo estudiantil no obedece a una lógica de costo-beneficio, ni a una institucional.
Los precedentes del activismo de quienes fueron entrevistados dan cuenta de cómo la participación política no surge en tabla rasa; hay contextos, experiencias, aprendizajes y conocimientos adquiridos a lo largo del proceso histórico y del curso de vida, que les permiten ser afines o los empujan a la contienda política. Una vez que se incorporan al movimiento, los estudiantes (desde su papel de activistas) viven un conjunto de cambios que los definirán en adelante. Siguiendo la frase feminista de “lo personal es político”, que destaca la interconexión entre las experiencias personales —a menudo consideradas privadas— y las estructuras sociopolíticas más amplias, el activismo se expande más allá del movimiento y de una coyuntura.
Relacionado con el sentir, luchar y cambiar, están los “Ecos afectivos”. Y es que el activismo conlleva un riesgo significativo para la integridad emocional y física de quienes lo practican (Jasper, 1997). En nuestras tres manifestaciones del movimiento estudiantil, el miedo emerge como una dimensión afectiva latente y negativa. Este surge como respuesta a situaciones de persecución y represión política. Un ejemplo claro de esto es el conflicto estudiantil de 1999 en la UNAM, que se extendió por casi diez meses, durante el cual los huelguistas fueron estigmatizados por las autoridades educativas y los medios de comunicación masiva, quienes los etiquetaron como “vándalos” o “rebeldes”.
En diversas ocasiones, los activistas se enfrentaron al cuerpo de seguridad de la UNAM y a la Policía Federal Preventiva (PFP), y el momento más álgido de la represión ejercida contra los primeros se dio justamente con el ingreso de la PFP a Ciudad Universitaria, donde fueron detenidos cerca de 700 estudiantes, contra los cuales se dictaron aproximadamente 300 órdenes de aprehensión por terrorismo, motín, asociación delictuosa, robo y daño a propiedad:
…nosotros estábamos dormidos cuando entró la Policía Federal Preventiva, la primera policía militarizada. Lo único que recuerdo es que pasó un tipo corriendo, diciendo: “ya entró el ejército. Nos paramos bien sacados de onda, en particular yo, porque el último rondín lo dimos a las 06:00 (lo hicimos hasta San Ángel y fuimos también hacia Perisur). Dijimos: “güey, hoy ya no entran, a las 06:00 estaba todo muy tranquilo”. Me regresé a dormir, y en ese momento me dijeron: “ya entraron”. Salimos corriendo hacia la explanada de medicina […] detuvieron a toda la banda, la hincaron, le pusieron con los brazos hacia arriba, empezaron a cortar cartucho detrás de nosotros y a decirnos: “ya se los cargó la chingada. ¡Pinches escuincles pendejos!” […] Luego publicaron las órdenes de aprehensión en La jornada. Entre los que teníamos orden, estábamos Pancho, Mauricio y yo, que éramos abogados. Cuando vimos los delitos, nos acusaban de motín, terrorismo… en fin, de un chingo ¡Como siete u ocho delitos! Teníamos claro que eran como 70 años […] yo estaba cagado por ver cuántos años me iba pasar en la cárcel. De verdad, estaba en shock (Daniel, UNAM, comunicación personal, 5 de febrero de 2024).
En los sucesos de 2012 en la UACM, y de manera similar a lo ocurrido en la huelga de la UNAM, se mantuvo una narrativa de estigmatización hacia los activistas estudiantiles. La rectora Orozco, que decía buscar “respeto a la institucionalidad”, los describió como grupos violentos, ajenos al bienestar de la universidad. Además, contaba con el apoyo de medios de comunicación como Televisa, Milenio, Letras Libres y TV Azteca (Fuentes, 2013). En esta movilización estudiantil, el miedo no se manifestó tanto en la amenaza de violencia física, sino en ver limitadas las oportunidades académicas. Por ejemplo, Mariana relata el latente hostigamiento académico al que fue sometida, lo que la orilló a tomar la decisión de titularse lo más pronto posible. Así manifiesta la tensión vivida entonces:
[…] me titulé porque unas maestras me sentaron, me hablaron, platicaron conmigo y me dijeron: “mira, la cosa está así, estamos en guerra. Esto es una guerra contra la rectora y no sabemos quién va a ganar. No sabemos quiénes van a salir victoriosos. Lo que sí queremos es que se agilice tu proceso de titulación”. No lo tenía planeado; me presionaron diciéndome: “tienes que titularte porque, si nosotros perdemos, la primera que va a ser expulsada vas a ser tú. Necesitas apurarte”. Me titulé […] la huelga comenzó a darme miedo, no había dimensionado la situación (Mariana, UACM, comunicación personal, 7 de febrero de 2024).
Por otro lado, en el movimiento guinda, activistas como Donovan expresan la ansiedad constante que experimentaban ante la posibilidad de sufrir agresiones que comprometieran su integridad física. En su testimonio, relata que, al ser uno de los principales líderes del movimiento estudiantil del Instituto Politécnico Nacional, temía ser golpeado o incluso asesinado. Este temor se convirtió en una presencia constante en su vida cotidiana y motivó al colectivo a reubicarlo de un plantel a otro como medida de protección:
Sentía nervios. Veía latente el peligro y decía: “está muy cabrón que me peguen, hay un chingo de gente”; pero lo sentía cuando iba en el taxi, rumbo a la marcha [la megamarcha politécnica del 25 de septiembre]. Me acuerdo de que ahí Denise Maerker me entrevistó por teléfono. “¿Dónde estás Donovan?”, me preguntó. Cómo le iba a decir donde estaba. Incluso dejé de dormir en la escuela, la banda me cambiaba de plantel: “hoy te vas a dormir aquí o te vas a dormir acá”. Me recibían en diferentes escuelas por miedo a que me fueran a buscar (Donovan, IPN, comunicación personal, 19 de diciembre de 2023).
Aquí hay una peculiaridad a destacar: a diferencia de la huelga de 1999 y del movimiento de la UACM, el movimiento guinda no fue reprimido ni estigmatizado. Esto se explica por el contexto político en que surgió y cómo se desarrolló en su inicio. Como respuesta a la afirmación de la directora del Politécnico, Yoloxóchitl Bustamante, de que quienes se movilizaban no eran estudiantes, la comunidad de alumnos inmediatamente realizó la “Marcha de las Credenciales”, que consistió en salir a las calles de manera masiva con credencial en mano —una estrategia aprendida del movimiento #YoSoy132—. Esto marcó un hito del movimiento, pues fue reconocido como un actor legítimo frente a otros (Ortega, 2018).
Aunado a ello, el conflicto del IPN se generó a la par del movimiento por Ayotzinapa. Mientras que los politécnicos se hacían presentes en el espacio público, la indignación crecía por la desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa y la falta de credibilidad en el discurso de las autoridades. Bajo el imaginario de que el Estado estaba matando jóvenes, la respuesta de las autoridades fue diferenciada respecto a otros movimientos estudiantiles, y abrió caminos más sutiles de negociación. Por ello, no fue casual que el titular de la Secretaría de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, iniciara rápidamente el diálogo con el estudiantado politécnico.
Lo de Ayotzinapa influyó muchísimo para que el movimiento politécnico fuera recibido por las autoridades, tanto federales como dentro del Instituto, porque era un momento de inflexión en la vida del país. El gobierno de Peña Nieto iniciaba ya un declive y, presionado, quería mostrar este rostro de “vamos a escuchar a los estudiantes, vamos a escuchar sus demandas”. No le interesaba hacer todo un manejo de daños […] creo que por eso fue distinto a la huelga del 99’ y a otros momentos históricos; siempre era la lógica “no escuchar, dejar pasar la coyuntura, estigmatizar, señalar, perseguir, reprimir y dispersar” (Anónimo, IPN, comunicación personal, 28 de diciembre de 2023).
Lo anterior permite argumentar que el miedo constituye una resonancia transversal en la experiencia de los activistas y adquiere singularidad con relación al contexto político-social. El activismo de alto riesgo, es decir, el que se origina en escenarios marcados por diversos niveles de represión, autoritarismo o conflicto armado (como fue el caso de la huelga de 1999), expone a quienes lo ejercen, con mayor frecuencia, a peligros como la desaparición forzada, el asesinato, las amenazas de muerte y la violencia psicológica.
Sensaciones como la desconfianza cambian en función del contexto y la temporalidad histórica (Poma et al., 2019). El miedo es una de las emociones más complejas en el análisis de los movimientos sociales, pues puede movilizar tanto como paralizar a los activistas. Según las palabras de los entrevistados, a pesar de su aprensión, su actividad cobró un significado que les permitió transformar el miedo en una energía moral, impregnada de sentimientos de solidaridad, empatía, valentía y hermandad. El reconocimiento por parte de los demás como líderes o representantes de la lucha política también les brindó beneficios internos, como la admiración y el respeto de sus compañeros, lo cual contribuyó a la trascendencia de su activismo. Ejemplos de esto son los casos de Edgar y Daniel:
Cuando llegué (a la huelga), recuerdo que una doña de aspecto pobre, con un bebé en brazos, me regaló un queso. Me dijo: “mira, tú debes seguir luchando porque quiero que este niño llegue a esta universidad [la UACM]”. Entonces se dio un contraste de las dos partes: del miedo y la valentía. En la huelga, experimenté muchos sentimientos (Edgar, UACM, comunicación personal, 29 de diciembre de 2023).
Viví la huelga con una mezcla de emociones porque había momentos muy efusivos. En más de una ocasión, cuando estaba “boteando”, la gente nos aplaudía en el metro. Era muy linda esa parte (Daniel, UNAM, comunicación personal, 5 de febrero de 2024).
El hecho de compartir y sentir que se actúa por una causa justa es fundamental para comprender por qué las personas se involucran y persisten en el activismo, incluso cuando esto implica estar en peligro. Tal motivación emocional y el sentido de propósito son aspectos que las teorías de la elección racional aún no logran explicar adecuadamente (Poma et al., 2019).
De acuerdo con las narrativas analizadas, el activismo estudiantil no solo implica en los propios sujetos una transformación de sí mismos; también los conduce a un cambio en sus interacciones interpersonales: altera sus maneras de relacionarse con familiares, amigos y compañeros, igual que su misma cotidianidad, en función de las nuevas perspectivas y visiones adquiridas del compromiso político. En varios casos, los activistas abandonaron su trabajo como consecuencia de la dedicación que demandaba la lucha. Daniel, estudiante de la Facultad de Derecho, y su compañera perdieron su empleo debido al tiempo y esfuerzo invertidos en la huelga del 99’ en la UNAM: “Marisela trabajaba en un banco, ya no me acuerdo en cuál. Yo también. Después, los dos dejamos el trabajo […] ¡Nos partíamos la madre, te digo, perdimos chamba! (Daniel, UNAM, comunicación personal, 5 de febrero de 2024).
En otros relatos, se observa que el activismo puede derivar en la disolución de relaciones previas e, incluso, en rupturas con miembros de la familia. Aunque en la gran mayoría de los entrevistados se identifica un legado de conciencia crítica proveniente de su núcleo familiar, la incursión en la política estudiantil también dio lugar a una redefinición de normas y valores en el mismo. Como es visible en algunos casos, esta transformación generó tensiones y conflictos. Casos ilustrativos de esta dinámica son los de Edgar, huelguista de la UACM, y de un activista anónimo del IPN.
Fíjate que perdí muchos amigos, porque era muy visto de que yo andaba ahí. Una vez, me acuerdo de que me gritaron en la calle “¡Pinche porro!” (Edgar, UACM, comunicación personal, 29 de diciembre de 2023).
[El activismo] generó un impacto en mi familia: deje de ser tan creyente. Y eso fue una conmoción. Mi familia decía: “tú eras distinto” […] del lado de mi mamá significó un choque porque mi abuelo era ministro de una iglesia. Toda mi familia era superreligiosa: tías, primas, primos. Entonces, decían: “¡Ah, el comunista!”. Una de mis tías llegó al punto de burlarse de mí diciendo que el comunismo ya nada podía aportar (Anónimo, IPN, comunicación personal, 28 de diciembre de 2023).
Sobre este último testimonio, se puede vislumbrar cómo el activismo moldea las orientaciones, creencias y prácticas de los sujetos. Esto se hace a través de un proceso de socialización y adaptación continua a las nuevas realidades, con valores aprendidos durante la implicación en un movimiento social dado. La exposición a nuevas ideas y perspectivas puede derivar en una reevaluación o una desvinculación de lo religioso, donde los participantes optan por integrar otras formas de espiritualidad o compromiso, con causas más apegadas a la justicia social, la libertad y los derechos (Sherkat y Blocker, 1997).
En nuestros casos de estudio, las tensiones y cambios en el ámbito familiar se agudizaron para las mujeres. Según relatan las entrevistadas, su activismo fue objeto de desaprobación, en tanto que irrumpían al ámbito de lo político, tradicionalmente masculinizado. Al involucrarse en el movimiento estudiantil, desafiaron normas y roles de género con varias acciones: dormir fuera de casa, alzar la voz en público, descuidar la apariencia y los comportamientos “femeninos”, incumplir labores del hogar, etcétera. Su participación, pues, contribuyó a la toma de decisiones sobre su cuerpo y vidas; el activismo les otorgó cierta libertad y autonomía. No obstante, es importante señalar que, dentro del propio movimiento, prevalecía el paternalismo y la asignación de tareas consideradas “propias de las mujeres”. Martha comparte su experiencia al respecto:
Muchas de nosotras nos enfrentamos al reto familiar. Tuvimos que rebelarnos frente a nuestros padres para poder participar. Pasaba semanas sin ir a casa, y eso como mujer era terrible. ¡Cómo es que una no podía dormir en su casa! La mujer no sale del hogar. Y pasó con muchas compañeras […] veinticinco años después, sigue habiendo la misma discusión; se sigue preguntando ¿qué hace una mujer ahí, arengando? Luego, frente a los compañeros también había retos porque, como parte del machismo, se comportaban con paternalismo: “Mujeres, váyanse para allá porque viene la policía”, y nos echaban. Solo se quedaban los hombres que se iban a enfrentar. En mí, hubo un rompimiento al convertirme en una mujer activa, me liberé de alguna forma. Salí de mi casa y tomé decisiones (Martha, UNAM, comunicación personal, 2 de febrero de 2024).
Esta situación invita a reflexionar sobre las dinámicas de poder que operan al interior de las luchas sociales, incluidas las de subordinación de género. Una de las expresiones más evidentes de este fenómeno es la división del trabajo, entendida como la asignación diferenciada de tareas, roles, prácticas, funciones y normas sociales, precisamente, según el género. En los casos estudiados, se observa que los hombres desempeñaron funciones más valoradas en lo social, como pronunciar discursos, participar en medios de comunicación y gestionar la seguridad del colectivo. Ello pone de relieve que incluso los movimientos sociales que buscan la transformación pueden reproducir desigualdades y formas de violencia.
Siguiendo a Rosa y Pfleiderer, la esfera diagonal puede entenderse como ese espacio intermedio donde lo biográfico y lo sistémico se entrelazan. Las resonancias del activismo no se limitan a lo inmediato, sino que reverberan en la construcción de visiones políticas, proyectos de vida e instituciones, sin dejar de lado las dimensiones subjetivas. La lucha estudiantil inspira a los participantes a tomar fuertes decisiones que redefinen el futuro de sus vidas. Entre estas resonancias, la investigación identifica el abandono de carreras universitarias por parte de algunos activistas y, en tal proceso, el género adquiere relevancia: cuando se involucraron en la contienda, muchas mujeres reevaluaron aquello que consideraban relevante en su vida, como Martha, huelguista de 1999 en la UNAM, que replanteó la carrera y el proyecto de vida que como mandato de género le había sido asignado:
A mí el movimiento me cambió la vida por completo ¡Dios! Me di cuenta de que no quería mi vida como la estaba haciendo, no deseaba estar en una carrera que no me gustaba. Anteriormente, creía que tenía que estudiar porque era importante terminar la carrera, encontrar un trabajo, casarme y tener hijos. Descubrí que no quería nada de eso. El movimiento me hizo ver todas esas cosas que no quería (Martha, UNAM, comunicación personal, 2 de febrero de 2024).
Iliana, otra activista involucrada en la misma huelga y alumna de la Escuela Nacional de Artes Plásticas, también tomó la decisión de abandonar sus estudios, no solo por el hostigamiento sufrido por parte de las autoridades administrativas (aun tras la finalización del movimiento), sino debido a un shock emocional provocado por la imperiosa exigencia social de retomar la “normalidad” universitaria. Así lo comparte:
[Entre los retos que enfrenté al terminar la huelga] estuvo salirme de la carrera. Uno de los puntos [del pliego petitorio] era que se diera un espacio para recuperar el tiempo de los nueve meses que habíamos perdido, lo cual no se respetó. Entonces, cuando regresamos, lo primero que nos preguntamos fue si debíamos ir a clase. Estábamos como idos, como autómatas. Nos enfrentábamos a maestros que criticaban al movimiento, tanto para decirnos qué faltó o para decirnos que no querían que estuviéramos en su clase […] nadie soportó la rutina o la vida normal. Tratábamos de entender. Hasta que llegó el momento en que dije: “ya no quiero entrar a clases” (Iliana, UNAM, comunicación personal, 8 de enero de 2024).
El testimonio de Iliana revela dos importantes resonancias. La primera es, como ya ha sido señalado, que el activismo implica un desgaste físico y emocional considerable. Las exigencias de la movilización, sumadas a las responsabilidades académicas, generan niveles de estrés y presión muchas veces insostenibles. Tras el cese del conflicto estudiantil, las instituciones no consideran los procesos emocionales y afectivos de los activistas. Desde una postura “adultocéntrica”, se prioriza el “retorno” a la vida estudiantil mediante una lógica y ritmo neoliberal de la educación —con recuperación de clases, reajustes de calendarios de evaluación y aceleración de procesos administrativos, entre otras cosas—.
La segunda resonancia es que persiste una criminalización de los activistas materializada en acciones y actitudes punitivas, como la exclusión de clases, la suspensión o la negativa a participar en ciertos procesos institucionales. Esto genera un ambiente de miedo e inseguridad para quienes participan en el activismo, dificultando su reintegración plena a la vida académica. Pero nuestra investigación revela que la criminalización no se limita al ámbito escolar, sino que se extiende también al espacio laboral. En muchos de los entrevistados, esto supone un impacto negativo al restringir sus oportunidades futuras y perpetuar su marginalización. Donovan, uno de los principales líderes del movimiento politécnico, enfrentó el rechazo laboral, dada su participación política:
El mundo de la ingeniería civil es muy chiquito […] me tocó que no me dieran el trabajo por ser Donovan […] los primeros dos años, me rechazaban en todos lados. Hasta que un día tuve la oportunidad de tener una entrevista con un tipo que no era egresado del Poli y estaba totalmente desconectado de lo público. No me ubicó […] me sentí cómodo y me dieron el trabajo (Donovan, IPN, comunicación personal, 19 de diciembre de 2023).
En los casos analizados, las repercusiones del activismo han sido negativas en el aspecto laboral. Por si fuera poco, la criminalización es utilizada por las autoridades como un mecanismo disuasivo para futuros alumnos que pretendan defender causas similares. Sin embargo, en movimientos como #YoSoy132, el impacto fue distinto: los militantes más visibles se convirtieron en figuras públicas.
Otro hallazgo relevante es que los activistas tienden a elegir su trayectoria profesional hacia ámbitos que se vinculan con lo social, los derechos humanos y lo comunitario —aunque esta elección rara vez guarda relación directa con su carrera universitaria—. Una coincidencia notable entre los entrevistados es su baja tolerancia a la injusticia, tanto en el plano personal como en el social, siendo algo que no pueden ignorar ni permitir. En este sentido, el activismo adquiere un carácter prefigurativo, en tanto los valores que sustentan la lucha política se traducen en prácticas concretas que guían su manera de entender, habitar y transformar el mundo (Pleyers, 2023). Fabiola, exalumna de la UACM, ejemplifica:
Ahorita me encuentro desempleada porque renuncié. Estaba en Pilares trabajando como tallerista. Cuando me preguntaste a qué me dedicaba, te iba a responder que hago artesanía; tejo en ganchillo. Daba croché de joyería en Pilares, ¡pero me harté! Fueron cinco años trabajando, en un “estira y afloja”, peleándome, desgastándome… Y renuncié […] mis valores y mis principios son que no puedo romperme o violentarme a mí misma. Renuncié a Pilares porque ya no me sentía a gusto, detestaba que se hiciera proselitismo […] Hay mucha violencia laboral, Pilares es un espacio muy feo. Nunca me habían tratado tan mal. Siempre discutía en las reuniones con mis coordinadores; nos obligaban a ir a las marchas de López Obrador y a seguir a Claudia. Varias veces quisieron sacarme del programa (Fabiola, UACM, comunicación personal, 6 de enero de 2024).
Este hallazgo es similar a los encontrados en los años noventa por Doug McAdam. Su investigación sobre la acampada del Freedom Summer revela cómo los valores y compromisos adquiridos durante el movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos de 1964 —que buscaba, entre otras cosas, promover la educación y registrar votantes afroamericanos— influyó luego en las decisiones laborales de los activistas. En particular, McAdam destaca el involucramiento en trabajos relacionados con los derechos civiles, la educación, la política y el servicio social, además de un menor ingreso económico debido al tipo de empleo, la dificultad para integrarse al mercado laboral y una mayor probabilidad de cambiar de trabajo. Y todo ello fue algo derivado de sus compromisos con la justicia.
Lo anterior se enmarca en lo que Vestergren et al. (2016) denominan “participación ampliada”, que se refiere a la extensión del compromiso social y político derivado del activismo a otros ámbitos de la vida. Incluso, otra constante observada es la dedicación de los activistas al trabajo académico con plena conciencia social. A través de la docencia y la investigación, los entrevistados buscan fomentar en los jóvenes un pensamiento crítico e impulsar proyectos de incidencia en el tema de los derechos humanos, igualdad y justicia.
Mi activismo nunca se detuvo, sino que continúa. Para mí, ya es un tema más personal. Ciertamente, lo transmito en mis clases, expreso cómo considero necesario criticar, cuestionar u opinar sobre el mundo, el gobierno, la coyuntura nacional y mundial, etcétera. Ahí lo traslado (Anónimo, IPN, comunicación personal, 28 de diciembre de 2023).
Fui coordinador de la Maestría en Derechos Humanos desde finales del 2006 hasta el 2012. Ahí empecé a trabajar, primero, en la formación de defensores de derechos humanos, pero también de un montón de servidores públicos en el Poder Judicial, en distintos órganos autónomos y en comisiones de derechos humanos… en fin, en un montón de lugares […] En el 2014, hubo una vuelta de tuerca importante por dos sucesos: los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa y la Casa Blanca. En ese momento, yo claramente era un intelectual orgánico del movimiento de derechos humanos y, entonces, lo que necesitaba el movimiento, lo metía como mi agenda de investigación (Daniel, UNAM, comunicación personal, 5 de febrero de 2024).
Otra forma de participación ampliada es la integración a colectivos, organizaciones civiles y otros movimientos sociales. Mariana, huelguista de la UACM en 2012, narra que años después comenzó a participar en el Colectivo Marabunta, junto a la Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas (BNB). Por su parte, Liliana, del movimiento de 1999, se unió a un colectivo multidisciplinario de arte con enfoque de crítica social. Esto refuerza la idea de que los activistas, tras la experiencia de la contienda estudiantil, tienden a orientaciones políticas menos conservadoras, inclinándose ideológicamente más hacia la izquierda del espectro político. Otro punto reseñable es que ninguno de los entrevistados está involucrado en la política institucional; su activismo se desarrolla al margen del Estado, caracterizándose por ser más autónomo y de carácter colectivo.
El activismo estudiantil ha tenido la potencialidad de generar cambios en las dinámicas de sociales hegemónicas. La resonancia vertical supone una transformación a largo plazo, estructural, y en el caso del activismo estudiantil vemos que no se limita al ámbito educativo, sino que, también, busca una reconfiguración de las relaciones de poder. En este sentido, nuestro trabajo encontró el trastocamiento de cuatro aspectos: 1) el desafío al sistema patriarcal; 2) la defensa de una educación popular, pública, gratuita y autónoma; 3) la crítica al autoritarismo y la corrupción al interior y exterior de las universidades, y 4) el empoderamiento de los jóvenes.
En el primer caso, la intervención política de las mujeres desafió los roles y normas de género establecidos, dando paso a un proceso de empoderamiento. Las activistas adquirieron herramientas para tomar decisiones autónomas y reconocerse como agentes de cambio social; su participación sumó a la lucha persistente de las mujeres por sus derechos, fisurando un sistema patriarcal que insiste en invisibilizarlas, y además amplió la noción de ciudadanía, al contribuir a la desintegración de los rígidos límites entre el espacio público y privado.
En el segundo caso, tanto la huelga de 1999 en la UNAM, como el movimiento estudiantil de 2012 en la UACM, o el movimiento politécnico de 2014, han forzado a los gobiernos a reconsiderar o modificar sus políticas relacionadas con la asignación de presupuestos, los programas de estudios, el mejoramiento de la infraestructura, la calidad y el carácter social de la educación. Las demandas de los jóvenes han coadyubado a la defensa de la educación frente a su mercantilización. La gratuidad, por ejemplo, se hace perceptible en la derogación de la propuesta de cuotas y el cobro por trámites escolares y actividades extracurriculares cuando hablamos de los efectos del movimiento estudiantil de 1999.
A ello se suma la defensa de la autonomía. Los casos explorados han luchado por la independencia de las universidades respecto a la intervención de partidos políticos o del gobierno. Estos recintos continúan operando sin interferencias de esa clase, garantizando una educación crítica y social. Así, la movilización de la UACM reafirmó su autonomía frente a influencias externas a la comunidad universitaria —específicamente de grupos ligados al gobierno de Marcelo Ebrard—. Por su parte, el movimiento guinda lo hizo con la anulación del reglamento interno y los cambios en los planes de estudio que atentaban contra la visión social del IPN.
En el tercer caso, el actuar estudiantil ha fungido como contrapeso a prácticas reprobables en sus escuelas. Los estudiantes de la UACM lograron la destitución de la rectora Esther Orozco, cuya gestión fue criticada por ser corrupta y autoritaria. Orozco intentó centralizar el poder en un sector de la universidad e imponer reformas administrativas y académicas que contradecían los principios de autonomía y autogestión de la institución. En el caso del Instituto Politécnico Nacional, las protestas llevaron a la renuncia de la directora general, Yoloxóchitl Bustamante, y al establecimiento de mesas de diálogo y acuerdos (Ortega, 2018). Respecto a lo sucedido en 1999, la huelga de la UNAM mostró la capacidad de las autoridades para criminalizar y reprimir, y la de los estudiantes para desenmascarar la violencia estructural del sistema político.
En el cuarto caso, vemos la creación de una conciencia social y una memoria colectiva entre los estudiantes. Su activismo ha propiciado mayor vida política al interior de las universidades, que se expresa en la organización de las personas en colectivos, en su necesidad de estar informadas, de cuestionar las estructuras de opresión y en la construcción colectiva de soluciones. Hay, pues, un legado que apunta hacia la democratización de la vida estudiantil que va más allá de los planes de estudio, por ejemplo.
La institución (IPN) es más democrática […] la lógica es un tanto diferente. Por ejemplo, desde la pandemia hasta ahora, ha habido movilizaciones y apertura de las autoridades, escucha, conformación de mesas de negociación. En 2020 y 2021, al calor del movimiento feminista, se paralizaron varias escuelas por el tema de la violencia de género. El director general fue a la Plaza Roja, donde había una concentración de compañeras que conforman colectivos feministas del Poli (Anónimo, IPN, comunicación personal, 28 de diciembre de 2023).
Ahora que he estado explorando las cosas que suceden dentro del Politécnico, me doy cuenta de que lo que hicimos bien fue dejar un legado. Se dio un cambio y las autoridades se preocupan por lo que piensan los alumnos —no porque sean buenas personas, sino por evitar que se los fueran a chingar—. Porque sí, empoderamos al alumnado. Ya tiene una voz dentro del Politécnico (Donovan, IPN, comunicación personal, 19 de diciembre de 2023).
Además, los activistas han jugado un papel central en la disputa por la memoria, desafiando el olvido impuesto por el poder, convocado a una herida abierta y construyendo contra-memorias a través de consignas, pancartas, performances y ocupaciones físicas.
El activismo es un proceso relacional que genera resonancias, sea en las dimensiones subjetivas y relaciones interpersonales de los individuos (esfera horizontal), en los proyectos de vida, las instituciones, las perspectivas y los comportamientos políticos (esfera diagonal), o en las transformaciones más amplias y de largo aliento (esfera vertical). Estas esferas se encuentran estrechamente vinculadas, generando una cadena de cambios. Por eso, la propuesta de Rosa y Pfleiderer proporciona un marco útil para entender cómo el activismo no necesariamente termina en el declive del movimiento, sino que tiene un efecto expansivo.
Frente a un mundo donde las juventudes no se sienten interpeladas ni valoradas, el activismo estudiantil es un acto de reapropiación de la universidad y del mundo, como se puede ver en los hallazgos de este trabajo. Las protestas de los jóvenes se han convertido en maneras de responder y transformar las relaciones alienantes; su activismo crea y abre espacios vibrantes de sentido, que no necesariamente son armónicos para los sujetos ni para el statu quo.
Es importante señalar que las resonancias de todo ello inciden en una reconfiguración del cuerpo. Por un lado, los afectos son elementos clave para romper con la suspensión de lo cotidiano y crear comunidad: lo resonante está vinculado a experiencias emocionales que activan el deseo de cambio; hay algo que “toca” íntimamente a los sujetos, generando en ellos la disposición al compromiso con la causa. Por otro lado, ubicar el activismo en el ámbito estudiantil implica reconocer una participación política que, en gran medida, está condicionada por estructuras “adultocéntricas”. Sobre el cuerpo de las y los jóvenes recaen imaginarios que legitiman la regulación de sus vidas, plasmándose en exigencias como la búsqueda de una identidad, el cruce hacia la madurez y la construcción de un futuro mejor.
Nuestra investigación evidencia resonancias transversales y constantes en las narrativas de los entrevistados. Concluimos que el proceso de politización de las y los activistas está profundamente marcado por las precariedades vividas desde la infancia y la visión crítica transmitida por sus padres. Los testimonios coinciden en señalar que su involucramiento político ha generado cambios drásticos tanto a corto como a largo plazo. Entre las principales repercusiones, destacan afectaciones emocionales y afectivas, la reconfiguración de los lazos familiares, la redefinición de proyectos de vida y dificultades en el ámbito laboral.
El impacto de la lucha estudiantil trasciende lo individual y permea diversas esferas de la vida social. La participación política de los estudiantes ha sido un motor clave en la democratización del país al enfrentarse al despotismo, las violencias y la privatización de la educación, y al interpelar a la sociedad en su conjunto con demandas de oportunidades, igualdad y justicia. Agreguemos finalmente que también ha jugado un papel fundamental en la construcción de una memoria colectiva de resistencia, inspirando y catalizando otras formas de lucha.
Cabe subrayar, empero, que la resonancia que más llama la atención es la fisura al sistema patriarcal. La experiencia política de las mujeres las llevó al cuestionamiento de los roles y estereotipos de género, así como a su empoderamiento, reflejado en su autodeterminación respecto a sus proyectos de vida. Podemos observar, entonces, que la vivencia del activismo y sus resonancias adquiere sus particularidades en relación con el género —si bien estas transversalidades no necesariamente aplican para otros tipos de activismos, como los de derecha—. Una tarea pendiente, sin embargo, es considerar variables situacionales, diversidad de demandas, umbrales de participación y estructuras de opresión que permitan complejizar los tipos y grados de impacto en los individuos y las estructuras.
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