Des-pensar a la universidad

Gusana anélida

Gusana anélida

Libre pensadore

27 febrero, 2025

El campo de disputa ideológico se define por la formación de un orden discursivo que traza los límites de la estructuración posible de un debate particular en el que se desenvuelven posturas aparentemente opuestas, que comparten sin mayor conflicto los mismos compromisos ético-políticos y epistemológicos. La trampa al interior de los procesos de construcción de un debate ideológico radica en la capacidad de presentar un problema de forma tal que permanecen ocultos todo tipo de devenires minoritarios, silenciados en la complejidad del conflicto, por lo que siempre se termina en los mismos callejones de salida, se abandona la esperanza de la revolución por venir.

Dentro de la actual “disputa por la UNAM”, en el contexto de una escaramuza local, regional y global más amplia por las instituciones educativas, políticas y jurídicas públicas ¿qué tienen en común las posturas tanto de izquierda como de derecha, que coinciden en pensarla como “el proyecto educativo más importante del país y quizás, de Hispanoamérica”? 

Se comparten varios presupuestos: la romantización de la educación escolarizada como paradigma ideal de aprendizaje; la imagen tecnocrática del “gobierno de los expertos” y la buena ciudadanía; la dependencia al concepto y al poder de las formas Estado-nación y sus dinámicas centralizadas; el elitismo criollista y la implícita dialéctica de la opresión de quienes se empeñan en la necesidad de “un liderazgo del pensamiento” a niveles local y regional. Seguimos idealizando bajo la forma abstracta de un saber puro, una educación cuya principal función es adiestrarnos para la explotación y la reproducción de las jerarquías existentes.

Lo que queda forcluido, no representado en el debate, es la posibilidad de despensar la universidad, de deconstruir las dinámicas implícitas en su concepto, desde las que se reproducen los modos de vida subsumidos al poder, al capital, a la colonialidad y a la patriarcalidad. Se excluye la posibilidad de pensar una universidad sin universidad.(1) Hoy se argumenta que sería imposible, por más apertura que tuviera, que la universidad acogiera a toda la población del país que desea acceder a ella, pero es claro que ese no es el debate, sino el cómo llegamos al punto en que no sea necesario pisar una universidad para aspirar a una vida digna o a participar de la construcción de conocimiento para la resolución de los problemas comunes. 

La institución universitaria atraviesa una crisis múltiple: neoliberalización; extractivismo académico y trabajo precario; servidumbre casi absoluta de la técnica y la ciencia a un concepto inhumano de desarrollo; violencia patriarcal y sexista, violencia contra las disidencias sexo genéricas y neurodiversas; censura sistemática y criminalización de la protesta; pérdida de capacidad para la determinación del mercado laboral, etc. Frente a esta crisis, el proyecto de una universidad sin universidad no se agota en solo transformar sus significados y experiencias, sino en hacer posible una política universitaria cuyo fin sea anticipar y materializar la abolición de la universidad misma, en el marco de un proceso complejo de transición a modelos de educación alternativa, desescolarizada y revolucionaría, que poco deben al significante “universidad”. 

Por más extrema que tal idea parezca, se trata simplemente de una extrapolación de lo que ya se ha dicho sobre el Estado en el contexto actual del triple atolladero del neoliberalismo global, los nuevos progresismos y los neofascismos. En este impasse la única posibilidad de generar una realidad de lo político más allá de la colonialidad implica comenzar a pensar más allá del Estado, figura por excelencia del “poder fetichizado”,(2) poder que ha olvidado que su fuente y eficacia reside en la multiplicidad que es la comunidad. Bajo esta idea, es posible pensar la alternativa de un estado cuya finalidad fuera la entrega progresiva del poder-hacer a autonomías cada vez más plurales y disidentes, a la vez que se usa el marco institucional y material existente para proteger a las autonomías emergentes de los embates de mercado mundial y de todas las formas de despojo desplegadas en las lógicas de la financiarización y el neoextractivismo.(3)

Tales propuestas implican la síntesis de nuevos horizontes de imaginación política centrados en la construcción de mecanismos de dispersión del poder. Dichos mecanismos implican un deseo, una voluntad de contrapoder en la que se deconstruye el universalizado deseo de darle positividad a nuestro ser a través de la dominación del otrx, de hablar y ocupar el lugar del otrx. Definitivamente serán necesarios incontables estudios y proyectos intermedios antes de que esta universidad esté preparada “a ser la última”, pero nada impide comenzar a trazar una cartografía utópica que sirva de marco para una micropolítica de resistencia en los espacios educativos.

 

Democratización 

Se puede considerar a las sociedades democrático-liberales como sociedades de la institucionalidad fetichizada, donde la institución es valorada no por su utilidad real a la comunidad, sino por la mera formalidad de su existencia, de ahí que el respeto a la formalidad misma, a la legalidad abstracta, implique un habitus dogmático en que no se cuestiona de manera profunda el grado al que la institución verdaderamente cumple aquello para lo que se supone fue diseñada. 

El empirismo trascendental(4) oponía institucionalismo y contractualismo, bajo la idea de que la institución se diferencia de la ley por su capacidad creativa y esquizofrénica de constituir nuevos agenciamientos expresivos y productivos a nivel social. Desde esta postura, de existir un deber con la institución, sería el de la crítica y participación política permanente y transformadora desde su interior. Tal distinción, sin embargo, ha quedado prácticamente aniquilada en el institucionalismo neoliberal vigente.

El modelo de la democracia liberal es el de democracia fetichizada, donde la percepción de la calidad de las democracias depende de la consistencia de una serie de instituciones jurídicas abstractas, más que de cualquier indicio real de participación plural y colectiva de la construcción de la realidad social. Por esta razón no sorprende que cada día se vuelve más palpable el autoritarismo y fascismo constitutivo de los agentes de la comunidad internacional que hace algunos años aún pretendían dar lecciones de democracia a los países del sur global. 

Como consecuencia de la colonización del pensamiento por la imagen de la democracia fetichizada, parece casi imposible pensar y actuar desde una política de los comunes,(5) ¿Cómo pensar en lo común en un mundo de egoísmo en que al necesitadx se le arroja sin ningún remordimiento a la calle a morir de hombre, bajo el pretexto de un concepto aspiracionista de desarrollo? 

La universidad, por más que intente proyectar una imagen en defensa de los valores democráticos y el progresismo social, se encuentra por lo general muy lejana de los focos de pensamiento y resistencia en que actualmente la democracia sustantiva cobra vida y se radicaliza. Cosa que no sorprende, ya que la política universitaria en la mayoría de los casos oscila en un espectro entre el señoreaje medieval y el más burdo management tecnocrático. Pese a que existe un vector de la imaginación política que apunta a que la democracia es un modo de vida que debe expandirse progresivamente a las diferentes esferas de la producción social, la realidad es que hay muchos espacios en que desde el elitismo las autoridades universitarias siguen preguntándose si la masa “bruta” ya está suficientemente adoctrinada para elegir en libertad. 

La enorme mayoría de lxs académicxs de las universidades de todo el mundo, aún identifican a sociedades esclavistas, como la Atenas de Pericles, o la Francia de Montesquieu como referentes últimos de la democracia. No sorprende que estxs academicxs blancxs reconozcan de la misma forma, como democracias ejemplares a los actuales regímenes de neoesclavitud al mercado, el capital y el trabajo en que la vida sufre una absoluta desvalorización frente a la axiomática del capital. 

La democracia, más allá de todos los sesgos de la imaginación occidental y liberal que hoy totaliza su horizonte, tendría dos características: el principio de radicalidad y el principio de lo común/múltiple. El principio de radicalidad se refiere a la oposición tajante entre democracia y policía.(6) La democracia, en su sentido más amplio, se refiere al movimiento inmanente del cuerpo social, en que aquellxs seres y potencias excluidos por su violencia constitutiva, revolucionan la cartografía mínima de lo político, exigiendo como condición mínima de justicia, la abolición del “estado de cosas” existente. Por esta razón resulta ridículo identificar a la democracia con una serie de instituciones, cuando esta se refiere precisamente a aquella potencia originaria que no puede ser institucionalizada, ya que es puesta en función de su resistencia permanente frente a las incompletud de las instituciones existentes. 

Desde aquí, podemos considerar que la democracia es aquello que anticipa la abolición eventual, necesaria e inminente de toda institución. El momento primordial en que la democracia cobra sentido. No son las elecciones, sino la revolución de la cotidianidad y de las coordenadas del debate ideológico-político.

El principio de lo común/múltiple, se refiere a una crítica radical del principio de homogeneización, inherente de la fórmula de división social del trabajo político que caracteriza la imaginación democrática occidental. Incluso los proyectos comunistas europeos del siglo XX no pudieron despojarse de la idea la necesidad de una planificación centralizada, no sólo de las relaciones de producción, sino de la semiótica política productora de las relaciones de subjetivación, de la moral pública, la jerarquización los modelos de desarrollo y las posibilidades existenciales, relacionales y afectivas. La democracia republicana es en efecto, tal como se declara con una ironía que ya causa poca gracia, una democracia de iguales menos iguales que otros. 

 Lo común no es una esencia, un Uno. Remite a una heterogeneidad abigarrada(7) donde coexisten tiempos, espacios, materialidades y horizontes de deseo múltiples y diversos. Lo común opera no mediante la homogeneización a la imagen del Uno, sino mediante la producción de disidencias productivas en el marco de lo múltiple, ya que es la diferencia sintética y compleja de las singularidades sin imagen o modelo previo. La democracia es el hacer común que garantiza la potencia de la revolución permanente, la vida revolucionaria en que la “dueñidad” y sus fantasmas comienzan a perder toda eficacia. 

La blanquitud hegemónica jamás ha sido capaz de pensar la democracia, ya que jamás ha sido capaz de pensar lo común. Habermas es quizás el teórico europeo que llevó la pretensión democrática liberal hasta sus últimas conclusiones lógicas, ya que imaginaba  la posibilidad de un espacio dialógico inmanente e infinito, en que toda determinación pueda ser potencialmente susceptible de ponerse en cuestión bajo ciertos marcos mínimos de una discusión racional; pero ni siquiera la utopía habermasiana sería suficiente, ya que la democracia no puede ser solo deliberativa, sino debe ser productiva, semiótica, poiética en el sentido más extenso de la palabra. La democracia debe estar vinculada con la producción de lo real, mediante una metamodalización del disenso, en lugar de una producción del consenso. Que lo común/múltiple apunte a una cibernética y una ecología social, mundial y de la economía deseante, la cual requiere de todo tipo de nuevas estrategias micropolíticas de reconfiguración de los marcos de subjetivación

Mientras que en la universidad se niegue la crisis del modelo de desarrollo del que es parte, así como la crisis radical de las instituciones políticas que la rodean, será muy difícil darse cuenta de que el cerrar los caminos de la democratización sólo puede ser hecho (como lo ha sido hasta ahora) mediante la represión violenta. El debate no es si la universidad debe ser democratizada, ya que está democratización solo es cuestión de tiempo, como parte de un proceso en curso mucho más radical que podría concluir eventualmente, con su abolición. La auténtica pregunta es ¿Cuándo y a qué costo será democratizada la universidad? ¿Cuánta más tristeza, sufrimiento y sangre tendrá que fluir hasta que nos demos cuenta de la increíble represión que presupone el mantenimiento del actual entramado de instituciones al que pertenece la universidad?

 

Anarqueología de la universidad y hauntología

Distingamos entre universidad como institución y universidad como comunidad: La universidad como institución remite a un entramado jurídico-político, a un complejo de dispositivos técnicos, científicos, psicopedagógicos, policiales, así como a toda una imagen y una semiótica pública, a cargo de una élite minoritaria de carácter preponderantemente burocrático y gerencial. La universidad como comunidad remite a todo aquello que rebasa el concepto abstracto de universidad y refleja su experiencia más común, cotidiana, aquello que lxs que habitan la universidad experimentan y viven ahí donde el poder de la universidad termina. La experiencia común de la universidad no es minoritaria, pero se encuentra minorizada por la postura totalitarista de la dimensión institucional, que se arroga tanto el monopolio de la política universitaria, como el monopolio de la producción de significados de lo que la universidad es (hablar en nombre de la universidad). La mayoría de lxs estudiantes, a quienes les fue heredado un mundo donde no parecen existir alternativas radicales, no se dan cuenta de que sus afectos por la universidad como comunidad, terminan romantizando y legitimando a la universidad como institución.

El pensamiento tradicional y el deseo reaccionario operan mediante la sacra eternalización de lo actualmente existente. Lo que es siempre ha sido y será reza el credo de la idolatría de los hechos. “Todo lo que es, es de la forma en que es porque es lo óptimo”. Al habitar la universidad se nos induce como parte de sus dinámicas de reproducción del status quo, a identificar el significante con las ideas mismas de educación, saber, investigación, producción de conocimientos, etc. Una vez que hemos interiorizado la equivalencia de la educación profesional y la producción de conocimiento con la institución, ya no es posible imaginar el mundo sin universidad.

Contrario a esta universalización, en su temporalidad, la universidad define a un proceso bastante modesto y delimitado, que como dispositivo político social, puede ser pensada históricamente desde dos modelos, dos situaciones: la primera se refiere a aquellos espacios de erudición abiertamente elitistas y excluyentes, vinculados con un saber enciclopédico, extremadamente especializado que poco abonaba al bien común de la mayoría de personas ajenas a tales instituciones (estamos en deuda con algunos “santos doctores”, que después de muchas sesudas  reflexiones, defendieron que los habitantes de las Américas si tenían alma). Nos referimos a universidades como Salamanca, Boloña, Oxford, Cambridge, Padua, etc. 

El segundo momento se refiere a la transformación de las universidades en abundantes y prolíferos centros de validación y cualificación de la mano de obra requerida por el capital posindustrial. Momento en que la universidad se encuentra con la paradoja de verse destinada a ver sus filas llenadas por lxs hijxs de la clase trabajadora, al mismo tiempo que estxs, se verán destinadxs a interiorizar el modo de vida aspiracionista del “buen ciudadano liberal”, y abandonar su conciencia de clase, a cambio de la oportunidad de uno o dos tiros en la ruleta de la movilidad social. 

Dos precisiones necesarias: ambos modelos históricos de universidad tienen en común el operar de manera excluyente frente a todo aquello que se opone a lo que asumen como totalidad, y ambos modelos hoy experimentan una crisis inevitable y potencialmente insalvable. La erudición estorba, salvo en muy pocos casos, a los criterios de producción neoliberal. El neoliberalismo, necesitado de una formación y calificación de la mano de obra, cada vez más ad hoc al ritmo creciente del capital, de la financiarización y del despojo, ha desmantelado prácticamente todo saber que no pueda ser gestionado por un marco tecnocrático liberal.

 La vieja idea, según la cual la universalidad de la universidad está en la posibilidad de un espacio en que es posible decirlo todo, no es más que una simplona farsa. Se dice que lxs profesores tienen libertad de cátedra, ¿pero qué sustancia puede tener tal libertad si lxs profesores que denuncian la corrupción, violencia, acoso y el autoritarismo son a su vez criminalizados y violentados por la propia institución? Ya no sorprende que en la UNAM por ejemplo, lxs profesores más cercanos a las administraciones, aceptan ser “policías del régimen” en turno, y vigilar y delatar toda aparente disidencia potencial. Tampoco sorprende que, en situaciones de emergencia, estos mismos profesores llegan a operar como golpeadores para reprimir y agredir físicamente a lxs estudiantes. Mientras esto sucede impunemente, la mayoría de los profesores e investigadores con plaza, de afiliación “progre buena ondita”, que dicen adherirse a corrientes de pensamiento “crítico”, pero que a la vez están claramente cooptadxs por el modo de vida del individualismo neoliberal, han aceptado no participar de la disidencia directa ni organización política de la comunidad, así como abonar ocasional y discretamente en los aplausos y pleitesías al poder en turno, todo a cambio de conservar sus privilegios, aulas y puestos.

Durante el siglo XX observamos un fenómeno curioso, producto del encuentro entre la función erudita y la masificación de la formación universitaria: los saberes del proyecto moderno ilustrado comenzaron a ser usados en contra del proyecto moderno ilustrado mismo. Este fenómeno tuvo como consecuencia una experimentación institucional que puso en marcha proyectos alternativos de universidad, los cuales han sido progresivamente situados en una marginalidad absoluta por el proyecto de la subsunción de la educación a la axiomática del capital. La breve ventana histórica que construyó la idea de la universidad como un espacio de resistencia y pensamiento crítico, ha sido cerrada sin mucho esfuerzo por el management liberal y hoy solo existe en el romántico delirio de un montón de académicos privilegiados incapaces de entender la distancia tan grande entre los problemas de la academia y los de la mayoría de la sociedad. Así, la universidad se suma a las instituciones que operan pulverizando toda forma de deseo que no está alienada en la servidumbre maquínica del capital. Todo aquello que ha florecido en la universidad más allá de estos modelos, lo hace en permanente resistencia y en condición de perpetua fragilidad frente a una criminalización sistemática.

 

Los futuros de la universidad

La crisis hace necesario el pensar sin condición a la universidad, pensarla en todo aquello que la universidad podría ser, tanto en los próximos años, como en las próximas décadas. De la crisis brota la propuesta de generar múltiples tipos de utópicas a todos tiempos y términos, que sirvan como guía práctica mínima de nuevos horizontes de expresión micropolítica. 

La doble crisis del modelo de la erudición y modelo neoliberal apuntan a que la universidad no solo perderá parte importante de su rol social, por no poder despojarse de todos los arcaísmos que representan obstáculos potenciales para la desterritorialización de la axiomática capitalista, sino que también se reducirá su peso como aparato privilegiado de la producción del saber cómo consecuencia de su  incapacidad en aumento para generar discursos relevantes y atractivos para las subjetivaciones políticas actuales y del porvenir.

Existe la posibilidad de que un modelo “posneoliberal” de universidad relance su legitimación en diversos polos del sur global por al menos varias décadas más (diversos proyectos de este tipo ya están en curso). Estos se encontrarán con dos obstáculos: se establecerán sobre una generalizada complicidad del extractivismo académico, el “ventrilocuismo de los herederos” y una marcada ambigüedad con los compromisos de la democratización interna. Ya observamos cómo muchas de estas universidades que son parte de los proyectos educativos de los nuevos progresismos, no titubean al profundizar en la precarización de las condiciones laborales de los académicos y en la criminalización de la disidencia. En el fondo, estas universidades se mostrarán profundamente incapaces de proponer alternativas reales al “capitalismo de partido único” y asumirán la tarea de la formación de una neo-tecnocracia neo-humanista.

 Quizás una de las mejores oportunidades de catalizar un proceso de radicalización democrática en un futuro no tan lejano, estaría en la posibilidad de hacer estallar una serie de revoluciones moleculares al interior de la coyuntura de un proyecto posneoliberal desgastado. La definición de condiciones para esta disputa, así como los movimientos claves para definiciones políticas de gran escala, no tendrá lugar al interior de la universidad, sino en su exterior y en sus márgenes, razón por la cual la proliferación utópica sobre la universidad es y será una tarea abstracta sino se plantea en sincronía con otro tipo procesos revolucionarios que le son externos. Mientras la autoridad universitaria se construya sobre un lógica falocrática, patriarcal y colonial del poder, en que la condición de acceso a los cargos es la sumisión a la jerarquía y la complicidad con las esferas existentes responsables de la impunidad y la corrupción, no habrá razones de peso para ser optimistas con respecto a una transformación radical desde las vías institucionales.

No sería imposible que en las próximas décadas viéramos emerger a todo tipo de agenciamientos colectivos de expresión que disputen a la universidad y a la academia, su valorización social como espacio privilegiado de producción de saberes. Esto dependerá de la capacidad de estos agenciamientos de generar ecologías de saberes acordes a las actuales necesidades de la subjetivación política, por lo que implicaría simultáneamente un quehacer filosófico, una colectivización de la disidencia política desde abajo que busca recuperar el poder-hacer secuestrado por el aparato de estado, así como una reconfiguración de las potencias estéticas, éticas y existenciales en los procesos de significación de nuestra cotidianidad, que podrían generar rizomas de intervención transinstitucional cuyo objetivo principal sería desestabilizar las narrativas e imágenes que dan a la violenta cotidianidad universitaria un halo de normalidad. 

Es necesario, por ejemplo, reformular por completo el papel de los docentes, quienes deben de estar dispuesto a aceptar que todo proceso de aprendizaje es multidireccional, que su conocimiento parte de premisas que seguramente ya no son vigentes para los problemas que afrontan lxs nuevos estudiantes, y que lo ideal sería de cada cierto tiempo los procesos de investigación colectiva les forzaran a reconfigurar su sentido común sobre el saber que creían estable.  La principal función del docente, desde esta crítica, sería el acompañamiento en los procesos en los que lxs estudiantes descubren las problemáticas sociales y colectivas que les interesa investigar, así como las metodologías creativas que permitirían construir diagnósticos y propuestas radicales. 

La decolonización de nuestra educación implicaría la abolición del sistema de evaluación, cuya principal función es la de obstaculizar la emergencia de un proceso común de co-aprendizaje y solidaridad política entre profesores y alumnxs precarizadxs. Cualquiera que haya observado detenidamente a la universidad habrá notado la arbitrariedad del sistema de evaluación, no solo porque en innumerables casos, la nota puede no guardar correspondencia alguna con el dominio del currículo, sino también por la forma en que con una combinación relativamente modesta de paciencia, sumisión e ingenio, es perfectamente posible sortear todo un plan de estudios, sin haber aprendido nada realmente sustantivo para el ejercicio ético de la profesión. La función del sistema de evaluación no es garantizar la transmisión eficaz de conocimiento (cosa en la que fracasa terriblemente), sino asegurar la producción de la subjetividad dócil del alumnx que acepta la vigilancia, la coacción, el paternalismo como lógicas comunes y primarias del aprendizaje y la socialización. 

El sistema de evaluación es un arma moralizadora, a la que la mayoría de docentes se aferran, porque presienten que al perder el poder que le confiere, sería muy difícil mantener el frágil respeto y reconocimiento que se finge en su aula, de la misma forma en que presienten que de jamás pasar lista, su salón estaría siempre vacío. Las aulas deben caracterizarse por la honestidad ética e intelectual de saber que nadie está ahí por mera obligación ni para verle la cara a sus compañeres y docentes. Que, al interior de un proceso comprometido y plural de diálogo y acompañamiento, podemos tener confianza en la integridad del aprendizaje del otrx sin método de evaluación alguno. 

No puede seguir siendo aceptable que el estudiante acuda al aula solo incentivado por la posibilidad de una mayor calidad de vida que quienes no tienen educación universitaria. No puede seguir siendo normalizada la idea de que aquellxs con educación universitaria merecen una vida más que aquellxs que no la tienen. Estos son los principios de la corrupción de toda educación. En el momento en que la única razón para acudir al aula sea el amor por un área particular del conocimiento y el compromiso de usar tal conocimiento especializado en la construcción del bien común, no existirán incentivos para hacer trampas ni será jamás otra vez necesario vigilar y disciplinar a lxs estudiantes.

Lo anterior no significa que la universidad deje de emitir certificados, por el contrario, la universidad debería en este caso, generar propuestas estratégicas que le permitan negociar con el mercado (como función estratégica, temporal y secundaria), así como establecer políticas que faciliten la obtención de un diploma para todo aquel que lo requiera como una herramienta de la cada vez más raquítica movilidad social. 

Pasando a otro ámbito, poco se hará por transformar la esfera de las ciencias (en todas sus clasificaciones) mientras esta siga siendo un mero instrumento que busca generar condiciones favorables de competencia en el mercado global.  Los progresismos latinoamericanos han sido hasta el momento, incapaces de plantear un modelo de ciencia auténticamente alternativo, puesto que, en la mayoría de los casos, perviven las mismas estructuras de dirección gerencial, burocrática y tecnocrática. Bajo el concepto de desarrollo propio del arte del gobernar liberal, las diferencias entre la ciencia neoliberal y posneoliberal, son mucho más sutiles de lo que se pretende.

Toda transformación que no implique desconectar a la universidad de su vínculo directo con el mercado de trabajo neoliberal no sería más que una reiterada traición a la comunidad universitaria. Durante décadas, las principales deficiencias de la educación universitaria no se encuentran en una “falta de preparación”, ni siquiera en una falta de infraestructura y recursos. El principal problema es que la universidad rápidamente acepto subsumir todas sus pretensiones investigación y enseñanza a las tareas de satisfacer la demanda existente de mercado y a producir y reforzar la subjetivación del buen ciudadano, aspiracionista, individualista, blanqueado, neurótico, adicto al trabajo, sumiso al poder y la ley que se convertirá en un “profesionista” de excelencia. Con esta decisión la universidad se convirtió más en un instrumento más de la guerra de precarización que el capitalismo ha lanzado contra la población mundial. 

La única oportunidad de revertir este proceso radica en la posibilidad de que toda la comunidad universitaria excluida, cobre un papel radical de participación no solo en la determinación del currículo y los contenidos teóricos académicos, sino también en la totalidad de tareas que implican la administración y la política universitaria. Las aulas deben de pasar espacios de colectivización y radicalización en la que los agenciamientos de estudiantes, profesorxs y trabajadores precarios de la universidad, construyan diagnósticos y estrategias para la defensa colectiva de sus derechos estudiantes y laborales. De las aulas deben emerger redes de solidaridad en las que generaciones enteras de profesionistas puedan formar contrapesos efectivos contra el indigno mercado laboral neoliberal.

La universidad revolucionaria, como espacio permanente de politización, pasaría a tener como primera función generar un diálogo plural en torno a la discusión de soluciones para las problemáticas de la comunidad, así como ser espacio de encuentro de experimentaciones y co-aprendizajes disidentes a niveles ético, estético y existencial.

Las autoridades universitarias no deberían tener mayor función que la de proveer los medios necesarios para la construcción de autonomías al interior de la universidad. Al observar los procesos de designación de las autoridades universitarias, es fácil ver que con extrema rareza se eligen a académicos destacados por sus contribuciones a la resolución de las problemáticas sociales, por la legitimidad de su lucha política por la democracia universitaria o por tener un entendimiento mínimo de la compleja crisis que la universidad atraviesa; en la mayoría de los casos, ni siquiera se podría decir que son buenos gerentes o administradores. Por lo general nos encontramos con meros entes grises, plantados por elites invisibles y con intereses opacos, puestos ahí por su disposición a obedecer las órdenes de sus jefes. Tales personas no tienen derecho alguno de imponer a la universidad la imagen de lo que creen que debería ser.

El papel de las autoridades universitarias debería ser el de defender a la comunidad universitaria de las fuerzas externas que amenazan con precarizar, no el de convertirse en meros gestores de tal precarización, dar plataforma a los espacios de disidencia, no hostigarlos mediante una política criminal. En un ejemplo reciente de esta nociva dinámica, la Facultad de Medicina de la UNAM se fue a paro general por la aprobación de nuevas mecanismos de evaluación, que buscaban ante la insuficiencia de espacios para prácticas e interinatos, crear filtros para disminuir el número de estudiantes que llegarían en los próximos semestres a este punto de su formación, es decir, en lugar de luchar por más y mejores espacios para la formación, se prefiere la más cómoda opción de disminuir la demanda de espacios a costa de la salud mental y de la dignidad de lxs estudiantes.

El avance, a cualquier ritmo que sea posible, en cualquiera de todas estas líneas de lucha, la reinvención de los papeles de docente, estudiante, investigador, autoridad será condición para una universidad por venir en la que no sea necesario usar capuchas ni seudónimos. 

 

Notas

1.- Cfr. Derrida (2002). La universidad sin condición, Trotta. 

2.- Dussel, Enrique (2016). 20 tesis de política. Siglo XXI, p.10-11.

3.- Makaran, Gaya (2021). Estado Plural y autonomía social vs nacionalismo populista, en Castro, Diego y Huáscar Salazar (coords.) América Latina en Tiempos Revueltos. Claves y luchas renovadas frente al giro conservador, ZUR, Excepción y Libertad bajo palabra, Montevideo, Cochabamba y Morelos, p. 226.

4.- Deleuze, Gilles(2007). Empirismo y subjetividad. Gedisa, p. 41 y ss.

5.- Federici, Silvia (2018). El patriarcado del salario. Críticas feministas al marxismo. Traficantes de Sueños, p. 86.

6.- Cfr. Ranciere, Jacques (1996). El desacuerdo. Política y filosofía. Nueva Visión.

7.- Rivera Cusicanqui, Silvia (2015). Un mundo ch’ixi es posible. Ensayos desde un presente en crisis. Tinta Limón, p. 37 y ss.

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