ISSN : 2992-7099

Nuestra América no es más que un vil neologismo

Gabriel Noriega Ormaza

Gabriel Noriega Ormaza

Gabriel Noriega es un escritor e investigador de origen quiteño. Tiene una maestría en investigación en artes por la École de Hautes Études en Sciences Sociales. Actualmente estudia un doctorado en literatura y cultura en la University of Texas at Austin. Escribe y publica en medios ecuatorianos y regionales.

19 abril, 2022

¡Desmantelemos la casa importada en la que vivimos, dicen, pero no con las herramientas del amo, sino con otras, con las nuestras! Que las instituciones son caducas y residuales de colonialismo y tenemos que echarlas abajo y levantar nuevas, que sean un poco como las de antaño, pero nuevas…

Un problema aparece, el de saber cuáles son nuestras herramientas: las que estamos acostumbrados a usar cotidianamente —no serán un poco demasiado eurocéntricas?, y si sí, ¿no son ya un poco nuestras, por derecho de uso?—; o las herramientas de las comunidades, que en el fondo del fondo no son tan nuestras. O quizás, sí.

Y por ahí vamos de nuevo con el problema de la apropiación, y del origen y del quién y el para quién y el de quedarnos de brazos cruzados hasta que alguien nos legitime o hasta que los “legítimos” hagan algo. Es un callejón sin salida. La irresoluble pregunta de la autenticidad, de la originalidad, y el agobiado rechazo frente a lo que se supone nos es exógeno, aunque nos habite. ¿Cómo se llama ese fenómeno en términos psicoanalíticos? No hay nada más eurocéntrico que el psicoanálisis. Menos Franz Fanon, psicoanalista.

Que para ser decoloniales lo primero es dejarse de ver en el espejo distorsionado del eurocentrismo, dicen. Y tienen razón: ¿cuántos y cuántas comunidades no hemos odiado nuestro reflejo, que en el fondo es nuestra mirada traicionera? Si es de ver la realidad tal cual es, sin espejos de por medio, con sus texturas y sus complejidades —¡quebremos todos los espejos!— y sin compararse con lxs otrxs; por ahí caminemos, como con José Martí, digamos, o como con José Enrique Rodó, que es un personaje bizarro. O mejor con Édouard Glissant.

Pero mal acostumbrados al pensamiento estático, sucede el gesto exactamente contrario: dejamos de vernos con ojos eurocentristas y allí mismo intentamos arrancárnoslos. Como si el eurocentrismo fuera, más que un par de ojos, unas gafas. Unas gafas descartables. Y que tras de ellas se encuentran nuestras miradas límpidas, nuestros hábitos ancestrales, el vínculo original con el paisaje y los tiempos cíclicos del Pachacamac. Quebramos el espejo, pero inmediatamente nos buscamos en otros reflejos, igual de ideales, tal vez incluso igual de ilusos.

¡Procuremos lo nuestro! dicen, así, en plural, como los new age dicen que es necesario encontrarse a sí mismos (¿qué hay detrás de la ventana?, se pregunta Roberto Bolaño). Procuremos algo más auténtico, menos fantoche, menos copia. ¡Abajo la réplica y la máscara y las calcomanías fosforescentes de los tigres y los elefantes en los buses, aquellas apropiaciones! Pero las copias ya son nuestras. De hecho ya no son siquiera copias, sino signos transformados, más de acá y menos de allá. Claro que con tigres y virgencitas no alcanza. Pero por reconocerse se empieza.

Algunos en la academia lo dicen: ¡hay que ser decoloniales!

Y bueno, obvio, porque ser colonizados es una posición terrible: puro trabaja para los otros, puro dale que dale y rema que rema para que los de arriba y del norte se hagan ricos y puro ver cómo se talan los árboles y los gringos se compran las mejores tierras frente a la playa, mientras las comunidades, los pueblos, desplazados. O pagando la renta.

Confirman que la colonialidad no acabó con las Independencias. Tienen razón.

Aunque sospechamos que el neocolonialismo no es tanto la culpa de los criollos en general, ni siquiera de los mestizos, sino de algunos “criollos” que han sido incapaces de apostar por la radicalidad democrática y la soberanía.

Es decir: Lula da Silva y Eloy Alfaro –criollos, o por lo menos mestizos, o por lo menos bolivarianos– se descolocaron de la lógica imperial y aspiraron a reconstruir estas nuestras casas, para que sean, en efecto, hogares o repúblicas y no simples cafeterías o plantaciones para el gozo del de arriba y del norteño, que es decir lo mismo.

Y a quién le cabe duda de que no es la culpa de estos criollos o mestizos sino más bien de los otros, los Lenín Moreno o Iván Duque, y no tanto por criollos, sino por traidores y arribistas: el enemigo interno es el alcahuete del enemigo externo, no decimos nada nuevo.

La esperanza frente a todo esto reside en que las cosas pueden cambiar. Pero para eso se requiere ser dialéctico, es decir moderno, que son dos cabezas de una misma cosa que en realidad no es una cosa, sino que se parece más bien a un campo electromagnético que huele a futuro. Y esto es bastante eurocéntrico, ya lo sabemos, pero también muy americano, porque recordemos que la europeos terminan de hacerse modernos con América, es decir que lo que nos hace americanos, y de esto no entiende el abyayalismo: es que somos así, como “Trilce” de Vallejo, siempre inventivos, siempre novedosos, nunca del todo originales.

Nuestra América no es más que un vil neologismo. Nadie ha salido indemne de esta historia, todos somos producto de esta nuestra tragedia que no es tragedia mientras viva la esperanza.

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