1. Introducción

Los debates sobre el colonialismo en América Latina han sido amplios y nos han permitido comprender desde visiones más críticas su importancia como procesos para entender la realidad actual de la región. En este sentido, el trabajo de don Pablo González Casanova trasciende como antecedente de otros grandes referentes del tema como Aníbal Quijano, Walter Mignolo o Serge Gruzinski, pero sobre todo, por una de sus propuestas conceptuales que aquí queremos destacar: el colonialismo interno. Una idea un tanto menospreciada por la academia, pero que aquí retomaremos para comprobar una propuesta de vigencia trans-histórica que permita comprender las formas de continuidad del colonialismo en México y América a partir del siglo XIX, y desmontar la leyenda de la historiografía liberal. Esto, no sin considerar los riesgos que su tratamiento representa, pues resulta una “categoría tabú para distintas corrientes ideológicas”, como lo ha advertido este autor (González, 2006).

De esta forma, el presente trabajo busca comprender el proceso de subjetivación de la identidad -en cuanto a la pertenencia a un grupo étnico- de los indígenas con la aplicación del concepto de colonialismo interno, y hacer un contraste entre los números demográficos y las condiciones que estos guardaban antes del advenimiento del liberalismo –con derechos fundamentados en sus propios usos y costumbres, desde lo que guardaban diversos grados de autonomía y autodetermianción–, y las condiciones a que quedaron sometidos con las reformas liberales durante la consolidación del Estado-nación independiente; condiciones que tuvieron incidencia directa en su desaparición como poblaciones autóctonas, trascendiendo a las siguientes épocas para acelerar su proceso aculturación, aspecto histórico comúnmente soslayado para comprender la conformación del Estado.

2. Una dimensión conceptual del colonialismo interno 

Pablo González Casanova, el centenario emérito, incorporó el concepto de colonialismo interno en las ciencias sociales durante los años sesenta como parte de su análisis sobre la exclusión y el agravio cometido hacia los pueblos indígenas, sin embargo, ha padecido cierta invisibilidad en este tipo de estudios (Torres, 2014). Es preciso destacar que cuando publicó el trabajo donde lo plantea por primera vez: Sociología de la explotación (1969), Mignolo y Quijano aún estaban militando en el marxismo y preparando lo que serían sus más destacadas aportaciones teóricas (Rivera, 2010), y que el concepto en sí, tuvo una buena recepción y fue utilizado en otros trabajos de investigación en la misma década (Hicks, 2004; Drakakis-Smith y Wyn, 1983; Michael Hechter, 1975, por ejemplo), donde se hizo referencia a diversos contextos sociopolíticos en el mundo y a la posición de inferioridad, desigualdad y marginalidad de ciertos grupos e identidades frente a otras en posición dominante.

Otros trabajos sobre los procesos de dominación después de la conquista, documentados e historiados por Huerta (1976), Reina (1986), Mirafuentes (1989), Katz (1990) y Van Young (2006), entre otros, dan cuenta del desarrollo de un “dominio interno” realizado por criollos y mestizos con características similares a la dominación colonial española, pero no retoman el concepto del colonialismo interno (Torres, 2014). Sin embargo, la continuidad y exacerbación de las estructuras socioeconómicas y del pensamiento heredadas del colonialismo español en la construcción del Estado-nación moderno, requiere del colonialismo interno para dar razón de los fenómenos relacionados con la exclusión cultural y la explotación económica que han derivado en la paulatina transformación de la población indígena en “no indígenas”, y que contrastaremos principalmente con datos demográficos.

Para ello hay que comenzar subrayando que, bajo la mirada de Pablo González Casanova, la consolidación de las autonomías de los Estados independientes latinoamericanos frente a lo extranjero, provocaron la aparición de nuevas relaciones sociales regidas principalmente por una idea desarrollo opuesta a la cultura de los pueblos indios, en lo que el colonialismo interno pudo dar cuenta y explicación sociológica de su subdesarrollo (González, 1963), ello derivó en un fenómeno que ahora se podía observar también al interior de uno de estos países, por ejemplo, pero no privativamente, es decir, un concepto para el estudio del subdesarrollo. Aquí destaca su aplicabilidad a estos países que transitaban de una etapa de reforma agraria a la de industrialización, donde se desarrollaba un amplio proceso de movilización de la población, gracias a lo cual el desarraigo territorial-cultural haría estragos en estos.

Pero son las características que el colonialismo interno recupera del colonialismo “tradicional”, lo que nos permitirá hacer este ejercicio sobre la disminución progresiva de sujetos identificados con alguna identidad étnica, como usuarios de lenguas vernáculas y practicantes de costumbres autóctonas; de ahí la vigencia del concepto. Algunas de aquellas características que van a afectar a los pueblos indígenas son: territorios sin gobierno propio, situación de desigualdad -respecto de la metrópoli donde los habitantes sí se gobiernan a sí mismos-, administración local en manos de un Estado que domina, designación de dirigentes por el país dominante, regulación externa de los derechos, situación económica y privilegios sociales de los habitantes locales, pertenencia de estos a una raza y a una cultura distintas de la dominante; aunadas a la condición de monopolio impulsada desde una “otra” metrópoli para la explotación de los recursos naturales, la regulación del trabajo, del mercado de importación y exportación, de las inversiones, de los ingresos fiscales, etc. (González, 1963). 

Se trata de un proceso que “comienza con las desigualdades económicas, políticas o culturales entre la metrópoli y la colonia, y continúa en la transferencia de una desigualdad interna entre los metropolitanos y los indígenas: desigualdades raciales, de castas, de fueros, religiosas, rurales y urbanas, de clases, etc. (Torres, 2014), condiciones que siguieron operando durante los siglos XIX y XX. Y aunque colonialismo interno habla del conflicto entre dos culturas -lo que puede generar polémica aquí, pues consideramos que el “mestizaje” no es la conformación de una cultura diferente sino de un sector social que busca diferenciarse de lo indígena por meras presiones del racismo y la discriminación imperantes como ejes de la idiosincrasia dominante, consideramos que la búsqueda histórica de dicha diferenciación y el oprobio que por ello han hecho los blancos, criollos y mestizos hacia los indios, es razón suficiente para la aplicabilidad del concepto en la explicación del fenómeno.

Cabe señalar que la Antropología culturalista de que está revestido el concepto de colonialismo interno, que da más peso a las desigualdades y la discriminación que a la dominación y la explotación, no impidió al exrector de la UNAM, haber caracterizado las formas en que se ha ejercido el colonialismo hacia los pueblos indígenas en intercambios comerciales desiguales, generación de dependencia económica, explotación “combinada”, despojo de tierras y discriminación social (González, 1978), todo ello, por supuesto, aplicado en un contexto de “independencia” política de México. En suma, más allá de las concepciones marxistas de enriquecimiento de un país a expensas de otro, o de una clase social a expensas de otra, en nuestros países de la región, conformados por ideales capitalistas, además de la explotación de las clases sociales campesinas y proletarias, existió durante doscientos años la invasión, conquista, despojo, explotación y aculturación de las poblaciones autóctonas en beneficio de las élites político-económicas y oligarquías locales, desde lo cual se normalizaría el oprobio, desprecio y negación del indio que hoy caracterizan a nuestra sociedad.

3. Los indígenas en el mundo virreinal

En 1821 finalizó un periodo de trescientos años mejor conocido en la historia de México como la “colonia española” (el virreinato), donde las relaciones políticas, económicas, sociales y culturales de sus grupos humanos constitutivos, si bien de naturaleza colonial, se desarrollaron en el marco jurídico de un virreinato, (OMEBA, 1996) una distinción que encierra una diferencia crucial para entender sus dinámicas y tenciones sociales internas, sus formas de interpretar y aplicar el derecho -que por cierto podían favorecer a los indígenas-, y sus mecanismos de reconocimiento y convivencia en la diversidad cultural. No se trata de defender la pax hispánica como modelo, pero sí de reconocer el proceso histórico de pérdida de autonomía y autodeterminación que experimentaron los pueblos indígenas, y su deshumanización como la entiende Paulo Freire (Freire, 1985), en el marco de las políticas capitalistas liberales y neoliberales. Tampoco se trata de construir una apología de su tragedia, sino un contraste entre épocas marcadas por esas políticas para comprender el fenómeno -es decir, los efectos que el indigenismo así regido-, a partir de un correlato estadístico de los censos que nos dé cuenta del estado de las adscripciones identitarias y conformación ontológica en distintas épocas.

En este marco histórico, es preciso reconocer que muchas comunidades indígenas de la sociedad novohispana obtuvieron títulos de tierras colectivas, se reorganizaron en repúblicas y poseyeron una gran parte de la tierra cultivable. Su condición de Reinos de Indias les permitía defender derechos y un estatus jurídico, tanto a nobles como al común (macehuales), que reconocía sus derechos de linaje y como corporación respectivamente. En esta condición legal de virreinato se practicaba cierta “igualdad” jurídica entre la gente de Castilla e Indias, con la que se procuraban iguales derechos entre sus naturales. Además existían cientos de pueblos y comunidades indígenas no sujetas al poder virreinal, no evangelizadas o con poco contacto con la cultura occidental. Así, el principio de comuna, heredado del mundo precolombino (Bosteels, 2021) y resignificado en la república de indios, mantuvo la cohesión y fortaleció los elementos identitarios que permitieron a los nativos defender sus derechos colectivos y de corporación frente a los intereses privados. Pero estas condiciones serían transformadas con el advenimiento de la Constitución de Cádiz y las ideas liberales en la corte de los Borbones. En la Nueva España se experimentaron crisis económicas y se liberalizaron factores de la producción que otrora permanecían protegidos por la legislación. 

Con la independencia se desataría la disputa entre liberales y conservadores por el proyecto de nación, donde la desamortización de bienes de la Iglesia y las corporaciones civiles fue un tema de central importancia. Aquí el “colonialismo interno” ligado a las relaciones de clase, vincula las nociones de colonialidad y estructura colonial como fenómenos internos, es decir, ocurridos dentro de las fronteras políticas del Estado recién creado, fenómeno intra-nacional de trascendencia exegética que actualizó las condiciones de explotación y las relaciones sociales de producción coloniales.  

Aquí, el concepto de “grupos sociales subalternos” (Roux, 2020), puede abonar a la comprensión del nuevo papel que jugarían los pueblos y comunidades indígenas, en lo que subalternidad no es sinónimo de sumisión, pasividad o inferioridad, pero tampoco hace referencia a culturas o politicidad autónomas; es decir, ayuda a dar cuenta tanto de su papel activo dentro de la relación estatal (Roux, 2020), como de la relación de dominación que se les impuso. Otro aspecto vinculado a este tipo de colonialismo fue la necesidad de conformar un Estado sólido y las nuevas ideas sobre el desarrollo que moldearon las formas de organización económica del Estado-nación como el motor de un modelo de desarrollo (González, 2006). La nueva modernidad exigirá la pérdida de todo lo que había permitido sobrevivir a indios indómitos a la explotación colonial del viejo régimen.

Con la desaparición del dominio ejercido sobre los nativos por una fuerza extranjera, se conformará el “dominio y explotación de los nativos por los nativos”, la explotación de los indígenas que sigue teniendo las mismas características que en la colonia (González, 2006); o peor aún, significarán para los grupos subalternos el fin del control extranjero y la continuidad de la “opresión” de unas comunidades por otras en las nuevas naciones, un avasallamiento más intolerable aún que la continuación del gobierno colonial (Emerson, en González, 2006). 

Aquí contrasta el virreinato como un espacio político, económico, geográfico y cultural de continuidad de las antiguas tradiciones precolombinas, en sincretismo y resignificación con los nuevos valores y elementos culturales llegados con la conquista y la colonización (Rojas, 2016; Broda, 2003), de negociación y cooperación con las élites políticas, económicas y militares occidentales encargadas de organizar el nuevo orbe -aunque también de confrontación, disputas, atropellos y campañas punitivas de parte del poder hegemónico-, frente al Estado liberal, que propugnará esencialmente y durante doscientos años por la desaparición “aculturación” de la población autóctona, tras haberse servido de ellos. En esto hay que recalcar el papel de sujetos históricos que los indígenas mantuvieron, ya sea como aliados de los colonizadores, resistiendo sus invasiones o construyendo la sociedad novohispana, a pesar de las epidemias que les mermaron demográficamente de forma alarmante.

Durante la época de los Habsburgo, los censos de población son reveladores sobre la composición demográfica. Por ejemplo, en un periodo que va del año 1624 al de 1646, en el Arzobispado de México indican que: de 803,024 personas contadas, 600,000 eran indios, esto es, más del 70% de la población censada donde, por cierto, mestizos y mulatos son minoría (la cantidad de blancos ascendía a 97,020). El Obispado de Puebla, en el mismo periodo contabilizó 334,156 habitantes, de los cuales 44,400 eran blancos y 250,000 eran indios. En los Obispados de Oaxaca y Yucatán la proporción se vuelve aún más abrumadora pues, de 162,615 habitantes, tres mil son blancos y 150,000 indios -esto es más del 90%-, y de 178,523 habitantes, 3,600 son blancos y 150,053 indios, respectivamente (Benedict, 1974).

En términos absolutos, de un total de 1,668,133 habitantes censados en toda la Audiencia de la Nueva España, incluyendo los reinos de Nueva Galicia y Nueva Vizcaya -donde los indígenas eran poco menos de 50% de sus poblaciones totales frente a blancos, negros, mestizos y mulatos-, 1,227,289 eran indios y 440,844 blancos, negros, mestizos y mulatos (Benedict, 1974). Para el siglo XVIII -escenario de importantes procesos de pauperización socioeconómica de muchas poblaciones indígenas, en parte, a raíz de las Reformas Borbónicas-, se registra un importante incremento en la población total, pero muy escuálido en la población indígena tanto en términos absolutos como relativos, en la cual más bien se reduce la proporción que guardaba frente al resto de las poblaciones en el periodo anterior. En el Arzobispado de México, de un total de 947,790 habitantes, 215,500 eran blancos, 575,740 indios y 156,550 negros, mestizos y mulatos. En términos reales la población india no dejó de ser mayoritaria. La población total de la Audiencia se contabilizó en 2,138,620 personas, de las cuales 1,367,680 eran indios, 378,060 blancos, 176,270 mestizos, 189,190 mulatos y 27,420 negros (Benedict, 1974). 

Aquí fue la población blanca la que más creció, se duplicó con respecto al periodo anterior. También hay que considerar que, además de las naturales fallas de cualquier conteo de esta índole, cierta falta de rigor metodológico y recursos limitados de la época, existen considerables márgenes de imprecisión. Por su parte, Delfina López Sarrelangue, retoma como fuentes el Teatro Americano y las matrículas de tributos de finales del siglo XVIII principalmente, señala que previo a la independencia, la población indígena ascendió a 2,500,000 personas (López, 1963), de un total de 3,700,000 habitantes de la Audiencia en el año de 1793 (Borah & Cook, 1989). Para el momento de la independencia y las décadas siguientes, la población del país oscilaría según diversos cálculos entre los 5,837,100 habitantes calculados por Humboldt a los 7,044,140 calculados por José Gómez de la Cortina en 1838 (Romero & Jáuregui, 2003), cuya abrumadora mayoría vivía en el medio rural.

4. Gestión del subdesarrollo, marca del colonialismo interno del siglo XX

Además de las invasiones extranjeras, las guerras intestinas entre liberales y conservadores y las pésimas condiciones sanitarias por la falta de infraestructura en el país, la alta mortandad del siglo XIX principalmente de población que hoy llamaríamos “vulnerable” -indígenas y campesinos-, se potencializó por las llamadas “guerras de castas”, conflictos de terratenientes, oligarquías, mestizos y ladinos, apoyados de los aparatos represores del Estado a sus servicios, contra los pueblos indígenas, que cundieron por todo el territorio durante diversas décadas (Reina, 1998). Este es uno de los grandes pilares de la pertinencia del colonialismo interno para explicar el doloroso proceso de aculturación de miles de personas para “dejar de ser indígenas”, considerados: “lastres del progreso” según pensadores de aquel siglo, desde José María Luis Mora en sus primeras décadas, hasta Andrés Molina Enríquez.

Antes de la gran explosión demográfica de la segunda mitad del siglo XX, la población en México se mantuvo alrededor de los 15 millones de habitantes, llegando hasta los 40 millones ya acercándonos a la década de los años 50’, de los cuales casi un tercio se identificaba como indígena, aunque la gran mayoría vivía en el campo -el país seguía siendo eminentemente rural-. Desde los datos de López Sarrelangue, la población que se asumía como indígena apenas se había duplicado en un siglo, mientras que la población “mestiza” se habría cuadruplicado. Aquí los procesos de subjetivación del mundo social guardan una estrecha relación con el colonialismo interno, ya que estamos hablando de la construcción identitaria de una población que, si bien guarda diversas prácticas ligadas a los mundos indígenas, se autonegaba de forma sistemática como indígena, renunciando a los usos y costumbres más visibles como la vestimenta de trajes típicos o el uso de las lenguas vernáculas, lo cual se verá acentuado con los procesos educativos de castellanización directa e indirecta.

Así, durante todo el siglo XIX y parte del siglo XX, el empobrecimiento de los territorios indígenas crecería a la sombra de la consolidación de latifundios y la llegada de capitales extranjeros para la explotación de los recursos naturales. Por ello, partiendo del hecho de que los nuevos grupos y clases dominantes jugaron roles similares a los que tuvieron los antiguos colonialistas, podemos considerar que su relación con el subdesarrollo fue de promoción –fomentando estructuras de dominación en las regiones donde la cultura occidental no había logrado afianzarse-, de consolidación – al imponerlo a las formas organizativas comunitarias-, y de gestión –al construir los mecanismos para su permanencia indefinida-, provocando con ello una amplia movilización de población india hacia el ámbito de influencia del sistema de haciendas, y después, a partir de los incipientes procesos de industrialización, una movilización del medio rural hacia el medio urbano. También hubo un tercer tipo de movilización provocada no sólo por la histórica gestión del subdesarrollo, sino por la siempre creciente hostilidad de la sociedad dominante hacia los mundos indígenas, obligándolos a retraerse a las llamadas por Aguirre Beltrán: “regiones de refugio”, las áreas más deprimidas económicamente donde aquellos se replegaron para sobrevivir a los embates de la dicha sociedad (Aguirre, 1990).

Como dijimos arriba, el concepto “colonialismo” ha buscado señalar un fenómeno internacional que se desarrolla entre pueblos y naciones distintas (González, 2006b). Si bien Arturo Warman ya ha señalado que el siglo XX significó para el campo mexicano un proceso de desarrollo en el que se fomentó la educación, el reparto agrario, y se logró la representación política de los campesinos, que se convirtieron para el PRI en pilar de la esencia y justificación para la vigencia de la propia revolución (Warman, 2001), lo cierto es que, como dice Francisco Reveles, fue un siglo de sombras que también significó marginación y pobreza (Reveles, 2008). Por ejemplo, aún hasta el año de 1990 tres cuartas partes de la población nacional (esto es el 72%) vivía y trabajaba en el campo, pero, para el año 2000 la población del campo sólo representaba la cuarta parte del total (es decir 25.3%), haciendo de México una sociedad predominantemente urbana (Warman, 2001), lo cual no significa que se haya experimentado un desarrollo modernizador o que la automatización en los procesos productivos del campo haya hecho innecesaria la presencia de mano de obra, sino que, la migración campo-ciudad alcanzó su máximo histórico por cuestiones de subdesarrollo y marginalidad, generando un crecimiento urbano sin control ni planificación urbana por el éxodo masivo desde las zonas rurales. Aquí el crecimiento del subempleo y la concentración de servicios públicos en las urbes también influyó. Pero, sobre todo, el desmantelamiento del campo, los nuevos latifundios y la dependencia agroalimentaria del país hacia los granos transgénicos -principalmente norteamericanos-, herencia del neoliberalismo. 

Con el progresivo empobrecimiento del campo, primero por los gobiernos populistas de la dictadura corporativa del PRI, y después por los gobiernos neoliberales de la tecnocracia priista y panista del siglo XXI, se agudizaron los fenómenos de desintegración socio-cultural e identitaria y atomización comunitaria, reflejado en el crecimiento de las variantes lingüísticas, estimuladas entre otras cosas, por el aislamiento e interrupción de las dinámicas comunitarias regionales, llegando a registrarse 364 (Catálogo, 2008). También desaparecieron completamente y para siempre comunidades lingüísticas como la ópata y la cochimí, y otras tantas vieron la disminución alarmante de sus hablantes como la kiliwa, la paipa, la cumiai, la cúcapa, la guarijío, la pima, la lacandón, la huave, la tepehuan, la matlalzinca, la jonáz, la chuj, la chatino, la chocholteco, entre muchas otras, de lo cual probablemente nunca se recuperarán, por lo que terminarán desapareciendo en el corto plazo. 

Aún las culturas y comunidades con mayor cantidad de hablantes como la nahua, la maya, la zapoteca, la mixteca, la totonaca o la purépecha, además de su atomización con variantes dialectales, experimentaron una serie de rupturas generacionales que no se daban desde las epidemias de finales del siglo XVI y las congregaciones, en que se perdieron costumbres, tradiciones y creencias, prácticas simbólicas y saberes ancestrales, facilitando así el proceso de evangelización; sólo que en este caso, la pérdida se dio por la presión económica, social y política de la sociedad dominante, la colonialidad, la globalización, la migración masiva y los intereses del gran capital nacional y extranjero, así como por los nuevos procesos de aculturación y transculturación, gracias a los cuales ya no fue necesario hacerles avergonzarse por sus identidades o imponerles la cultura dominante de formas pasivo-agresivas, sino que fueron los propios jóvenes y niños indígenas los que asumieron la “necesidad” de romper con sus propias tradiciones, perdiendo el interés por sus saberes y costumbres, por su ser identitario, que perdían vigencia frente a las nuevas necesidades y condiciones de subsistencia. Así, contrasta que, para el año de 2010 se hayan contabilizado 6,695,228 hablantes de lengua indígena -principal criterio para este censo- mayores de cinco años (INEGI, 2020), que significa un crecimiento demográfico muy por debajo de la media nacional que permitió el crecimiento exponencial hasta más de 100,000,000.

En términos absolutos, al finalizar el proceso de la revolución, la población mexicana ascendía a poco más de 13 millones de habitantes, y para la década de los 90′ a casi 97 millones y medio, de los cuales 72.7 millones eran población urbana, es decir, “por cada nuevo mexicano que permaneció en el campo en el siglo XX, un poco más de tres se incorporaron a la vida urbana. La vida y la producción rurales no tuvieron posibilidad de retener a toda su población.” (Warman, 2001). De acuerdo con el Consejo Nacional de Población del año 2000, en México, de 196 mil localidades menores de 2500 habitantes -que suman 24.6 millones de personas-, 87 mil estaban alejadas de las ciudades y centros de población, encontrándose dispersas y sumando más de 13 millones de personas; y más de 63 mil localidades se encontraban en situación de aislamiento, con más de 5 millones de personas (Reveles, 2008). Todo lo cual muestra la marcada desigualdad entre poblaciones urbanas y rurales. Además, desde 1970, los Estados de Zacatecas, Hidalgo, Aguascalientes, Durango, San Luis Potosí y Oaxaca eran los principales expulsores de migración a la Ciudad de México (Reveles, 2008). Irónicamente estos Estados no lograron un desarrollo agropecuario a pesar de que las actividades en el campo eran su principal actividad económica, lo cual demuestra los efectos del sistema de desigualdades y de la expoliación local, federal y transnacional de sus riquezas. En Oaxaca, las dinámicas organizativas comunitarias fueron afectadas en gran medida y sustituidas por el individualismo, permitiendo con ello el incremento de las organizaciones delictivas, la corrupción, las lógicas capitalistas, la expropiación y privatización de ejidos como influjos del neoliberalismo.

El esbozo del fenómeno del colonialismo interno se contrasta con la acepción clásica de “colonia”, que es “el dominio que los emigrantes radicados en territorios lejanos ejercían sobre las poblaciones indígenas”, y retomando a Merivale, se define como: “toda posesión de un territorio en que los emigrados europeos dominaban a los pueblos indígenas, a los nativos” (González, 2006). Por su parte, Emil Sady señala que son los territorios sin gobierno propio, “todos los territorios extrametropolitanos, en los que sus poblaciones tienen una lengua, una raza y una cultura distinta de los pueblos que los dominan” (González, 2006). El hecho es que, tras apropiarse de sus principales símbolos culturales como algunas danzas, música, textiles, gastronomía y hasta parte de su ser para folklorizarles, el Estado mexicano, a partir de lo arriba señalado, siempre se comportó como ajeno a los pueblos indígenas, como lo han mencionado Merivale y Sady, explotándolos como colonia.

5. A modo de reflexión final

Don Pablo nos recuerda que a la afirmación de Marx sobre que un país se enriquece a expensas de otro país, al igual que una clase se enriquece a expensas de otra clase, le hace falta añadir las formas de enriquecimiento del colonialismo interno que suceden en muchos Estados-nación (González, 2006a). Esta invisibilidad de un fenómeno, que aquí hemos tratado de caracterizar con la pérdida demográfica de identidades a través de diferentes periodos coloniales y coloniales internos, fue vigente, según lo señaló el emérito, aún para los movimientos de izquierda y los grupos que lucharon por la liberación, el socialismo y la democracia en las décadas más álgidas de las disputas ideológicas en el siglo XX; y “no fue sino hasta fines del siglo XX cuando los movimientos de resistencia y por la autonomía de las etnias y los pueblos oprimidos adquirieron una importancia mundial” (González, 2006a). 

Esta falta de integración del concepto de colonialismo interno en los procesos analíticos de las realidades de México y América Latina puede entorpecer las posibilidades de lograr la unidad entre los sectores subalternos explotados para enfrentar al enemigo de clase, al sistema económico y a los intereses internacionales detrás de ellos. Y es que “se rechaza al colonialismo interno en nombre de la ‘necesaria descampesinización’ y de una supuesta tendencia a la proletarización de carácter determinista, que idealiza a una lucha de clases simple” (González, 2006a), dejando de lado no sólo la trascendencia histórica del movimiento indígena -cuyos orígenes podríamos remontar inclusive a las últimas décadas virreinales-, sino su necesaria participación en la conformación de las estrategias necesarias para alcanzar la liberación regional.

En este sentido, reconocer la concreción y pertinencia de colonialismo interno, permitirá identificar las estrategias para atacarlo, por medio de la modernización y la integración de los grupos marginados a la nación, por medio de los mecanismos que permitan alcanzar un verdadero Estado de Derecho, con igualdad legal a la vez que se reconocen y aplican las diferencias culturales. Con su aplicación conceptual y manejo desde un enfoque abierto, crítico y flexible, señala Torres (2014), don Pablo González ha seguido dando la lucha en el terreno de las ideas al lado de todos los subalternos y excluidos: proletarios, colonizados, estudiantes, indígenas, “los pobres de la tierra”; inclinándose con ello hacia los grupos sociales emergentes, contrahegemónicos y anticapitalistas.

En la nueva organización capitalista mundial -como nuevo escenario de la explotación global- se replantea su concepto de colonialismo bajo el nuevo sello histórico del neoliberalismo y la globalización (Amin & González, 1995). Habló del “Tercer Mundo” como un mundo colonial renovado, el cual requiere pueblos sujetos a dominación, relaciones coloniales y explotación, por lo que ese tercer mundo también puede incluir circunstancias reales y concretas al interior del exbloque soviético, China, Estados Unidos, Europa y Japón (González en Torres, 2014). Y uno de los aspectos más claros al respecto es lo que concibe como fenómeno nuevo: el colonialismo global, relación asimétrica que ataca los sistemas de alimentación, salud y educación de los pueblos y localidades rurales, que se yergue como enemigo de la autonomía, la autosustentabilidad, y las revoluciones e insurgencias populares.

Todo ello lo podemos verificar claramente en el contraste del llamado periodo colonial, estigmatizado por la “leyenda negra” que ayudó a desviar la atención e inclusive a ocultar las afrentas que el Estado nacional moderno cometía y cometió hacia las poblaciones autóctonas, por supuesto en diferentes proporciones y a veces hasta con la participación de los propios indígenas según las dinámicas del poder en cada región. Por ejemplo: las leyes y procedimientos de la Junta Superior de Real Hacienda establecían que los niños -considerados así hasta los 18 años- estaban exentos de la tributación aún hasta finales del siglo XVIII (López, 1963); mientras que, durante los siglos XIX y XX el trabajo infantil ha sido una constante de los sistemas de explotación de la modernidad capitalista.

Otro aspecto irónicamente de contraste es el alto índice de defunción infantil y natal indígena registrado en los censos novohispanos (López, 1963), es decir, en condiciones de colonialidad; lo cual, si bien da cuenta de un problema de salud pública y condición socioeconómica, llama la atención su continuidad, particularmente a finales del siglo XX, punto de quiebre relevante por constituir una de las curvas más pronunciadas en cuanto a índices de pobreza, marginación, desnutrición, y sobre todo, mortalidad infantil por dichas condiciones. Lo cual es prueba fehaciente de que con el pasar del tiempo e inversamente proporcional al desarrollo y prosperidad de la sociedad dominante no indígena -a pesar de las constantes crisis económicas de este siglo-, los indios descendieron progresivamente en todos los parámetros de medición socioeconómica hasta niveles insospechados por su propia historia. 

Esto nos remite invariablemente a cuestionarnos: ¿es importante conocer estos contrastes e indagar en sus causas?, ¿cuál será el futuro de los pueblos y comunidades indígenas de continuar con las políticas sociales de tipo colonial, paternalista y de gestión del subdesarrollo?, ¿podrán sobrevivir estas comunidades al inminente colapso de Estado mexicano, como sobrevivieron a los colapsos de sus propios periodos civilizatorios precolombinos, a la conquista, al virreinato, y a las convulsiones del siglo XIX?, ¿Qué papel jugamos frente a ello los que carecemos de identidad, lengua o tradiciones indígenas, pero que estamos ligados a ellos de diversas formas? Quizá sólo podamos proponer una respuesta a la última de estas preguntas, y es que la historia y la etnohistoria como disciplinas de análisis, pero aún más, como lo ha planteado el propio Paulo Freire, como base para una pedagogía de la memoria histórica, resultan clave para nuestra propia supervivencia. 

Se trata de repensar nuestra realidad a la luz del colonialismo interno para comenzar a modificar y llegar a erradicar este estado de cosas. Por ejemplo, hoy, en el marco de la Nueva Escuela Mexicana que impulsa el gobierno de la llamada cuarta transformación, se sigue sesgando esta disciplina y todas las contribuciones que podría aportar para una educación incluyente -como pregona-, para formar conciencias críticas, algo que urge ante la nueva batalla cultural que se libra con fuerzas político-económicas conservadoras pro-colonialistas y de derecha neoliberal. Los ejes de la reforma educativa de 1992 -Programa para la Modernización Educativa- en que se decidió omitir información, blanquear la historia del país y borrar los episodios sangrientos para la conformación de un nuevo paradigmas, tienen vigencia en esta Nueva Escuela, según lo ha señalado Pablo Martínez; “su currículum oculto legitima el colonialismo del saber, además de ser funcionales a las estructuras coloniales y capitalistas de producción, circulación y consumo de conocimientos” (Martínez, 2022).

Repensar el colonialismo interno nos permitirá identificar con mayor claridad la articulación que se está dando entre colonialismo interno (que sigue más vigente que nunca, aunque con diversos tamices) y el global, así como los peligros que se tejen a partir de una nueva contraofensiva capitalista y neoliberal, no sólo a nivel regional (de América Latina), sino a nivel global, que siguen disputando los sentidos de la historia, el Estado, el derecho, la democracia, las libertades, y el dominio sobre los pueblos y culturas del mundo.

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