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Esta ventana es para mirar dentro de nosotrxs a través del arte y la creatividad.
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Gabriel Ríos Escobar

Facultad de Ciencias

Semblanza

Un sueño caníbal

Número 2 / JULIO - SEPTIEMBRE 2021

El muerto se mueve, respira, palpita. Late tan bajo, que el sonido es casi imperceptible, pero late; el corazón de un muerto late

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Gabriel Ríos Escobar

Facultad de Ciencias

Todo comienza en un laboratorio del Hospital Nacional de Medicina Genómica. Mi colega y yo intentamos purificar y cultivar una nueva cepa micológica que empieza a hacer estragos en la salud pública. La necrosis es ilegal y el espacio no tiene las medidas sanitarias suficientes. Ambos sabemos del peligro, pero el gobierno se empeña en conocer detalladamente la secuencia genómica del hongo. El mundo está impaciente, el país está impaciente, los jefes del departamento están impacientes. Mi pecho lo resiente. Es el décimo caso reportado, el décimo difunto. Pero es también, quizá, la investigación que nos proyecte a ese éxito laboral que he buscado por tanto tiempo. Nos encontramos en un tercer piso, desde el que escuchamos los gritos de la gente, cada vez más fuertes. Son tan enérgicos, que ensordecen. En el área de urgencias el muerto se mueve, respira, palpita. Late tan bajo, que el sonido es casi imperceptible, pero late; el corazón de un muerto late.

El cadáver está helado, sus ojos cerrados y su respiración despide una insoportable fetidez, signo de su inminente pudrición. Es tan atroz la escena que la gente no responde a la lógica, y la llama desprendida comienza a incendiar el lugar. Sin más, salimos del laboratorio con el cubrebocas puesto, pues la pandemia de SARSCoV2 prevalece. Bajamos hasta el primer piso, con la impotencia de ayudar, con la curiosidad de mirar al muerto casi vivo; casi, porque el concepto biológico de vida no es del todo claro.

Salimos por la puerta adyacente del hospital. Todo es confuso, pero, por el rugido del viento, parece ser febrero. A un par de cuadras está el recinto donde miles de alumnos ansiosos presentarán su prueba de admisión a la universidad. Aún encuentro ilógico todo, ¿por qué hacer su examen a lado de un hospital lleno de muertos por Covid19? Es muy extraño. Mientras pienso, troto; intento no llamar la atención. Bueno, dos personas vestidas completamente de blanco, afuera de un hospital, no pasan inadvertidas precisamente… En fin, llegamos a la estación del Metro, donde los andenes guardan reposo, donde la calma te recibe a ratos. Mi colega y yo sabemos a dónde dirigirnos, ambos debemos dar y recibir explicaciones. Sabemos que los zombis existen y que no serán como en las películas, ¿o sí?

Subimos las escaleras buscando la dirección correcta, pero dos policías comienzan a seguirnos, nos señalan con sus macanas y gritan algo incomprensible. El ambiente se enturbia, el sosiego se asusta y se esfuma. El siguiente en marchar es el tren, que llama por última vez antes de cerrar sus puertas. Mi colega es la primera que salta, justo antes de que las puertas se cierren. Mi mente no evalúa el peligro y mi cuerpo se arroja aun cuando el convoy ya ha empezado a moverse. Por fortuna, caigo en la unión de dos vagones. Todavía atenazado por el dolor, doy un brinco hacia a las vías y, temiendo por mi vida, subo a la superficie del lado contrario a mi destino. He perdido a mis perseguidores y entro a un vagón que inminentemente separa mi camino del de mi compañera.

Trato de calmarme, pues soy un blanco para los demás pasajeros. Dos personas me toman fotografías mientras un policía se acerca; me alejo. Camino entre vagones hasta llegar al último, donde la inquietud me abraza un poco menos fuerte. La presión en el corazón me resta lucidez, mis piernas apenas responden y me desplomo en el primer asiento vacío.

He perdido la noción del tiempo. Logro levantarme para descender del vagón. Ahora el objetivo es alcanzar a mi colega, pero las bocinas anuncian un problema en el hospital. La gente sale de la estación, todo indica que el servicio se ha suspendido. Sin más opción, salgo a la calle y me encuentro con la más profunda pobreza. Es simplemente abrumador. Muertos en las calles, las casas grises, sin ninguna persona que al menos pretenda ser empática. Un mundo plomizo, donde el único blanco (no literalmente, claro) soy yo. Empiezo a caminar y a sentir. Escucho murmullos, “un médico” es hoy el grito colectivo. “No soy médico, soy biólogo”, les digo. La gente maldice, llora y se enoja. Piensan que no quiero ayudarles, que les niego la vida. Tratan de acercarse a mí, pero no me alcanzan. Poco dura el disturbio, pues las personas están cansadas, no han comido en quién sabe cuánto tiempo… Y sin más, llego al Barranco, que es, o fue, un importante reducto de música alternativa.

El lugar es, como su nombre lo dice, un sitio en el fondo. En este caso, en el fondo de la miseria. Las piedras, forjadas por el paso de los incomprendidos, eran como se esperaba: frías, dolorosas y deformes. Aquella vista que alguna vez fue magnífica al atardecer, hoy sólo es una sombra casi desierta. El escenario está en función. La trama, un mercado sin clientes, sin certidumbre, sin dinero. Al bajar, el dolor de las personas me pareció más razonable, pues sus heridas y dolores ya son también parte mía.

No sabía cuánto había corrido, pero el día no acababa. Mi estómago rechinaba tanto como la puerta que ya no cierra. Mi ropa, ahora color acera, ayudaba a disimular mi lejanía. Al adentrarme en el centro del tianguis, encontré el único puesto con luces que mostraba la leyenda “ahi pan dulse”. No me importaba la redacción, yo sólo quería disminuir el vacío de mi estómago, pues el de mi pecho no podría llenarse ni con un abrazo de mi abuelo.

Al llegar al sitio, el letrero se apagó marcando el final del crepúsculo. El dueño del lugar me invitó a sentarme, pregunté por la comida, y con una sonrisa inocente, pero a la vez temerosa, me dijo: “tenemos de carne”. Le di 50 pesos y, con ojos vidriosos, palpó el billete como si de oro se tratara. ¿Hace cuánto no habrá tenido tanto en sus manos? Mientras se limpia el sudor de su grotesca nuca, hace un signo que interpreto como “ahorita regreso”.

El tiempo pasa y, mientras la vida se me iba, la gente se acumula a mi alrededor. El silbido del viento acaricia mi oído, incrementando la tensión en mis manos, mis huesos y mi alma. Las campanas sonaron, enfatizándome una vez más el aspecto sombrío del lugar. Con cada campanada, la gente desaparece en la oscuridad de un cuarto oscuro adyacente al enlonado, dejándome una vez más con la melancolía de aquel sitio.

El joven salió por la puerta de madera que se veía desde lejos. Me dio un pan rancio y un trozo de carne que, si bien era abundante, estaba cruda, con vellos y de color gris. Me invitó a pasar al cuarto. Ya, con asco, dejé la comida y accedí, pues el frío empezaba a calar. Al entrar, quedé cegado por la intensidad de la hoguera. Se rumoraba que era la doceava muerte en la semana. El Covid19, principal mensajero de la muerte; el segundo, el hambre…

Dos personas sacaron del féretro a una señora a la que le faltaba un chamorro; podía verse que el hueso aún conectaba a la pierna con el pie. La repugnancia habitaba cada una de mis células, y el vacío de mi pecho fue suprimido por latidos cada vez más y más intensos. Eran tan vehementes, que llamé la atención de la gente. Ellos descubrieron la blancura de mi ropa, el brillo de mis ojos, la ausencia de amargura y de dolor en mis manos… La catarsis llegó cuando la señora fue colgada frente a la llama; eso dio esperanza al pueblo.

El horror invadió cada partícula de mi ser. Mierda, mierda, mierda, no se me ocurría decir otra cosa, y huí sin más. Corrí tan rápido, que mi corazón imploraba piedad. Llegué al inicio del fin. Subí la cuesta, sin importar que cada piedra me negaba la vida, sin importar que cada roca era un encierro, y lo entendí. Este lugar era el infierno, al menos para todos sus habitantes. No había forma de salir, no para ellos, tan débiles, sin esperanzas. Estaban resignados a morir, por eso se comían entre sí.

Cuando por fin logré salir, el mundo ya no era el mismo. Esta vez la muerte mandaba a sus comisionados. Ahora el país, o al menos esta región, era un gran sumidero, un mundo en el que la muerte ya había vencido, que se había apoderado de los cuerpos humanos, caminando por las tristes aceras. Me quedé perplejo, mientras el gris de la soledad me inundaba. Entretanto, la melancolía y la desesperanza me pintaban de color gris, para que no desentonara con el tono de la calle, ni con el de la noche, ni con el de la vida. La vida que ya era más muerte.

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