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Esta ventana es para mirar dentro de nosotrxs a través del arte y la creatividad.
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Crédito: Antonia Padilla Gómez / Facultad de Medicina Veterinaria y Zootecnia
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Luis Ángel Martínez Martínez

Facultad de Filosofìa y Letras

Soy Luis Martinez, estudiante de hispánicas, y me encanta la poesía, además de conocer, descubrir y encontrar esa magia que caracteriza estar vivo. Solamente estoy recordando.

Sobre mi amigo malacopa (yo)

Número 11 / OCTUBRE - DICIEMBRE 2023

Escupí incoherencias y lloré sin motivo por culpa de aquella neblina espesa llamada alcohol

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Luis Ángel Martínez Martínez

Facultad de Filosofìa y Letras

El alcohol en nuestro organismo es como una rápida oleada de niebla. Entra por nuestra boca como por un portillo, se expande por todo nuestro cuerpo-bosque y lo inunda en misterio. Como la neblina, oculta las cosas lejanas, desorienta nuestros sentidos; el estado de embriaguez es un símil a perderse en una rara taiga, pero con un añadido. 

Hace un par de días, salí de mi casa con ánimos fiesteros. Me puse las mejores garras que encontré: una playera negra con estampado de una gasolinera, unos jeans deliberadamente rotos, una combinación rara entre camisa de botones y suéter gris, un cinturón marrón y mis tan pateados tenis tipo bota algo sucios por el uso. No me juzguen, era de verdad lo mejor que tenía, y además, se veía bien. En fin, salí hasta un centro comercial, donde me encontraría a un amigo para ir a la fiesta de su trabajo. Ambos somos recién adultos, en esa etapa donde lo único que nos separa de la adolescencia es un plástico y el arresto. Llegué a su trabajo (un local de comida rápida) y lo esperé sentado en una mesa. Había llegado antes, aunque él venía en autobús y yo a pie, y me dispuse a escribir en una libretita roja que mi hermana me prestó por las vacaciones. Esto reconozco que es raro, pero siempre voy con un libro, una libreta y un lapicero cuando salgo. No soy el alma de la fiesta, podrán imaginar, pero es ya todo un hábito que me agrada cargar. El caso es que mi amigo llegó, fue por su paga, compramos licor barato y nos subimos al camión dirección María Cecilia. Yo nunca había estado ahí y estaba algo nervioso. Pero mi amigo se percató de que otras dos personas, al fondo, nos llamaban. Cuando volteamos, nos encontramos a un par de compañeros de la secundaria.

¿Han escuchado del potosinazo? Es, según los diccionarios orales del argot interestatal (según lo que dicen por ahí) es el momento donde alguien oriundo de San Luis Potosí se topa con alguien que conoce, y lo ignora de manera olímpica, rozando el descaro. Como potosino, de nada me sirve desmentir esta aclaración porque, como dice la chaviza “yo soy ese”. Pese a los comentarios, creo yo que este comportamiento más que por soberbia o mamonería, se debe a una timidez latente en todo potosino. Un extraño sentimiento cercano al pudor de la pubertad. Bien, el punto es que nuestro ánimo fiestero, y la honesta alegría de encontrarnos con gente que, al menos yo, no veía desde secundaria, nos llevó a hablarles. En un principio, la charla está fresca, lubricada; saludos volando, risas, buen ánimo. Sin embargo, más temprano que tarde este lubricante de nostalgia se agota, revelando lo que éramos: cuatro desconocidos que habían compartido espacio hace tiempo. Manoteando para sobrevivir al alquitrán social, señalé las diferencias. 

—Enflacaste, güey.

— ¿En serio? Yo me siento igual.

—¿Todavía estás en la prepa?

— Yo ya no, pero él sí.

— ¿Y eso?

— Tuve que repetir semestre porque me salí de la militar.

— Ah.

 Y todo terminaba como la vocal que termina en sí misma, en su movimiento reverso. Qué incómodo. Estar en ese camión, comportarme como lubricante social, me mataba. Y es que nunca sé cómo no decir palabras cuyo valor es, con suerte, fónico “Ta bueno” o “Qué cabrón” y ya. Es una constante para mí sentirme incómodo incluso entre personas que conozco, con las que genuinamente deseo hablar. Simplemente me pierdo en el momento en el que tengo que decir algo, o más bien, el pensamiento de que tengo que decir algo me pierde. Y entonces tenemos un camión en silencio, acalorado por el verano, con cuatro personas encerradas durante 30 o 40 minutos sin interés por hablar, o sin la capacidad de entablar una conversación. Odio ese sentimiento como odio el sonido chillante de algunas máquinas para hacer tortillas, que se te mete a los oídos como dos caballerizas haciendo un ataque en pinza.

Debo decir, sin orgullo pero sin vergüenza, que recientemente desarrollé un gusto desenfrenado por el alcohol. No me justifico, sobre todo cuando la mayor parte de mi vida juré y perjuré que jamás caería una gota de alcohol en mi inmaculada lengua. Ahora, mi lengua poluta (mugrienta) no se cohíbe, y yo tampoco. Ya no. Entonces, llegamos a la fiesta. Mi amigo, con ánimo fiestero; yo, con unas terribles ganas de que mi hígado procesara el alcohol como una máquina industrial. Llegamos y más incomodidad, como siempre. Saludamos a un par de personas, nos dieron botana, y yo, que estaba ansioso por la bebida, quería servirme ya. Nos ofrecieron alcohol, también lo acepté, pero por complicidad (y porque mi amigo pagó las bebidas) le pregunté si podía comenzar el trámite para el estado de alcoholemia. Me dijo que sí, pero que las sacara yo, porque le daba vergüenza. Le pregunté por qué, y me hizo notar algo: “Todos los demás traen botella”. Y la declaración pesó como si me hubiera comido una piedra y apenas estuviera llegando a mi estómago. Lo que teníamos, pese a que a nosotros nos funcionaba, estaba mucho más cercano a lo que tomaría un morro de prepa (que hace poco dejamos de ser), que a lo que tomaría un adulto hecho y derecho. ¿Qué íbamos a hacer con dos vulgares refrescos con piquete frente a las refinadas botellas, de no más de trescientos pesos, pero totalmente fuera de nuestro alcance? Ahí, sí me dio vergüenza, pero como no me dieron ganas de respetarme, las saqué igual y ofrecí a quien quisiera. 

Empezó lo divertido. O eso creo. Comencé a beber rápidamente, desesperado por la dopamina y el adormecimiento. Combiné todo con todo. Estaba feliz. Mi frustración social, la que me volvía torpe e incómodo, se iba. Es decir, seguía siendo torpe e incómodo, ligeramente menos, pero ya no importaba. ¡Eso es el aditivo, ya no importa! Me sentí en el cielo, tocando las nubes; me sentí empedernido enamorado, en fraternidad con todos, incluso con el chico que me tiró al suelo de un empujón, incluso con el novio de la chica con la que ligué sin saber que estaba ahí. Bailaba y solo sentía cosquillas en las piernas, en la cara, no paraba de sonreír, de gritar la música. Bendecido el alcohol en ese momento… Ah, pero después se acabó la fiesta. Y se acabaron las cosquillas, y se acabó la música, y se acabaron los amigos. Totalmente ebrio, me tumbé en la acera frente a la casa de mi amigo, que me traía agua, y esperé a que llegaran por mí. Lamentable era poco, porque después decidí echarme el agua encima a ver si me soltaban las ganas irreductibles de vomitar. Me recogieron, escupí incoherencias, lloré sin motivo alguno y llegué a instalarme al sillón, donde me quedé dormido. 

El alcohol es como la neblina espesa que invade la taiga desde el portillo, que llega a todos los lugares de tu organismo, que nos deja ver sólo lo más cercano a nosotros y lo agranda. Niebla depresora, porque nada importa, pero cuando me desperté en ese sillón de cuero, con 32° y con ropa de noche para prevenir los azotes de brisa, desperté del efecto depresor. Ahora importaba lo que había hecho. Oh, sí, ahora sí importaba. Con el cerebro agostado, quemado, sudado por todas partes, con los ojos más pesados que nunca, me di cuenta que me había excedido. Resultó que fui todo un caos cuando me creía showman, y ligué con todo lo que estuvo en mi camino casi perdiendo un par de dientes en el proceso. Qué vergüenza, ahora sí con ganas. Qué maldita vergüenza haber hecho todo eso, que pasaran por mí en ese estado; sentirse, además de perdido, mal. Porque ahora lo revelo, la niebla es niebla que te deja con resaca, pero yo ya estaba perdido. Sobre el sillón me sentía derrotado. Sin sentido otra vez y sin ninguna consideración. Hoy pienso que, si bien mis limitantes sociales, mi timidez que excede la natural de esta tierra, me conforman, yo soy quien soy siempre. No hay una pieza de un yo puro, pero todas mis piezas son mías, y yo sería yo sin mi boca, sin mi lengua, sin mis brazos, y ellos, serían parte de mí aunque no estuvieran conmigo. Por eso no me justifico inútilmente con mi amiga a la que le dije que me gustaba aunque tuviera novio, ni con la cumpleañera, ni con la chica y su novio. Me da vergüenza, pero como adulto separado de la adolescencia por un plástico y el arresto, debo cosechar lo que sembré. 

Lo que aprendí es que la moderación es chida; que me mama el exceso, pero nomás a veces y que, por más perdido que esté, debo aceptar mis responsabilidades. Bosque taiga soy yo, pero también algo más. Es ese futuro sublime que debo construir antes de que se acabe el tiempo, es el mundo que apenas me recibe con un montón de retos y acertijos, es esa oscuridad inagotable con ciertos charcos de luz, pero espero encontrar algo, algún día de estos. Hasta entonces, me adentraré en la neblina del alcohol, o del amor o de lo que sea que me venga a echar en cara lo mucho que tengo que aprender. Hasta entonces, voy a correr como pollo sin cabeza en busca de sentido. Hasta entonces, encontraré un lugar que pueda llamar mío, y me tumbaré sobre el pasto de este bosque ennegrecido que es la vida.

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