Esta ventana es para mirar dentro de nosotrxs a través del arte y la creatividad.
Esta ventana es para mirar dentro de nosotrxs a través del arte y la creativdad.
Foto de Maris Rhamdani de Pexels
Picture of Juan Manuel Vassallo Vega

Juan Manuel Vassallo Vega

Escuela Nacional Preparatoria Plantel 6

Me gusta leer y escribir para leerme en texto y alma.

Rezar por el fuego

Número 18 / JULIO - SEPTIEMBRE 2025

El camino a la muerte, ¿es definitivo?

Picture of Juan Manuel Vassallo Vega

Juan Manuel Vassallo Vega

Escuela Nacional Preparatoria Plantel 6

Desde ahí, desde donde estás, ¿me ves? Casi no, fíjate, pero sí me acuerdo, hace rato no estabas en ese estado, tan epifánica, Rosita. Pues hasta eso no me he muerto, creo, y a todo esto, parece que me derrito, como si esa gotita de pintura que veo, la que escurre sobre el aplanado, casi llegando a la losa, fuese yo, o mejor aún, yo la controlara. No, pues sí, andas mal, hasta hablabas con quién-sabe-quién, ya te iba a dejar aquí a ver si era puro cuento Rosa, de veras, qué miedo me das. Pues doña Urbides, yo no pedí nacer así, y usted también para qué se hace tan amiga mía, ya ve que casi habla con quien yo hablo en estas visiones, que son como sueños; luego no se lo vaya a andar contagiando señora, la verdad, y si le soy muy honesta, de a ratos si me gusta esta onda, pero luego, ya cuando me escurro de las paredes, o soy un pájaro, o hasta ese semáforo, véalo, asómese por la ventana, ahí si preferiría, y que Dios me perdone, morirme en lugar de estar así pues, como soy, y quién sabe si es el mismísimo señor, luego dicen que es porque el cráneo presiona una parte del cerebro, pero doña Urbides, yo lo siento muy diferente a cualquiera de esas cosas, no me tome de a loca, le juro que yo era la acera, el sillón sobre el que estaba sentada, la pluma que se le cayó al pájaro, que era también yo, ese perro que se acaba de callar pero hace rato andaba ladre y ladre, también era yo, y el mar, las cornisas, su televisor, todo doña Urbides, hasta usted, yo era usted, pero no sé si sintió que usted fuese yo. Ay mijita, que te habrá pasado, ¿tu ma´ no era así?

Rosa, sales de la habitación después de hablar con doña Urbides, un pie en la alfombra, en tu casa no es el piso así, ahora otra puerta y luego las escaleras para salir a la calle de Uxmal, dejas esa casa a tus espaldas, casa que doña Urbides casi pierde el año pasado a causa de una inmobiliaria sin corazón, y por cualquiera que sea la causa te tocó vivir en el más allá, dígase Lindavista. No sabes ni cómo llegaste hasta la casa de doña Urbides. Tan solo que en el trayecto ya empezabas esa sórdida dialéctica, cosa que te gustaba mantener a veces, solo cuando te decía con quién te engañó Alfonso, o visiones de un futuro próximo. Lo que no olvidas es lo que pasó después de poner un pie en Uxmal, acuérdate Rosita, yo sé que puedes, me dijiste así: salí de la casa de la doña, para luego sentir de golpe el bochornoso ambiente que inundaba las calles de la Narvarte, bonita colonia, y muy seguido de eso ser abordada por un profesante católico, recibir un papelito color azul cielo, con letras amarillo brillante, una terrible elección de colores que hasta que me puse mis lentes pude leer: “Dios es amor y me ama, él es la respuesta a tu enfermedad, miedo, angustia.” decía. “Reciba ayuda en Calle Libertad esquina Reforma.” Continué caminando por Uxmal en dirección a donde, según yo, pasaba el primer camión para llegar a mi casa; y entonces, fui atropellada en la esquina de Luz Saviñon y Uxmal. Así tal cual. Rosa Pérez Izcalli muere en la encrucijada de la luz y una ciudad antigua. Acuérdate Rosita, eso me dijiste.

¿Y dónde estoy? Ah, eso será cuestión de quién tú seas, Rosita. 

El lugar donde crece el estramonio, donde el agua borbota de los manantiales sin nombre y la luz de las lámparas de noche no alumbra las escamosidades de la tierra, donde es áspero el sonido y las voces son de magnesio, y de imanes, y de finísimos hilos color azul. Donde el cielo no es azul. Allá, en la ciudad, siempre es así, no me gusta.

¿Quién yo sea?, pero te pregunto a ti, señora. No hay nada que preguntar, piensa, Rosita.

No solo ha hablado aquella, he hablado yo y todos los hijos de Dianoiea. Me he cegado, aquello ha salido de esa cosa que tal vez era una con el lugar, de un lugar que definitivamente no era la Narvarte y de donde yo no había bajado las escaleras hacia la calle de Uxmal, donde yo no perdí la vida a causa de un conductor lumpen y donde no era ni remotamente como lo llegué a pensar. ¿Dónde estaría doña Urbides?

No era yo, no podía, Rosa Izcalli no era quien dormía en el regazo de Berta Izcalli. No había forma, no había manera de que mi madre, muerta en el sesenta y ocho, cuando yo tenía quince años, me estuviese sosteniendo, en brazos, a sus pies. Yo, cincuenta y cinco kilos y ciento diez centímetros menos, estaba ahí, a su cara, sin importar los tormentos de toda una vida. Ver la cara de la muerte sin temor del olvido, se dice. El olvido sin duda se mide con el oído, aquel sentido que frente al sepelio se bloquea, para a fuerza de la locura, perder sin retorno los registros de la voz, para desterrar a los muertos, para nunca más dirigirles la palabra. La voz de mi madre, candente, luminosa: no escuches cómo se quiebra tres metros bajo tierra, hija, no escuches cómo se quiebra el olor de los manteles y la comida y la eternidad que se resume en los huesos de las costillas, no escuches cómo se quiebra el hielo de aquel lago, cómo se quiebra, terrible, sin duda terrible, no escuches, Rosita. 

A lo lejos frente a Dianoiea una perla reposaba en las fauces de la aguanieve, colgada de nada, un reflejo de la perla en mis ojos y de mis ojos a la perla y de vuelta hasta ahí. Ver desde la córnea hasta la razón, del oído a la vista, del disgusto de los espejos al de los magnetófonos, del imperio al reino y del trono, donde todos se sientan al mundo, donde todos están.

Soy una resistencia, soy lo que quedaba de lo que la muerte gusta de llevarse, y lo que el olvido ya no recuerda, pero ¿quién eres tú, Rosita?, llámame Diana, aunque recuerda, Rosa eras. Te quiero ver. Me ves desde ahí, solo voltea los ojos hacia donde la luz se endereza, hacia donde tú la ves con normalidad, con los pies de la gente que pisa la acera que eres tú, y la cabeza apuntando al cielo azul, aquel que habías empezado a odiar, Rosa. ¿Estuviste en la invención de todas las cosas, Dianoiea? Yo sé lo que tú ves, Rosa, solo sé lo que tú crees que puedas saber, lo que todos los animales en la tierra y un árbol puedan saber.

Moribundos sin pena ni gloria, no hay amparo. Hay sí, duendes o hadas o grillos. Nadie está ahí, ¿me escuchas? Nadie aparece, no existes, Dianoiea. En el momento de cerrar los ojos, de arrasar con los surcos rocosos, de palpar las sábanas. Cuando la muerte llega a morir con uno, cuando solo quedan aquellos finísimos hilos, la única esperanza tocará. Sonarán los cruces de agua, los manantiales donde nacen los ríos, solo ello se escucha. Llegar a donde nacen los libros, la letra y la forma de ambos; llegar a la casa de las estrellas, Asterión no está. Llegar a la casa de Dianoiea. Sin cielo. Muchas veces sin adiós.

¿Diana? Sí, dime. ¿Por qué te llevas a los que más se agarran, o los que menos pueden agarrarse, que para fines de esta y todas las muertes es lo mismo, no? Agarrarse y querer agarrarse, pero no poder. Rosa, querida mortal, así como no hay hasta pronto, tampoco hay Zeus, Shiva, Isis, Amaterasu, Nazaret, Allah, Kami, etc, etc.  No estoy yo, Rosa, no sé si lo llegues a entender. Mira, tu madre, Berta, ¿no? Ella, no creas que no te vi hace rato Rosita, yo lo sé, tan raro que es sentirse en los brazos de una madre otra vez, cuando no te has despedido de su olor.

Llevarse a los ultrajados, al niño, al paciente plegado por una insoportable cama de hospital. O llevarse a su padre, aquel que hoy conduce dos mil kilómetros entre ciudades para llegar a ver a aquel recién nacido a punto de la muerte. Llevarse a Berta, a mí, llevarse a todas y cada una de las personas dentro de lo que cabe decentes, de este planeta, llevarlas para nunca más volver, ¿llevarlas para dejar solo el mal? Dejar la tierra rasa, aquella que aunque dada sin condiciones, terminará como llegó aquí.

Rosa, yo no elijo. Deja de pensar, Izcalli, que te oye. Y te lo propongo así de fácil: nunca los he acompañado, humanos le rezan a mesas carcomidas, a las polillas, termitas, moscos de la fruta, al mantel de seda, al frutero, a unos pedacitos de cartón, a manchas de tinta colorida sobre un papel, a cadenas de hierro o de plata falsa o de bronce recubierto, en cuero desvalijado y a fibras teñidas con sangre generacional. Rosa, yo no estoy con ustedes, no soy ni de viento, ni de sudor, tú te matas sola Rosa, vivo contigo, y lo haré por siempre, pero sólo después de ser plasmada en la defensa de un grand marquis.

¿Ser el fuego, las algas, los peces que de ellas comen, seccionar el viento y viajar por la madera de las cabañas, de él comer una parte y la otra guardarla en el bolsillo, caminar en el borde de una hoja de papel y resbalarse en las curvas dispersas de un humo que sueña con ser cabello, o entrar en un tubo de drenaje para nunca más regresar? Elegir, ¿así? Lo has hecho todo, lo he visto, te he visto en el sudor que de los poros yace para hidratar las cicatrices, te he visto en las huellas de pies sobre la arena, te he visto cuando miro hacia arriba, buscando el sol.

Rosa, es todo tan extraño, lo sé, y nota que es peculiar, porque yo lo sé todo. La sangre es pesada, Diana. No me molestaría que fuese para siempre. Lo es, Rosita, es para siempre. Sabes, es raro, Rosa, ver el infinito antes de morir. Lo raro es que del nombre de doña Urbides, que era Diana, Diana Urbides, nunca supe su apellido.

Más sobre Ventana Interior

El ser humano no soporta el absurdo

El ser humano no soporta el absurdo

Por: Axel Vega Navarrete
Los dioses nunca mueren, solo se transforman.

Leer
Un canto de recuerdo

Un canto de recuerdo

Por: Montserrat Delgadillo Durán
Nostalgia y cariño

Leer
Temporada de jacarandas

Temporada de jacarandas

Por: Sandibel Alcántara
Vestí violeta de la nostalgia

Leer
Un lirismo eterno

Un lirismo eterno

Por: Heros Joshua Trujillo Montaño
Reflexiones sobre el amor shakespeariano

Leer
Profanación de lo eterno

Profanación de lo eterno

Por: Ivonne Adame Ramírez
Habitar la piel divina

Leer
El Dios torcido

El Dios torcido

Por: Aurora Villa
Ahora te toca alimentarme a mí

Leer

Deja tus comentarios sobre el artículo

Rezar por el fuego

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

15 + 2 =