Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
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El amor es un sentimiento complejo para todos los seres humanos, pero su opuesto resulta igualmente incomprensible. Ambos conceptos requieren décadas y filosofías enteras para ser descifrados, por lo que aquí los abordaré de manera concisa. Sin embargo, antes de explorar su contraparte, es necesario analizar el amor en sí: no solo el que sentimos por quienes nos rodean, sino también ese amor por la vida misma, ese impulso que nos mantiene vivos.
Para mí, al menos, vivimos porque amamos vivir. La razón por la que persistimos en un mundo a menudo superficial, triste y doloroso es, en el fondo, ese amor por la existencia. Es ese instante en que respiramos aire fresco, cuando la brisa acarrea la piel o cuando simplemente contemplamos lo que nuestra mente subjetiva considera “bello”. Esos pequeños destellos de belleza ya justifican, en sí mismos, el seguir adelante.
Las pasiones nutren el alma. Los hobbies, el conocimiento, el arte y el entretenimiento son manifestaciones de amor hacia nosotros mismos. Pero también está ese amor por la vida y todo lo que nos ofrece: la culminación perfecta de un sentimiento que, en la cotidianidad, se convierte en un premio invisible, casi inadvertido para la mayoría.
Incluso en mis peores momentos, cuando la idea de dejarme arrastrar por la oscuridad parece tentadora, me resisto. ¿Por qué? Porque pienso en las personas que amo: mi madre, mi hermana, mi mejor amiga, mis amigos… Sé que si cediera a lo impensable, les destrozaría el corazón. Y los amo lo suficiente como para no infligirles ese dolor.
Vivir, en esencia, es amar. Pero entonces, ¿qué es lo opuesto? Muchos dirían que el odio, ese sentimiento que parece antagonizar al amor, destruyéndolo. Sin embargo, el odio no aniquila al amor por completo; solo hiere a quien lo alberga. El amor persiste, oculto, esperando una oportunidad para resurgir y vencer.
He llegado a la conclusión de que el verdadero opuesto del amor no es el odio, sino la indiferencia. Esta es su némesis natural, encarnando todo aquello contra lo que debemos luchar. Mientras el amor es vida —no solo el cliché romántico, sino esa chispa que nos hace disfrutar de la existencia—, la indiferencia actúa como una niebla que opaca la luz, restándole importancia hasta volverla irrelevante. El amor sigue ahí, pero apagado, ignorado.
El peligro de la indiferencia radica en su silencio. Así como el amor por la vida es una recompensa casi imperceptible —pero cuya ausencia nos dejaría incompletos—, la indiferencia es un vacío sigiloso que nos convence de que “todo está bien”, mientras una parte de nosotros se desvanece.
Este fenómeno guarda una estrecha relación con la depresión: ese estado de apatía que nos vuelve indiferentes incluso hacia la vida misma. Y si la vida es amor, su ausencia solo puede conducir a la soledad, la tristeza y, en última instancia, la tragedia.
Por eso insisto: el odio no es lo contrario del amor; lo es la indiferencia. Esta última transforma a los amigos en extraños, a las parejas en recuerdos borrosos, a la familia en meros rostros sin significado. Te convierte en un ser que respira por inercia, no por el placer de sentir el aire; que camina porque sus piernas se mueven, no por el gusto de recorrer un campo verde. Al final, nos volvemos huecos.
La indiferencia es, también, abandono. Abandono de lo que alguna vez nos dio alegría, paz o felicidad. No siempre es un abismo que nos consume, pero sí un peligro latente: moldea vidas de formas imprevistas, alejándonos de quienes fuimos.
Para cerrar, me planteo una pregunta, como persona que ama su entorno, que ha vivido, sentido y tal vez aún arrastra sombras del pasado: ¿Acaso me importas aún?
Por: Edgar Serrano Oyorzabal
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