Escuela Nacional Preparatoria No.8
Escuela Nacional Preparatoria No.8
En los detalles siempre queda atrapado un cachito de memoria. En aquellos días, Julián, un amigo de mi hermano Carlos, venía de visita a nuestra casa, cerca de la colonia Doctores. Lo lúgubre de la habitación donde se encontraba la sala y el comedor, en un abrir y cerrar de ojos, se convertía en un cuartito de juegos para niños. Pasábamos horas dedicadas solamente a la lotería, al rompecabezas, al dominó, al memorama, a las serpientes y escaleras, o a veces, inventábamos juegos con lo que quedaba de la tarde.
El único sonido que existía eran las risas de unos niños jugando sobre la mesita de estar. La realidad parecía desvanecerse y transformarse en un caminito de dominó o en un frijol sobre El catrín, luego con El nopal, y al final gritar: ¡lotería! Entre cada juego, íbamos los tres juntos a la tienda de Tita y comprábamos golosinas: churritos, paletas, chicles, y cuantos más dulces, mejor. Recuerdo sobre todo la amabilidad de Julián, siempre me decía: “¿Quieres unas palomitas? Yo te las invito”.
Ya para cuando el reloj nos avisaba que llegaban las cinco en punto, era la hora de guardar los juegos de mesa dentro del buró en mi habitación, y de que Julián partiera rumbo a la estación del metro, acompañado, como siempre, por Carlos. En una ocasión, decidieron que podía acompañarlos en su pequeño recorrido. En ese entonces jamás había conocido cómo era el metro en persona.
Llegamos a la estación, que queda sobre Eje central, descendimos las escaleras, y justo antes de despedirnos, creí haber escuchado —o quizá imaginado— a Julián decirle a Carlos: “cuida bien de tu hermano” para luego dirigirse a mí y abrazarme como un gesto generoso que, en este caso, sería solamente de despedida. Con calma, Julián sacó de su bolsillo un boleto de metro, cruzó los torniquetes y caminó entre la multitud. No sin antes girar un segundo, levantar su mano y saludarnos una última vez. A partir de entonces, la hora de juegos solamente fue entre dos participantes: Carlos y yo. Aunque de vez en cuando, también me acordaba de Julián. ¿Qué habrá sido de él?
Después de un tiempo, ya había incorporado el metro a mi estilo de vida, pues cada día realizaba un largo trayecto hacia la escuela. Eso también significaba que tenía que acostumbrarme a largos viajes provocados por los retrasos y la multitud que conquistaba el metro. En todo mi recorrido siempre miraba lo que había a mi alrededor: Me fijaba en los pictogramas que, alguna vez, diseñó Lance Wyman para el nuevo sistema de transporte de la capital, y al mismo tiempo, se colaban en mis oídos las conversaciones de las personas que viajaban junto a mí:
“…Nada más llegando a mi casa, me apuro para ir a las clases de inglés”
“¿Viste el choque en Insurgentes? No inventes, casi tres carros destrozados.”
“Al rato llega mi hermana. Le dije que la vería en Zapata”.
(Mirando las flores) “Pues a ver si con esto me perdona”.
(Suspirando) “A ver si no se tarda el metro. Ya casi van a ser las cuatro”.
Parecía que en mi mente se creaba un pequeño memorama, donde las conversaciones y el desahogo de los pasajeros, junto con mi imaginación, intentaban reconstruir cómo podrían ser sus vidas. Estas historias eran las parejas de las cartas, que se unían sin el menor esfuerzo, completando el juego. Todo esto me llenaba de curiosidad; sin embargo, cuando me acordaba de Julián la nostalgia me consumía. En una ocasión —ahora que me acuerdo— mientras limpiaba la repisa de una pequeña bodega que teníamos en mi casa, encontré el viejo memorama con el que jugábamos Julián, mi hermano y yo. Cuando verifiqué si estaba en buenas condiciones para venderlo, me percaté que le faltaba una carta. Tan solo una. Incrédulo, pensé: “Seguramente Julián se la llevó”.
¿Qué habrá sido de Julián? Si esto también fuera un memorama, estaría incompleto. Pues la carta faltante sería saber sobre su paradero. Tal vez una pieza clave para completar el juego fue una pequeña plática que tuve con mi abuelo, durante una de las tantas visitas que hacíamos al centro de salud. Como si estuviéramos en un confesionario, le comenté mi extraña emoción —o pensamiento— sobre las vidas ajenas de las personas. Le hablé sobre mi día a día en el metro, y él me respondió que, en aquellos días, cuando tenía mi edad, ese era el mayor invento que la era moderna le había regalado al entonces Distrito Federal.
— Abuelo, ¿Te acuerdas de Julián?
— Claro que me acuerdo. —me miró fijamente— ¿Cómo no me voy a acordar? si tu mamá siempre me platicaba cosas de él. Ya no supe qué le pasó… ¿Tú sabes algo?
— Por mi hermano solo me enteré que tuvo que irse por los estudios hace mucho tiempo. ¿Qué te platicaba mamá de él?
— Pues siempre me decía que era un muchacho noble, muy amable, que siempre se la pasaba riendo con ustedes. Y tenía razón, porque él siempre venía de muy lejos a visitarlos, por eso a cada rato usaba el metro. Tu hermano si supo conocer a gente buena. Julián iba a tu casa para que no todo fuera tristeza… para que no te sintieras mal por tus padres. Más bien, para que tuvieras con quien jugar aparte de tu hermano y así tuvieras una infancia tranquila, lejos de los temas de divorcio y separación… Que solamente los adultos terminamos entendiendo. Y tú, hijo: ¿Qué recuerdas de Julián?
Cuando mi abuelo me lo preguntó solamente conteste con lo poco que recordaba: los juegos de mesa, la felicidad que surgía cuando jugábamos, las golosinas de la tienda de Tita y mi primera visita al metro en aquella vez cuando me despedí de él.
—¿Lo ves? Te lo dije. Julián siempre fue un buen muchacho. Pero quién sabe qué le habrá pasado. Eso sí hijo: la gente buena siempre nos deja buenos recuerdos, de esos que, incluso cuando ellos ya no están con nosotros, nos siguen dando alegría cada vez que los recordamos.
Ahora, cada vez que entraba al metro, caminaba con la esperanza de encontrarme a Julián. Tal vez solo para hablar con él —aunque fuera un saludo, por lo menos— y así contarle todo lo que me ha pasado, lo que he escuchado o simplemente agradecerle por los buenos recuerdos que dejó en mi vida; aunque también pienso que su partida fue a propósito… Como si hubiera querido que dejáramos aquel memorama sin terminar.
Entonces, lo único que conservo es la mitad del juego: una carta boca abajo, pero sencilla, que guarda un pedacito de infancia donde fui muy feliz. Si encontrara a Julián, sé perfectamente que regresarían los recuerdos, y con ellos, volvería a ser un niño. ¿Será que él también tiene guardada la otra carta? No quiero dejar el memorama a medias. Espero, algún día, encontrar la carta de Julián.
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