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Maritza Isabel Hernández Martínez

Facultad de Ciencias Políticas y Sociales

Los casi algo

Número 17 / ABRIL - JUNIO 2025

¡Qué difícil olvidar lo que pudo haber sido!

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Maritza Isabel Hernández Martínez

Facultad de Ciencias Políticas y Sociales

Antes de él

 

Seis años he tratado de olvidar un amor reprimido, encerrado bajo llave, atrapado entre las paredes de la preparatoria. Fue el único referente de amor en mi adolescencia, el primero, el más bonito. Yo tenía dieciséis años, era mi primer año en la preparatoria número treinta y cuatro, a diez minutos de mi casa en el municipio de Tultitlán, un pueblo detrás de un cerro decorado en la cima con antenas grandes, muy grandes. A Tultitlán lo rodean los municipios vecinos de Ecatepec de Morelos, Coacalco y Tultepec, conocido también como la “Capital de la Pirotecnia”.

Era 2019, meses antes de que la palabra pandemia sonara por todos lados, de que mi vida se convirtiera en una desgastante y espantosa rutina dentro de mi casa, con clases en línea y el conflicto interno que solo dejó desesperación, estrés y una mala relación conmigo misma. 

En ese año las chicas de mi edad se delineaban los ojos de color negro, con largas pestañas postizas y los labios rojos, se subían la falda desde la cintura para mostrar más las rodillas, evitaban usar la sudadera de la escuela porque en su opinión era fea y preferían ponerse una propia. Tal vez era rebeldía o el proceso natural para construir la propia personalidad, o una mezcla de ambas. Yo hacía lo mismo, solo que el delineado siempre me quedaba disparejo y el cabello, chino y largo, nunca logré definirlo, así que me forcé a plancharlo.

 

Lunares

 

Tenía cuatro amigas en ese momento, llamémosles Cristina, Rosa -yo le decía “Rosita” de cariño-, Violeta y Luz. Un día durante la hora del recreo, Luz, quien tenía el cabello oscuro y corto, nariz respingada, de baja estatura y un piercing decorando su lengua, me presentó a su amigo, el “Innombrable”, sobrenombre que yo le puse para suavizar el dolor que provoca su recuerdo, prefiero reservar su verdadero nombre solo para mí.

Él tenía 17 años, estaba en segundo año, era alto, quizá 1.68, cabello oscuro, corto y siempre peinado hacia un lado con gel, de espalda recta al estar de pie. Debajo de sus ojos color avellana, ocultos por largas pestañas y cejas semipobladas, sobresalían tenues ojeras, en la mejilla izquierda lucían tres pequeños lunares de color café claro, similares a tres estrellas observadas desde la Tierra que al unirse forman un triángulo. La primera vez que nos conocimos nuestra conversación se limitó a un simple saludo. ¿Quién pensaría que se convertiría en la persona que marcaría un antes y un después en varios aspectos de mi vida? Cada recreo o a la hora de la salida lo veía, era inevitable porque su salón estaba al lado del mío, en el segundo piso junto a las escaleras. En ese momento, nos tratábamos como desconocidos, porque sí, eso éramos.

Una semana después ocurrió una coincidencia bastante curiosa. Durante el recreo, mientras comía en el salón junto con mis amigas, salí a comprar algún dulce en la cooperativa. Con dinero en mano, y al dar la vuelta para dirigirme a las escaleras, apareció él. Me detuve, y él también, como si alguien apretara el botón de pausa en una película y los personajes se quedaran congelados en el tiempo. Me miró y fue su sonrisa la que provocó que yo también sonriera. Comenzamos a platicar sobre nuestro día, recargados en el balcón de color verde menta. Él no dejaba de sonreír y yo no dejaba de mirarlo. Risueño, así lo recuerdo. Pronto me pidió mi número, yo no tenía teléfono en ese momento, así que lo hice esperar una semana hasta que mi papá me compró uno.

A partir de ese día, cada recreo, sin falta, hablábamos en el mismo lugar, frente a mi salón, recargados en el balcón. Nuestras pláticas se acompañaban de carcajadas y ligeros roces con las manos. Ambos estudiábamos francés de manera independiente y cuando imitábamos el sonido gangoso que exigen las palabras en ese idioma al ser pronunciadas, nos provocaba risa. Una risa que solo compartíamos él y yo. 

“Princesa” y “Linda”, eran como me decía. Yo pensaba que él era coqueto con todas las demás chicas. Pronto me di cuenta de que no, que esos apodos los tenía reservados para mí. Hablamos por mensaje después de la escuela hasta la una de la mañana, yo sentía ese algo en el estómago, el bailar de mi corazón dentro del pecho.

 

Cuando mamá dice “no”

 

Pasaron los meses y seguíamos hablando, pero, inevitablemente, la realidad tenía que golpearme. Mi mamá nunca fue mi amiga, ella me decía: “Yo soy tu mamá, no tu amiguita”. Una mujer joven, de piel morena y cabello lacio oscuro, sobreprotectora y de carácter fuerte. ¿Qué hay detrás de esa dureza? Muchas cosas prohibidas: las salidas, las pijamadas en casas ajenas y, sobre todo, tener novio. Seis años después la madurez me alcanzó y entendí porque mi mamá era así: el mundo está lleno de personas groseras y capaces de hacerle daño a los demás. O tal vez sabía que una adolescente de dieciséis años no estaba preparada para vivir todo lo que implica una relación romántica, o quería evitar que saliera embarazada.
En mi casa nunca faltó nada. Mis papás no permitieron que yo me preocupara por problemas económicos, mi única responsabilidad era la escuela y fue en aquel lugar donde surgió esa cosa prohibida. Nunca, jamás le hablé a mi mamá sobre el “Innombrable”. No existe para ella aquel chico del que me enamoré. Fue mi culpa no tener responsabilidad afectiva en su momento y no decirle a él lo que ocurría, pero ahora no importa, el tiempo se encargó de comerse aquellos sentimientos. Hasta el día de hoy trato de convencerme a mí misma que no lastime a nadie más.

 

Día 0

 

Después de meses de hablar con el “innombrable”, un día, a la hora del recreo, en una esquina del gran patio principal, se me declaró con un peluche de color café, que sostenía en sus manos afelpadas un sobre de tela color rosa con una carta, y una caja de chocolates. Estábamos rodeados de amigos y compañeros, que formaban una media luna. Él les daba la espalda y me miraba solo a mí, algunos grabaron el momento, ¿todavía existirá ese video en la galería de algún dispositivo?

Yo me sentí pequeña, pequeñita, y no era por mi estatura. “¿Quieres ser mi novia?”, preguntó. Yo no sabía qué contestarle, porque solo pensaba en el regaño que me daría mi mamá si tenía novio. No me pegaría, pero las palabras serían suficientes. Nerviosa, traté de contestarle, pero solo bajé la mirada y le dije: “no lo sé”. Lo peor de todo fue abrazarlo, a petición de él, apenas pude estirar los brazos -me gustan los abrazos, pero ese abrazo fue como una cubetada de agua fría-. Sé que el corazón no se puede quebrar, pero juro que ese día escuché cómo el mío se quebró. El regreso a mi casa fue eterno. Caminaba, pero no avanzaba. Cuando logré llegar, todo estaba en silencio. No podía llorar, me temblaban las manos, sentía la boca seca, el estómago vacío y la cabeza me daba vueltas, como si estuviera en el juego de las tacitas de la feria. Desde ese día todo cambió, tratamos de seguir siendo amigos, pero ¿cómo se puede ser amigo de alguien cuando hay sentimientos de por medio o, en el peor de los casos, cuando uno de los involucrados tiene que ocultar esos sentimientos?
Semanas antes de que el brote de COVID llegara a tierras mexicanas, nos volvimos distantes. Esos días de risas se convirtieron en silencios incómodos, y las conversaciones por mensaje hasta la medianoche nunca fueron escritas. Tiempo después me enteré de que Luz, mi amiga, hablaba con él y le contaba cosas horribles sobre mí. Lo sé porque él me lo dijo; sin embargo, continuó hablando con ella. Traté de explicarle, pero fue imposible, yo no encontraba las palabras correctas. El último día de clases -nadie sabía que ese sería el último día- lo vi de espaldas caminando hacia el portón de color negro. Él no volteó y yo no traté de alcanzarlo.

 

Monólogo de una alma arrepentida 

 

¿Cuánto tiempo es necesario para olvidar lo nunca fue? Pasé años pensando en lo que pudo ser si le hubiera dicho que sí quería estar con él, porque sí quería, pero mi miedo fue más grande. Sueño con “el hubiera” y siento tanta tristeza, molestia e incomodidad, el hubiera no existe. Después de seis años lo volví a ver sobre la avenida, lo reconocí al instante, ¿cómo podría olvidarlo?, sentí cómo el corazón se me salía del pecho, sostenía la mano de otra persona. Claro, ¿crees que te iba a esperar?, ya hizo su vida, ya te olvidó y tú sigues pensando en él. Suéltalo Isabel, tienes que soltarlo. Decidí cambiarme de banqueta y seguí caminando, no mire atrás. 

No quiero soltar aquello que alguna vez tuvimos. Aún me pregunto tantas cosas, ¿tendrá la pulsera y la pequeña cajita que alguna vez le regalé?, ¿guardó las fotos que nos tomamos? Nunca lo sabré. 

¿Puedo olvidarlo?

No puedo, me aferro al recuerdo de sus lunares y su sonrisa. Me aferro a lo que fue y a lo que pudo ser. Me aferro al casi nada y al casi todo. Me sostengo de tu difuso rostro que mi mente trata de no distorsionar, y aún así me pregunto: ¿realmente quiero olvidar?

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