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CRISANTA ESPINOSA AGUILAR /CUARTOSCURO.COM
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Roberto González

Facultad de Ciencias Políticas y Sociales

Curso el octavo semestre de Ciencias de la Comunicación en la FCPyS UNAM. Me especializo en Comunicación Política, soy ayudante de profesor y becario en el Seminario Interdisciplinario de Comunicación e Información (SICI) de la facultad. Analizo fútbol en Editorial Puskas y soy co-conductor de Catenaccio W en W Deportes. Me apasiona comunicar sobre fútbol, los estudios en Opinión Pública, la construcción de imagen pública y la oratoria. Leo y escribo historias y poesía en mi tiempo libre.

Límites

Número 5 / ABRIL - JUNIO 2022

La pandemia del COVID-19 ha dejado grandes lecciones para la humanidad, una de las más importantes, quizá sea aprender a parar un ritmo de vida extenuante para el cuerpo y la mente

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Roberto González

Facultad de Ciencias Políticas y Sociales

Donde está la fuerza también está, en ocasiones, la debilidad. 

David Llada

A veces se vuelve inverosímil que, para cuando escribo este texto, ya han pasado 14 meses desde que empezamos a sufrir una fortísima transformación en nuestras vidas. Quizá, la más grande que jamás imaginamos. Cabe una vida entera en este periodo, cambios insospechados, personas yendo y viniendo, oportunidades truncas y sueños rotos ante esta crisis de salud mundial.

Ese camino lo hemos recorrido todos, tratando de desaprender a diario lo que tanto tiempo tomó construir: una rutina basada en correr de un lugar a otro, con barreras que más o menos delimitaban tiempos, hábitos, chances de ocio y aquello que le daba sentido a la vida que hoy extrañamos, que no es otra cosa que reunirnos con los demás. Pero en este proceso, sin duda, la lección más valiosa que me he llevado fue aprender a decir no. He tenido que conocer y establecer mis límites.

Tenemos un nivel de energía que a veces rebasa todos los candados y nos lleva a aceptar todo lo que viene de frente sin reparo alguno. Estamos ávidos de realizar planes, proyectos, de aceptar desafíos, pero en esa vorágine de quererlo hacer todo, caemos en los extremos. Nos cargamos de ocupaciones de manera inexplicable y con eso perdemos el balance y ganamos desequilibrio; con el tiempo ya no podemos resistir.

Todo esto se ha recrudecido con la pandemia de la Covid-19, donde los espacios personales, horarios, esquemas y momentos de descanso saltan por los aires con una facilidad abrumadora. Las jornadas se extienden, alteran el orden y las velocidades que alcanzan son difíciles de cumplir. Todo es demandante, y nuestro cuerpo y mente, revientan. No puede exprimírselos más.

Lo vivo a diario. Estoy por terminar mi último semestre de la licenciatura en Ciencias de la Comunicación, soy adjunto de profesor en dos materias, trabajo como becario de investigación en el Seminario Interdisciplinario de Comunicación e Información de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, y soy periodista en Editorial Puskas y W Deportes. Actividades que se dan a un ritmo frenético. Todas ellas me llevan por las rutas que me apasionan: periodismo, docencia y la construcción de una imagen pública. Así lo he planeado y me gusta. Pero lo que no estaba previsto era lo agotador, desgastante y la exigencia que representaría trabajar 14 horas diarias tras un monitor, tanto para terminar la licenciatura como a nivel periodístico. Nunca se me ocurrió hacer alrededor de 300 programas de radio desde casa, enlazado por llamada telefónica a la cabina y apenas visitar Televisa Radio, cuando antes de la pandemia lo hacía diariamente.

Tampoco imaginé empezar a dar ocho horas semanales de clases a distancia. Mucho menos pensé en ser becario, trabajar con la facultad desde lejos y juntar absolutamente todo en una laptop. Ahí volvemos a la frase del periodista David Llada. Esa fue una fortaleza, pero también una gran debilidad en este tiempo.

Con el tiempo, en espera de ser contratado por W Deportes, mis obligaciones académicas, mi rol como becario y la adjuntía, sentí que todo me rebasaba por momentos. Llegué a estar sumamente abrumado.

La vida de Zoom continúa, las cosas siguen funcionando exactamente igual y no hay espacio para el agotamiento. Y fue entonces cuando, más allá de las pequeñas satisfacciones de los últimos meses en los proyectos, experimenté un agotamiento que nunca antes atravesé. Llegué inevitablemente al llamado burnout, descrito por la Organización Mundial de la Salud como un “fenómeno ocupacional” que, si bien no está tipificado como enfermedad, sí consiste en un síndrome de estrés ligado al lugar de trabajo que merma la concentración, eficacia, productividad y cultiva negativismo de uno mismo hacia las actividades realizadas.

Hace un par de meses, me descubrí vacío, exprimido, consciente de la cantidad de tareas por hacer y, a la vez, abatido para buscar hacerlas, así fuesen las que más me impulsan todos los días. Dormía más y me despertaba agotado, me costaba mucho trabajo enfocarme y cada momento de quietud era amenaza de quedarme dormido. Jamás había pasado por eso. Entonces entendí que rebasé mis propios límites y que no podía estar en tantos lugares al mismo tiempo. Así comprendí que debía dosificar y reorganizar tiempos, calibrar mis ocupaciones otra vez, escuchar a mi cuerpo y concentrar mis esfuerzos de otra manera.

Afortunadamente, mi familia, amigos y compañeros me escucharon y pude hablar con ellos al respecto. Fueron de mucha ayuda para armar nuevamente mis horarios, frenar un poco cuando lo requiriera y volver a entrar en mi dinámica, pero con sus barreras. Y lo necesitaba, pues una jornada normal, con escuela, partidos de fútbol, programa de radio, grabación de videos, análisis escritos, ayudantía y pendientes del seminario, implicaba más de tres cuartas partes del día. Pero no sólo se trataba de segmentar mejor las cosas, sino de buscar, poco a poco, poner límites también a toda la tecnología que me rodea y regular mejor mis cargas de ocupación.

El mensaje de fondo en este proceso me parece fundamental. Debemos pintar nuestra línea, establecer los márgenes y, dosificar absolutamente todo, implica cuantificar las cosas que podemos hacer, cuántas aceptamos, cuántas horas les invertimos y lo más importante entender, las consecuencias para nuestra mente y físico. Por supuesto, qué tanto dejamos en plataformas como Zoom. Porque, si bien nos conectan con el mundo que solíamos frecuentar de manera presencial, nos desgastan a niveles que no habíamos anticipado tan fácil. Y no sólo a unos cuantos, sino a todos los que participan de las 300 millones de videollamadas diarias en la aplicación —cifra reconocida por el propio servicio de videoconferencias en su blog informativo—.

El alcance es amplio y muy real, tanto en mi generación como en las que han pasado antes de la mía. Y, si me apuran, también esto conduce a pensar en cómo limitar este consumo dentro de una vorágine capitalista impresionante que encuentra su capital en encasillar el mundo físico en un monitor mientras hemos normalizado la muerte y el contagio de forma muy impactante. Ese es otro reto que debemos plantearnos con respecto a todos los espacios virtuales que han crecido descomunalmente en los últimos 14 meses, como el propio Zoom, con un ascenso de hasta 4 mil 100 por ciento en su uso y de 326 por ciento a nivel de ingresos según Grupo Telecom y El País, respectivamente.

Escuchémonos, aprendamos a distinguir dónde están nuestros límites y cómo podemos sacarle el máximo provecho a esta serie de cambios para construir las bases de lo que queremos. Conozcamos nuestras mentes y cuerpos. Entendamos que la única manera de lograrlo todo es ir un paso a la vez, sabiendo que a veces habremos de renunciar momentáneamente a cosas que no podremos cubrir. Y, sobre todo, hablemos de ello, nombremos las cosas, porque sólo así tendremos la capacidad de fortalecernos para adaptarnos y aprender cómo gestionar a la distancia los que, a priori, podrían ser los tiempos finales de un modo de vida que nos ha retado de todas las maneras posibles.

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