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Esta ventana es para mirar dentro de nosotrxs a través del arte y la creatividad.
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Lan Yao/Pexels
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Omar Jesús Rebollar Gómez

Facultad de Ciencias Políticas y Sociales

Soy un glotón de palabras que las vomita de vez en cuando. Me gusta subir cerros y escuchar crónicas de boca de la bandita.

La cocina hecha selva

Número 6 / AGOSTO - OCTUBRE 2022

Un viaje que se aproxima hace a Valen soñar en medio de su cotidianeidad…

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Omar Jesús Rebollar Gómez

Facultad de Ciencias Políticas y Sociales

Valen está por hacer un viaje a San Cristóbal de las Casas en dos semanas. La emoción de lo que se avecina lo mantiene intranquilo, ansioso de sensaciones todavía ocultas. Despierta y mira sin mirar, distraído en las imágenes que el futuro viaje pueda contener: cerros de un intenso verde, sobre los que rondan animales exóticos, morrillas liberales (o fresonas) sexualmente abiertas, hostalillos rústicos donde reina la calma y la mota… Un conjunto de características del lugar que le apetecen sobremanera.

Pero las guacamayas salvajes y las lagartijas reptantes aún no están ahí, en su cuarto aparentemente vacío. Tampoco aparecen las personas de fácil tacto ni las pinturas espirituales de las paredes de un hostal jipioso. Sólo hay cuatro paredes blancas algo sucias, y un cartelito que tiene escritas las cuatro virtudes internas de Valen (en rima y en orden alfabético): Aceptación, Adquisición, Afirmación y Asunción. Esas cuatro palabras, caligrafiadas con plumón negro en una hoja reciclada, se adhieren a la pared con cinta transparente.

Son más de las nueve de la mañana y Valen se siente pegajoso por el sol que entra directamente desde su ventana. Comienza a sudar y, en vez de iniciar el día con limpieza, lo hace con la carga de la flojera, que hace de todos sus movimientos un tenue esfuerzo. “¡Quiero el viaje, quiero el viaje!”, se repite Valen mentalmente, en un infantil esfuerzo por acelerar el paso del tiempo a partir de sus caprichos. Manifestar sus deseos en un monólogo mental le ha sido útil en varias ocasiones, pero no parece tener impacto en el transcurso de las horas.

Valen pasa del reposo total al asentamiento contemplativo: dobla su columna hacia adelante para quedar sentado en la cama, tratando de reconocer que ya está despierto. “Sigo aquí, en esta situación imperfecta”, se dice, estirando los brazos para sentir su sangre fluyendo. “Vamos, sólo doce días y estarás cotorreando con la bandita chiapaneca”. Con furia levanta sus piernas para quedar de pie lo más pronto posible, deseando ponerse en acción desde la hiperactividad que siempre los viajes próximos le generan. En un primitivo impulso narcisista, se ve en el espejo bordeado de madera marrón que tiene colgado de una pared. Revisa que sus ojos sigan siendo los mismos, porque no admitiría que el azar lo traicionara y se los sustituyera por los de alguien más.

Tiene la nariz grande y larga. Lo suficiente como para enterrarla en la tierra y dejar un hoyo en el que quepan dos dedos completos. Le gusta hacer una cara de idiota siempre que le toca su primer autoreconocimiento matutino: enrosca la boca en una mueca grotesca y pela los ojos, imitando a algún asesino serial de película churrera. Su cabello apelmazado, endurecido y enredado por sus sudores nocturnos, le molesta porque le quita toda galantería. Siente un ligero escozor en el ojo y se rasca el lagrimal con la articulación del índice, en un compulsivo movimiento circular.

Después de comprobar todas las dolencias de recién levantado: labios secos, ojos rojos, nariz congestionada y cabello afeado, Valen se dispone a comenzar su rutina. Hoy tiene el día libre. Él mismo se asigna sus horarios ágiles y descomprometidos, que le permiten largos minutos de inactividad y esporádicos momentos de inspiración. Se dedica a tocar la guitarra acústica como medio de salvación: dotado de una voz desagradable (desafinada y con altibajos frecuentes y disonantes), prefiere las cuerdas del instrumento a las de su garganta.

Fiel seguidor de la simpleza verbal, habla con pocas palabras. Escucha más de lo que habla, y esa tendencia a recibir le ha metido en la cabeza muchas letras. Aún así, es declarado enemigo de la pedantería y sus representantes, que él conoce como mamadores. Hace una reducción consciente de su vocabulario para darse a entender, y esa convicción lo coloca como un combatiente contra la soberbia del habla.

La misma simpleza con la que se comunica con la boca está en cómo se comunica con la guitarra. Le gustan las canciones sencillas, para cantar con borrachos o declamárselas a alguna polola de fácil sorpresa. Pero, aunque la laxitud de su rutina se lo permite, no quiere tocar tan temprano. Siente que el hambre lo recorre y necesita desayunar para que su cuerpo lo obedezca.

Sale de su habitación y desea ver el exterior, porque la vista desde su ventana da sólo hacia las casas de enfrente. Desciende impaciente las escaleras del primer piso para escaparse unos segundos de su hogar. Afuera hay una agradable brisa fría, que infunde energía y respeto por las fuerzas naturales. En una tranquila calle de San Pedro Cholula, la ciudad de Puebla emana desde el este, imponente con sus gigantescos edificios a medio construir. La calle, pavimentada sólo en su primera mitad, da una rica sensación de espacio vacío, que pone en Valen las ganas de correr sin motivo.

Entra a su casa para prepararse el desayuno, con la cabeza despejada por el contacto con el aire. Se hará unos huevos, porque la creatividad no es para él algo aplicable en la cocina. La torpeza de sus manos, que sólo se supera en cierta medida cuando toca la guitarra, hace que le dé pereza todo lo relacionado con la precisión culinaria. Prefiere concentrarse en escuchar los pájaros del nuevo día, o los ladridos de los perros del vecino.

Consciente de su soledad, baila contoneando los hombros al ritmo de algún rock del Cono Sur, moviendo la cadera al son de la batería imaginaria. El rock del sur suele gustarle más que el de México, porque lo siente menos agringado y más original. Percibe que su contoneada es precisa y esbelta, pero si alguien lo viera notaría arritmias graves en sus movimientos.

Está alegremente alterado por la proximidad temporal que tiene con la selva, porque sabe que falta poco para que vuelva a ella. El mundo verde lo calma y agudiza sus sentidos, permitiéndole una lucidez que en las ciudades se pierde en el atiborramiento. El sonido constante de las cigarras llega a su mente y llena la cocina, tan real como un susurro amistoso e incierto advenido por generación espontánea. El rumor de algún río frío, refulgente bajo el sol directo, le prende en el cerebro zonas que suelen estar apagadas. El grito matutino de los monos aulladores, tan potente y fortalecedor, dibuja sobre él las altísimas copas de los árboles que lo rodean. El dulce silbido del aceite calentándose… lo devuelve a la realidad.

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