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Esta ventana es para mirar dentro de nosotrxs a través del arte y la creatividad.
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Arnav Kainthola/Pexels
Picture of Xian Rodríguez Zavaleta

Xian Rodríguez Zavaleta

Escuela Nacional Preparatoria Plantel 5 José Vasconcelos

Amante de la naturaleza. Cibernauta obsesionado. Activista entusiasta. En busca de un pequeño espacio en la vasta literatura de horror y sus congéneres. Soy un empedernido de lo grotesco. Me la paso en mi madriguera entre libros blasfemos y prohibidos. Amo escribir.

El castigo del Diablo

Número 4 / ENERO - MARZO 2022

¿Qué pasaría si un día el Diablo decide ascender a la Tierra y chupar un caramelo del suelo?

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Xian Rodríguez Zavaleta

Escuela Nacional Preparatoria Plantel 5 José Vasconcelos

El pequeño Melchor estaba triste, a punto de soltar las lágrimas por habérsele caído una paleta de caramelo al suelo. Su abuela Marcela le miró con gracia, a través de sus enormes anteojos, y trató de consolarlo.

–No te preocupes, mijo, ya te compraré otra.

Aun así, con toda la irracionalidad de un infante, el pequeño Melchor se agachó para intentar recoger su dulce. Cuando estaba cerca de tomar el caramelo, la regordeta mano de su abuela Marcela lo detuvo.

–No hagas eso –dijo–. Ya lo ha chupado el diablo.

Melchor se asustó y se apartó del dulce como si éste fuera una enorme araña. Las palabras que surgieron de la arrugada boca de su abuela tenían cierto grado de falsedad. Porque ella escuchó esa misma frase en decenios lejanos, siendo ella también una niña. Sonrió levemente y abrazó a su pequeño nieto, con toda la inocencia en el acto.

Sin embargo, las palabras de la abuela Marcela fueron escuchadas en lo más profundo del infierno. Su voz descendió hasta el noveno círculo y llegó a las puntiagudas orejas del mismísimo Diablo, mientras éste se encontraba perezoso en su trono, mascando el alma de un hombre como si fuera un chicle.

El malévolo se enfadó. Una irritación sin nombre lo embargó. ¿Cuántas veces ha escuchado esas malditas palabras? Diario llegan a sus oídos un millar de voces que dicen la misma estupidez de él. Una falta de respeto a su divina figura.

En ese momento, para colmar su aburrimiento, decidió cumplir esa frase al pie de la letra. Se levantó y desplegó sus enormes alas. Ascendió hasta lo alto, en dirección al mundo de los hombres, traspasando cada uno de los círculos del infierno.

Los demonios que habitan ese submundo quedaron atónitos al ver a Su Majestad fuera de su guarida; pocas veces se le observaba salir, solo en ocasiones especiales en el que su presencia era requerida para causar devastación en la Tierra.

Mientras la abuela Marcela se balanceaba en su mecedora, acariciando la cabeza a su pequeño Melchor, un temblor sacudió levemente el suelo, los árboles se agitaron y de ellos salió una parvada de aves asustadas. Cerca del lugar en el que estaba la paleta de caramelo, aún húmeda por la baba del niño, brotó una terrorífica figura de piel roja, saliendo del suelo cual flor maldita. Y el Diablo se presentó:

–Hola, par de imbéciles –dijo, tras una siniestra carcajada.

Acto seguido, con su mano dotada de garras, levantó la paleta del suelo y la chupó con su larga y bífida lengua. La visión de su presencia no fue soportada por los dos frágiles humanos que contemplaban la escena. A la abuela Marcela le dio un infarto y murió, mientras su nieto Melchor se meó y se cagó en los pantalones, para luego morir de miedo.

El Diablo se carcajeaba hasta más no poder, bailando divertido, azotando sus arrugadas patas de gallo, dando cabriolas y blasfemando de forma terrible.

–¡Jajaja! ¡Jejeje! ¡Jijiji! ¡Jojojo! ¡Jujuju! ¡Morid, morid, morid!

Daba risotadas, sonreía y ensanchaba su enorme boca, reluciendo sus dientes cual estalactitas amarillentas; brincaba sobre los dos cadáveres y los mutilaba con sus garras; pateaba sus cabezas como si fueran pelotas de futbol; les cortaba las extremidades y jugaba con ellas al malabarista; los desolló y se vistió con sus pieles; se comió sus ojos y absorbió sus entrañas cual golosinas de ácidos sabores. Tal fue su diversión, que la noche lo sorprendió. La luna se alzaba en su cenit alumbrando la macabra escena donde el Diablo estaba presente.

Cansado de esa mofa visceral, miró el desastre sanguinolento que había creado. Satisfecho, decidió partir a su morada.

Poco a poco fue atravesando el suelo, siendo engullido desde las patas, como si se sumergiera lentamente en arenas movedizas, introduciendo su cuerpo con elegancia. Pero cuando su cabeza ya estaba dentro, sus cuernos quedaron atrapados en el suelo pavimentado. Por una extraña razón, quedó ahí encajado sin poder retirarlos, colgado, por encima del primer círculo, sin poder salir de ahí a pesar de sus esfuerzos.

Luchó con todo su poder, se agitó con frustración, intentó hacer temblar el suelo que había sobre su cabeza, se retorció con furia contenida, bramaba y rugía, incendiaba su cuerpo y escupía llamas, golpeaba por encima de él con sus garras. Pero nada daba resultado. Y ahí se quedó el Diablo, atrapado en medio de la Tierra y el Infierno, durante mucho tiempo.

Días y noches enteras pasó con sus cuernos sobresaliendo en el suelo de aquel patio sanguinolento. El Diablo sentía sus cuernos adoloridos, punzantes por la presión del suelo terrenal que los tenía atrapados. Como debió ocurrir, la putrefacción reinó en ese lugar. En el suelo se expandió un limo fétido plagado de larvas que se arrastraban gordas y glotonas sobre la carne cadavérica de los desventurados humanos víctimas del Diablo. Éste seguía enfadado, mucho más irritado de lo que estuvo en un principio, y no dejaba de maldecir a diestra y siniestra por la condición en la que se encontraba.

Sus dos grandes cuernos se fueron arrugando, como si fueran frutos prohibidos caídos del árbol del antiguo Edén, marchitándose con el paso del tiempo, hasta quedar cubiertos por un enjambre de gusanos voraces.

El dolor dio paso a la agonía. El Diablo gritaba aún más fuerte que todas las almas condenadas de su reino, sintiendo cómo el hueso de sus majestuosos cuernos se ablandaba como si fuera cera de una vela derritiéndose. Hasta que, finalmente, sus cuernos se desprendieron, partiéndose en un crujir que estremeció a la Tierra, liberándolo del suelo que lo mantenía prisionero en esa postura tan bochornosa.

El Diablo cayó a su morada con un largo chillido que atravesó los nueve círculos de golpe. Durante días enteros se estuvo sobando los dos muñones hinchados de su cabeza, mientras lagrimeaba y chupaba una paleta de caramelo. Sus cuernos le volvieron a crecer, pero durante todo ese tiempo se mantuvo hecho un ovillo, como una lagartija dragonea enroscada sobre su trono.  Los demonios aún hablan de esa eventualidad suscitada, intentando aguantar la risa que cosquillea en sus entrañas con olor a azufre, cada que recuerdan la vez que su amo llegó de la Tierra llorando como un niño pequeño. Ellos lo llaman su Segunda Caída.

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