Facultad de Filosofía y Letras
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Mamá me ha hablado de su reciente amistad con la muerte. Se hacen compañía a ratos, caminan juntas por las tardes y al caer el sereno se despiden sin saber cuándo será su próximo encuentro. La muerte es su vieja conocida, desde muy joven tuvo que ser amable con ella y estrechar su fría mano.
Su presencia latente la acompañó en el incendio de su casa de la infancia en la colonia Agrícola Pantitlán, en aquel accidente automovilístico camino a Nahuatzen Michoacán y por supuesto, en el terremoto de 1985 mientras estaba postrada en una cama del Hospital General Francisco del Paso y Troncoso, sintiendo angustia y dolor.
Pensar en el viaje sin retorno que mamá emprenderá con la muerte algún día, me moviliza. Me lleva a pensar en otras rutas, en otros destinos, en una lista de pretextos para aplazar su partida.
En mi madre hay cansancio y ganas de tomar su vuelo, ¿por qué tendría yo el derecho de esconder bajo mi cama su pase de salida? Estaré junto a ella en la sala de abordaje, cargando su equipaje y escuchando atentamente los altavoces que anuncian los próximos despegues.
Disfrutaré cada uno de los minutos de la espera, la miraré, la abrazaré y le pediré consejos para mi vida sin ella. Cuando ya se encuentre sobrevolando más arriba de las nubes, la llamaré para poder escuchar una vez más su voz. Que nadie me diga que es probable que su celular y su corazón ya se encontrarán apagados.
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