Facultad de Estudios Superiores (FES) Zaragoza
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Porque las buenas brujas han de ser elegidas por la lagartija de las dos colas solo para ser brujas. O al menos eso decía mamá Adela.
Me levanté de la cama más temprano de lo que solía hacerlo porque una lagartija rondaba por mi almohada. Noté que Misantla desprendía una esencia rara, no comprendía bien qué era. Tal vez era que la mañana enfriaba más de lo normal o mejor dicho más de lo que nos tenía acostumbrado a enfriar por los tiempos de noviembre. El olor era el mismo de todas las mañanas: a pino fresco que por sí solo desprendía el monte que rodeaba la casa, a tierra húmeda por lluvias interminables y al dichoso café con canela que preparaba Mercedes en la cocina. Todo estaba tan igual que podría haber jurado que estaba enloqueciendo si no hubiera sido por aquel disparo que silenció al pueblo y me silenció a mí.
Hacía unos meses que Mercedes se había involucrado con Martín, el dueño de medio pueblo, de las caballerizas y del mejor ganado. Él era un hombre casado y muy tarde supimos que también sería su delirio. No pudo con la culpa de saberse amada por un hombre comprometido ni con la vergüenza para decírselo a sus hijos, así que decidió dispararse a quemarropa en el lado izquierdo del pecho para arrancarse el corazón y de paso terminar con el martirio de su vida.
Hasta que estuve con Mercedes entre mis brazos rodeada de sangre caliente en medio del establo me di cuenta que aquello raro que desprendía Misantla, era el olor a muerte, era el olor a la muerte de mi hija.
Nunca me dio miedo la muerte, o bueno, eso creía hasta que mi Mercedes se me fue.
Justo la noche en que el cuerpo caído, inerte y frío de Mercedes yacía en el centro de mi sala, él nos visitó. Nunca he sabido su nombre o, mejor dicho, nunca me he atrevido a pronunciarlo, es de esos nombres que todos sabemos pero nadie lo pronuncia, no sé si por miedo, mitos o cobardía, pero hoy tampoco será la excepción para mí. Él era alto, rubio, traía un traje de charro con bordados de oro y un sombrero de ala ancha; a pesar de ser tan bien parecido, lo que más cautivaba eran sus ojos, unos ojos negros casi como la noche y tan penetrantes como para conocer mis más oscuros deseos.
Se paró en el marco apolillado de la puerta y pronunció firme y con una voz gruesa: “Adela, venga, que usted y yo tenemos que hablar”. Nunca antes lo había mirado pero la orden la sentí tan inmutable que me acerqué a él. Me tomó del brazo y me llevó al establo. Ya en el establo me dijo todo lo que tenía que saber, me enseñó todo lo que tenía que aprender y me leyó todo lo que me tenía que leer. Antes de que saliera y cerrará la puerta del establo pronunció “Adela, usted y las siguientes mujeres de su familia están destinadas a ser brujas y es que aquellas que nacieron para ser no tienen otra elección”. Estas palabras las recuerdo como si me las acabaran de pronunciar y las guardo como si tuvieran 100 años conmigo.
El pueblo dice que me tardé cuatro amaneceres y cuatro noches ahí, pero yo sentí que solo fueron unas cuantas horas.
Cuando entré a la casa el cuerpo de Mercedes se había ido, sus hijos estaban esperando el café sentados en la mesa y yo solo estaba ahí; parada sin mi Mercedes en una realidad que me consumía y en una vida que me ahogaba.
Por la noche Adancito el más pequeño de mis nietos gritó con fuerza y con la garganta desgarrada “Ma Adela, ayúdame, Ma Mercedes no me suelta” cuando desperté vi los pies lánguidos de Adancito desaparecer del catre hacía el campo.
No dudé ni un segundo en levantarme, tomé una rosa roja de su altar y la seguí entre el cafetal y la milpa. La encontré sola, triste y más muerta que cuando la tuve entre mis brazos. Le grité con fuerza que este mundo ya no era suyo, que ellos ya no eran sus hijos y que lo último que tenía en este mundo era la rosa que le acababa de aventar. Mercedes sin cambiar su gesto sombrío y triste me dijo “No te equivoques, recuerda que brujas nacimos y brujas hemos de morir. La tienes que poner en leche y ella te dará la respuesta, Adela” Sin permitirme preguntar desapareció y ahí entre la milpa entendí que mi Mercedes sabía de más y guardaba un secreto que había sido enterrado con ella.
Cuando volví a la casa Adancito me entregó un envase de cristal y me dijo “Ma Mercedes y un señor de negro me pidió que le diera esto, mamita” Cayó rendido en mis brazos después de pronunciar el recado y el frasco cayó con él, en él había una lagartija verde, la misma que me había despertado la mañana de la muerte de Mercedes.
Lo sabía porque no era como las que encontrábamos en el monte, esta tenía dos colas sí, dos colas. Lo único que pasó por mi mente al verla fueron las palabras de Mercedes y tal cual como dijo, la pusé en leche. Extrañamente con los días ella desapareció y solo me dejó una perlita blanca bien formada en el frasco.
Olvidé aquella noche, aquella muerte y aquella profecía hasta el día en que Salomón, el más grande de mis nietos, se enfermó de una gripe incurable, según decía el doctor. Recorrí pueblos con el crío en brazos tosiendo sangre y temblando de frío para buscar otros diagnósticos. La sorpresa era que todos y cada uno de ellos eran los mismos la diferencia es que unos adelantaban y otros postergaban la muerte del crío.
Harta de sentir la muerte respirar en la nuca empecé a usar lo que aquel hombre me dijo, tomé su zarape y lo pusé en un vaso, en la claridad del agua vi la silueta de la muerte bien marcada y sin dudar de su existencia, como obra de magia, o mejor dicho como por obra de brujas supe que tenía que hacer. Mandé a Lupita a cortar unas hojas de ruda, unos dientes de león, unas cuantas hojas de hierba maistra y diez pétalos de manzanilla los herví a fuego lento en lumbre de leña y se los dí a Salomón, recé un poco por él y lo mandé a la cama. A la mañana siguiente él estaba como si lo que vi en aquel vaso se hubiera esfumado.
La gente escuchó de aquel suceso y empezó a visitarme con intenciones de ser sanada. Mis ambiciones empezaron a crecer y mis deseos fueron tantos que curaba a gente con trapos y agua, recetaba medicamentos sin saber siquiera escribir y por las noches brillaba en un círculo de fuego por el monte. A veces y en casos muy remotos cuando mi trabajo iba más allá de mis poderes humanos me gustaba salir a encontrarme con un espíritu que no era el mío, si no el de un conejo. Así que sí, acepté que era bruja y que era una bruja solo porque la lagartija de las dos colas me había elegido.
Si me permitieras expresarme en libertad aquí mismo en tu mente diría que mi Mercedes nunca se fue, que ella sigue aquí en cada gota de mi sangre, en cada poro de mi piel, en cada rincón de mi alma y en cada mujer de nuestra estirpe. Como tú, mijita.
Sin ninguna letra olvidada y entre recuerdos borrosos, esto fue lo que me contó mi bisabuela el día en el que me visitó en mis sueños. Así que sí, como por obra de brujas este texto contiene palabras y letras escritas por alguien que no pertenece a este mundo desde hace 50 años, alguien que está más presente en el mundo que un vivo. Está escrito por una bruja, por mi bisabuela bruja.
Después de su visita me creo en la necesidad de gritarle al mundo que ser brujas es más profundo que decirlo, es más íntimo que sentirlo y más de mí que de una historia de terror.
El mundo debe saber que ser bruja es más allá de una mujer mal parecida con una verruga en la nariz sacada de una historia de terror de un libro bien contado, aquella que hace daño y lastima a la gente. Ser bruja es algo que se lleva en la sangre, porque las que nacieron para ser brujas harán arder al mundo, hablarán por los mudos, verán por los ciegos y se expresarán por los muertos.
Si mamá Adela fue bruja, mi abuela es bruja, mi mamá es bruja, yo soy bruja y mis hijas serán brujas.
Sé bien que aquella mujer entre rebozos y trenza perteneciente a otro mundo sigue sanando a los vivos y cuidando de los muertos. Sé que su poder de sanación, su habilidad para curar con los ojos y aliviar con las manos seguirá en nuestra estirpe hasta que la muera la última gota de nuestra sangre, porque aquellas que nacieron para ser brujas, nacieron para ser brujas y ya.
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