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Esta ventana es para mirar dentro de nosotrxs a través del arte y la creatividad.
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Foto de Karolina Grabowska / pexels
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Leandro Daniel Olguin Torres

Facultad de Economía

Estudiante de la Facultad de Economía. Sé que mi texto es un poco más largo de lo esperado, pero al menos tengo que intentar publicarlo.

Bilongo

Número 9 / ABRIL - JUNIO 2023

Finalmente esta eternidad no trataba de mí, sino de alguien más…

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Leandro Daniel Olguin Torres

Facultad de Economía

Nuestro primer beso fue apenas obra de la suerte y unas cuantas deudas que aún no le cobraba a mi amigo, el diablo. Han pasado tantos años, y sé que el tiempo es particularmente cruel con los recuerdos más bonitos, pero cosas como las que viví durante esa época, Margot en especial, tardan siglos en olvidarse.

La conocí apenas una semana después de asentarme en esta ciudad que nunca antes me había interesado visitar, por su olor a mierda. Mis años como viajero errante llevaban mucho tiempo en el olvido, pero algún malentendido con el esposo de una de mis mujeres me había obligado a reubicarme muy lejos de donde ya comenzaba a habituarme.

La moda de aquella época favorecía a los muchachos de pelo largo, facciones un tanto afeminadas, y carácter flemático y bien medido. Muy pronto en mi estancia en este mundo descubrí que el pelo largo me ayuda a disimular mis entradas (además de que resulta útil para resguardar mi rostro del sol), la maldición impuesta sobre mí preserva a la perfección esta cara de niño con la que he tenido que lidiar por tanto tiempo, y he aprendido que mi condición exige un temperamento tranquilo para sobrevivir en este mundo cada vez más remoto, además de que por naturaleza prefiero andarme por las sombras; entonces mi mejor tirada era convertirme en estudiante de nuevo, vivir tranquilo por un rato, y ver a qué niña inocente devoraba primero.

Es así que decidí afeitarme, desechar mi ropa más anticuada, e inscribirme en la primera universidad que tuve de frente. Fue fácil hacer un par de amigos, apenas almas indefensas ante mi sentido del humor bien preservado, y fue incluso más fácil conocer una que otra niña bonita dispuesta a llevarse a las sombras guiada por mi garra helada. Sé que a la primera la buscaron por meses sin descanso, a la segunda ni siquiera pude saborearla a gusto (siquiera sus padres tuvieron un cuerpo que velar), e incluso quedan dos o tres más a las que les perdoné la vida por ser demasiado feas. Ahora sé que los cambios bruscos me dejan indefenso ante mis instintos más bárbaros, a veces no puedo controlar mi apetito, y vaya que estaba disfrutando de aquella buena racha, pero todo fue estropeado en apenas un día. Apenas un martes cualquiera de un año tan insípido como cualquier otro, solo un pestañeo, un descuido que debería hacerse minúsculo ante la inmensidad de esta eternidad que aún padezco, pero que sin embargo no lo hace.

Distinguí su olor a casi un kilómetro de distancia, y supe que si me quedaba parado donde estaba tarde o temprano pasaría a mi lado. De pronto se abrió el cielo y tuve que sacar mi sombrilla para esperarla por un buen rato, con el corazón acalambrado de tanto bombear espuma y un poco aturdido por el crucifijo de la persona que estaba sentada muy cerca de mí.

Algo raro me sucedió, y es que después de vivir tanto tiempo como yo uno se acostumbra a que los instantes pasen particularmente rápido —por esto es que a veces decido recostarme a recuperar mi aliento por un breve momento solo para percatarme de que llevo horas tratando de reorganizar mi mente agotada— pero aquel día, quizá por el sufrimiento o la expectativa, lo que fueron cinco minutos de espera (a lo mucho) se convirtieron en horas y horas de martirio. Pero el tiempo siguió su marcha, siempre lo hace, y entonces la tuve de frente.

Margot era una niña hermosa, y sin embargo hacía el esfuerzo de ser perfecta. Nunca lo necesitó. Pronto supe que se inclinaba por los colores simples y claros, las blusas y los sacos elegantes, unas medias como de secretaria y zapatillas bonitas; un labial discreto y solo un empujón a sus pestañas. Defendía a muerte sus pómulos pálidos, las cejas bien delineadas, y esas pecas en la nariz por las que un hombre estaría dispuesto a perder la vida. Usaba una mochila demasiado grande para su cuerpecito de muñeca, y era apenas dulce, de frases lentas y rumiantes, ojos insensibles, enigmáticos, y risas contenidas. Siempre me consternó su falta de interés, esa ausencia de cariño cotidiano, la indolencia para tratar los temas más importantes, y en especial aquellos besos forzados que yo tanto me empeñé en ignorar. Algo de ella me recordaba un poco a mí, no solo por la forma en que miraba al resto de personas sino también por su gigantesco orgullo que lograba opacar al mismísimo sol. A veces me pregunto si es que desperdicié mi oportunidad de devorarla completita durante aquellos primeros días, pues sé muy bien que mi peor error fue darle el tiempo suficiente para cautivarme, para darme cuenta de que mi curiosidad era mayor a mi hambre.

Con aparente facilidad llegó a confesarme que comenzó a descuartizar perros y gatos callejeros antes de cumplir los diez años. Más que en busca de una cruel diversión, lo hacía por la curiosidad palpitante y vertiginosa de su instinto. Fue durante una de esas muchas tardes cuando nos recostábamos en el pasto a matar el tiempo antes de que ella tuviera que entrar a clase. Yo hacía la mayor parte de la conversación; comencé recitando de memoria todas las anécdotas que más impresionaron a las niñas muertas que llevo en la espalda (mas no en la consciencia), pero con el paso de los días fui agotando todas mis armas hasta quedar completamente indefenso ante ella. Incluso ahora, que ya casi nada me importa, bajo ninguna circunstancia cometería el error de contarle a alguien mis experiencias más emocionantes,

como las incontables veces que he luchado en guerras que ni siquiera me preocupo por comprender, o las grandes maravillas del mundo que he sobrevolado a la velocidad de la luz, las veces que he cruzado el mar Atlántico, ya sea en barco o con ayuda de mi alas. En especial omitiría las ocasiones que he escapado de una hoguera, las princesas de reinos antiguos que he devorado sin que un pensamiento de misericordia me cruzara por la cabeza, y esa única vez que masacré un pueblo entero simplemente porque estaba aburrido (en mi defensa, era apenas un niño insolente que aún no sabía controlar sus impulsos). Entonces no tuve otra opción más que contarle sobre mi madre (de quien ya casi no me acuerdo), y de las muchísimas noches que he pasado caminando por la calle sin rumbo, en busca de algo que despierte mi risa o mi tristeza.

Bajo eufemismos muy rebuscados, le confesé que ya estoy harto de que el sol y la luna sigan subiendo y bajando, a pesar de todos mis intentos, y que siga despertando en medio de la noche un tanto decepcionado, pues soy incapaz de soñar. Nunca le mentí, no, más bien esquivaba la verdad completa con una frase que sonara poética, o un largo suspiro de fingida indiferencia.

A fin de cuentas, la soportaba con todo y sus silenciosos arbitrajes, su manera tan precisa de decir las cosas (siempre menos palabras de las necesarias), su inocencia… Y ella me soportaba con todo y mi debilidad ante el sol, mis incontenibles ganas de hablar sobre la vida y el destino, mi monstruosa hambre… Me reconfortaba decirle algo acertado, algo que la hiciera reír de verdad, pues luego Margot me abrazaría tiernamente y esbozaría un pequeño baile, porque (por más que se haya esforzado en ocultarlo) la verdad es que su naturaleza es alegre y primaveral. Entonces obtendría de ella una promesa de ir al cine, o de pasear por Coyoacán, quizás Chapultepec (si la suerte estaba de mi lado), cualquier lugar lejano a este barrio repleto de gente apestosa a sangre contaminada.

Yo, tan habituado a las conquistas fáciles y cenas instantáneas, comencé a preguntarme por qué me sentía físicamente incapaz de devorarla… A veces la tenía dormida sobre mi pecho, a veces se distraía un rato jugando con mis manos, a veces me topaba con una oportunidad perfecta para terminar con ese asunto de tajo, pero siempre me entraban unas náuseas gigantescas en el instante que abría la boca y desenfundaba mis colmillos. El hambre no se disipaba, más bien se intensificaba, pero una fuerza gravitacional me mantenía apartado de su cuello resplandeciente. Procuré conformarme con besarla y acariciarla, pero no lograba sacudir de mi cabeza la idea de que era un lobo famélico conviviendo con una hermosa venada de muslos jugosos y piel de lirio. Es así que, después de un par de días de negociación, logré convencerla de acompañarme a mi habitación.

Nos recostamos en mi cama, y yo prometí guiarla con cuidado a través de aquello que a ella tanto le aterraba. Pero aún así arrojó las zapatillas a un rincón, apretó los ojos como para no ver lo que se estaba dejando hacer, y me permitió desvestirla al menos superficialmente. Quizás le temblaba la boca, pero yo estaba tan ensimismado en su olor a gardenias —y, por debajo, a carne exquisita— que fui incapaz de fijarme en esos detalles. Entonces se quitó el corpiño sin mi ayuda, y sus pequeñísimos pezones quedaron al descubierto por apenas un respiro. Un corto suspiro. Ella fue rápida al taparse con el brazo, temerosa, y yo quedé más bien pasmado por su piel pálida, la más pálida que he visto en doce siglos de una vida sin vida. Por un instante creí que dentro de esta niña no habría ni gota de sangre, pero al estirar mi mano y pasarla por su vientre la sentí hirviendo, y me causó gracia la manera en que se encogió ante mi roce gélido, y luego los preciosos vellos de todo su cuerpo se erizaron y yo quedé en auge ante tal belleza. Sin embargo, las náuseas resurgieron de nuevo, esta vez más intensas que nunca, y tuve que conformarme con la superficialidad de ese momento. Tuve que aceptar, inmensamente amedrentado, que nunca sería capaz de comérmela.

Después de todo, ella alineó sus ojos con los míos y, un poco sorprendida por los abismos que llevaban aguardándola una insufrible eternidad, me dijo:

—Quiero que sepas que sé lo que eres, y que no te tengo miedo.

Por muchos días me pregunté cómo pude haberme delatado así de fácil ante un ser tan inferior, y recordé que el resto de personas que supieron mi secreto perdieron la vida casi al instante. Pero no, tampoco fui capaz de matarla. “Nosotras sabemos muchas cosas”, me dijo una vez. No sé por qué, pero seguí frecuentándola incluso después de que los roles se invirtieron. Confieso que comencé a imaginar un futuro simple y tranquilo a su lado, una boda en la cima de una montaña atestiguada por mi amigo Lucifer, noventa años a su lado (a lo mucho) y después un entierro —a fin de cuentas, ¿qué son noventa años para monstruos como yo?—. Procuré ser más atento, y comencé a fijarme en los detalles más pequeños que anteriormente evitaba a toda costa por creer que Margot era solo un animal más en la fila de este, mi matadero de niñas bonitas que tienen la mala fortuna de cruzarse en mi camino. Y es penoso, porque durante esa época las cosas me pasaban sin el menor esfuerzo, sin planearlas, sin siquiera el tiempo suficiente para meditarlas con cuidado.

Pero aún así logré percatarme de ciertas cosas; por ejemplo, de que los bichos regularmente se le subían a las manos, hacían fila, se amontonaban y se mataban entre ellos para ver quién era el primero en llegar hasta sus mejillas de muñeca. Y las mariposas del mundo no podían resistirse a la tentación de pararse en su cabello a descansar. Los perros agachaban la mirada al verla pasar, pero si ella les estiraba la mano por mera compasión corrían como locos a saborear la punta de sus dedos. Tenía un andar un poco inusual, pues parecía que flotaba por la vida a unos cinco centímetros del suelo, y nadie se atrevía a cruzarse en su camino. Le bastaba con expresar algún deseo para que se hiciera realidad en tres días hábiles o menos.

Surcando a través de un diálogo que no siempre fue fácil, descubrí su peculiar interés por la muerte, el ocultismo, la anatomía de los animales, las aves nocturnas… Al final, mis sospechas resultaron ciertas cuando sacó un pequeño muñeco de trapo atravesado por alfileres, envuelto en pelo e hilos rojos, mierda de perro y Judas sabes cuántas atrocidades más, y me dijo: “Este eres tú, ¿comprendes?”.

Margot se convirtió en mi dueña, y yo disfruté no ser el centro de atención por al menos un tiempo. Finalmente esta eternidad no trataba de mí, sino de alguien más, y al menos puedo decir que fue bueno mientras duró… A su lado, acumulé un par de meses sin comer, me acostumbré al hambre, la dominé; una insólita vitalidad me invadía: las hormigas ya no corrían aterradas de mí, en las noches prefería quedarme enjaulado y descansar que salir a volar, disfrutaba oír mi risa y regularmente se me acalambraban las mejillas de tanto sonreír. Los olores del mundo ya no me atormentaban, mi fuerza sobrehumana parecía más bien dormida, las puntas de mis dedos comenzaban a descongelarse… Ahora puedo decir que mi error (si es que es justo atribuirme este desacierto) fue que no estaba habituado a la vida; simple y sencillamente, soy un horripilante monstruo de garras y colmillos inmensos, exhumado del mismísimo infierno y condenado a vagar por este mundo que es incluso peor, incapaz de concebir una vida fuera de las tinieblas.

Una noche indistinta me cayó del cielo una notita perfumada que decía: “He destruido el muñeco. Lo lamento, pero no volverás a verme en tu vida. Quiero que sepas que te amo para siempre, pero siempre es hoy, y ya estoy harta de eso”. Momentáneamente quedé ciego de la rabia, pues se atrevió a excusarse con algo tan complejo como la eternidad (los espejismos dobles, la urgencia de una inexistencia) para abandonarme, algo que estoy seguro solo yo comprendo y que ella es incapaz de medir.

Esa noche volé a su ventana y la miré dormir hasta el amanecer. Quizás hubiera podido devorarla finalmente, pero mi orgullo me lo impidió. Después de todo, me conformé con las pocas lágrimas que derramé frente a ella, y le agradecí a la luna que Margot no estuviera despierta para verme de esa manera, rendido ante ella. Me prohibí buscarla de nuevo y por unos días logré cumplir mi promesa; cuando quise verla una vez más, aunque fuera la última, no pude encontrarla por ningún lado.

Ahora paso días flotando entre la bulla, ya ni siquiera me preocupo por resguardar mi piel del sol, y la extraño especialmente en las tardes de lluvia. Me dejó solo dentro de este laberinto gigantesco, desterrado en este limbo infranqueable, mi prisión, sin rostros conocidos que puedan hacerme compañía. Cuando cae la noche me empeño de maneras muy cuestionables en ahogar un poco mis penas, pero ninguna niña se le asemeja, ninguna ha logrado disipar mi hambre, y ya viene siendo hora de aceptar que echo de menos la época cuando era solo el juguete de una bruja hermosa y delicada.

Sé que sigue viva, a pesar de todo el tiempo que ha pasado, porque a veces paso por la calle y alcanzo a percibir un vaguísimo olor a gardenias (el mismo que quedó impregnado en las sábanas de mi cama) que el viento ha arrastrado por una distancia abismal. Entonces me detengo a saborearlo, gozo de este silencioso dolor, de los distantes recuerdos que en un momento se convierten en amenazas de muerte. Y me repito una vez más que disfrute estos tres centavos de dolor, que no es mucho pero vaya que es algo, y vaya que es bueno sentir algo después de tanto tiempo.

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