Lo que está pasando, tendencias y recomendaciones para ti.
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CRÉDITO: Anya (2023) Erik Zavala
Picture of Andrés Arispe Oliver

Andrés Arispe Oliver

Facultad de Filosofía y Letras

Mi nombre es Andrés, soy estudiante de literatura hispánica. Toda mi vida en general, me han gustado las historias, por eso escribir se ha vuelto algo inherente en mí que me ha ayudado a ponerle nombre a mis pensamientos. Además, también disfruto los videojuegos, cómics, mangas y aunque tengo mis favoritos, siempre me gusta descubrir nuevas cosas.

Anya: una terrible realidad

Actualidad

Opinión

Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres

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Andrés Arispe Oliver

Facultad de Filosofía y Letras

Colores blancos, claros y luminosos que aterran más que una violenta oscuridad. Una mujer desnuda en una sórdida habitación. Cada minuto, su humanidad se desvanece. Su dignidad se pierde en el abuso de su captor. El miedo y la impotencia son su realidad, y la mujer que alguna vez fue se pierde en el olvido de su mente torturada y en el abandono que solo llena el monstruo en piel de hombre. De ella queda una mirada perdida, un rastro de cordura en su trastornada mirada. Repite una palabra al espejo. Al principio en un susurro, un murmullo que se convierte en un desesperado grito. Un último rastro de humanidad, una necesidad en su realidad de aferrarse a lo poco que le queda: su nombre.

Esto es una fracción de lo que muestra Erik Zavala en su película Anya (2023), protagonizada por María Fernanda Tovar y Gustavo Sánchez Parra.

Lo que sucede en pantalla recuerda al Leviatán de Hobbes. El constante sometimiento a la violencia y al abuso hace que volvamos a ese estado natural que explica entre sus páginas: aquel en el que el estrés obliga al ser a recurrir a sus instintos más primitivos, el de resistir, huir, correr o someterse. Es un claro ejemplo de que el símbolo de la sociedad, de la humanidad, no es el arte, ni tampoco los avances tecnológicos, ni los inmensos edificios extendiéndose hasta los cielos. Es la seguridad. Sin ella, todo lo demás deja de importar. No se puede crear, no se puede sentir, no se puede siquiera pensar cuando la vida está en juego. Nos volvemos animales y se abandona ese lugar privilegiado que tenemos en la naturaleza: el de la dignidad humana.

A nosotros, en las noticias, en las conferencias y discusiones, nos encanta usar elegantes eufemismos para suavizar aquello a lo que tememos. Son palabras cómodas, pues con ellas intentamos separarnos del hecho. Las designamos y usamos con temor pues, si es humano aquel despreciable ser, entonces también está en mi naturaleza ser como él. Solo se necesita suelo fértil, una vida marginal y un poco de mala suerte, que por desgracia abunda en el mundo. Así, se piensa que aquel que cae en actos tan viles y despreciables no puede ser como el resto de nosotros. El trato al que Anya es sometida podría catalogarse de inhumano y su captor de monstruo. Esto es una gimnasia mental para no reconocer que el perpetrador es como tú y yo. Todo lo que viene de nuestra especie, lo hermoso y lo sórdido, es irremediablemente parte de nuestra naturaleza. Tenemos que dejar de ser selectivos con nuestra naturaleza y aceptar ese lado que todos conocemos, pero decidimos ignorar e imaginar que no existe un ser humano, pensante y racional, que somete a otro con plena conciencia del daño, motivado por un vomitivo narcisismo. Un sentimiento que lo hace añorar el poder y, ¿qué es esto, sino la ilusión de sentirse fuerte porque hay alguien más débil? Es así que la mujer ha sido victimizada por la cultura que mira el cuerpo del como un objeto sexual de consumo voraz y desamparada por una autoridad que perpetúa la inmunidad del criminal, y es que de cada 157 violadores, solo uno pisa la cárcel.

Hay, por supuesto, individuos que se atreven a dar soluciones sencillas para problemas complejos. Es, a nuestro pesar, algo generacional. Por eso se le pide a la mujer no verse como víctima, en vez de pedir a los hombres que respeten vidas que no les corresponden. “Tápate”, “No provoques” y “No salgas de noche” son actitudes simplistas pues, incluso si estas pautas fueran acatadas al pie de la letra, queda un problema: de los abusos hacia la mujer, donde abundan casos de menores de edad, solo el 10% es perpetrado por extraños, el 20% por personas que la víctima conoce y el 70% por familiares. ¿Cómo escapar si el peligro habita en casa?

El monstruo… No, el hombre, humano, consciente y abusador, es lo único que una niña –en su caso a veces también niños– conoce. ¿Alguna vez hubo alguien más que él? Obedece, sin mucho afán. Es la definición más real y mucho más aterradora de un muerto viviente. Negada de su propia individualidad. Pronto los insultos, los golpes y abusos dejan de sentirse. Algo que podría parecer una bendición. No lo es. Implica que todo se fue y que nada más queda. Sin embargo, lo último que muere es la esperanza. Pero nunca llega. Lo mismo ocurre con la catarsis, que permanece ausente. Son historias que se viven en silencio en los hogares, perpetuadas por aquellos que deberían amarlas y cuidarlas.

Incluso cuando escapan del peligro, el estigma de la víctima es un peso que cargan de por vida. No debería, no es así. Las heridas, aunque nunca sanen del todo, no las definen. Son más que eso. Son mundos, son galaxias, son entes pensantes, amantes y capaces, cuyo derecho a vivir en paz y sin temor debería estar garantizado. Como hombres, que jamás podrán comprender esta realidad más que por una lejana empatía, nos queda reflexionar. De todas las mujeres que son parte de nuestra vida, la gran mayoría ha vivido por lo menos una fracción de esta pesadilla. Tenemos que escudriñar en nuestro ser en busca de aquello que daña y desecharlo. Nos queda escuchar, evolucionar y, a la siguiente generación, pasar una cultura que transforme esta terrible realidad.

Este 25 de noviembre se conmemora el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, se busca la importancia de empatizar y no ignorar. Hay que dar un espacio en nuestras vidas para adentrarnos en estas narrativas, como las que propone la película Anya. Aprovechemos que, a partir de la ficción, se puede visibilizar una problemática real que afecta a un sector importante de nuestra población. Así, conocerla, reflexionar, pasar a la acción e intentar encontrar una solución. Es un proceso complejo, doloroso y para nada sencillo, pero rara vez algo que merece la pena lo es.

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