Facultad de Filosofía y Letras
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12,359 km me separan de ellos, aun así, ayer, entre polvo, escombros y explosiones vi, gracias a la cercanía que provee el internet y las plataformas digitales, a un niño que lloraba con una amargura cuya profundidad no alcanzo a imaginar; sobre su piel morena cubierta de gris cenizo, sus lágrimas dibujaban canales desembocando en la punta de su barbilla; llevaba, protegiendo entre los brazos, una cuna mientras deambulaba gimoteando en una lengua cuyas palabras desconozco, pero aun así me transmitieron la impotencia de su desesperación. No pude mirar dentro de la cuna, ni siquiera con la imaginación, pero que estuviera llena o vacía es, en diferentes sentidos, igual de descorazonador. Soy afortunado, porque apagué el celular y todo desapareció. Aun así, no puedo evitar pensar en él, por más que apriete los ojos, el horror lo perseguirá incluso en la oscuridad.
Más tarde seguí scrolleando y encontré otra escena desgarradora: un padre cargaba con orgullo los certificados de nacimiento de sus dos gemelas, celebrando la vida incluso cuando la muerte respira a sus espaldas, atreviéndose a soñar y pensar en la esperanza, aunque todo parezca perdido… todo para encontrar el edificio donde vivía hecho pedazos por un misil teledirigido diseñado para nunca fallar; sus hijas y su esposa transformadas en escombro. Existe una palabra para casi todo, a un niño sin familia se le dice huérfano, a la esposa sin marido se le llama viuda, pero no hay ninguna para un padre de hijos asesinados. El culpable está a unos kilómetros de allí, matando con el casual movimiento de su dedo, apretando un botón. Una muerte aterradora, un monstruo sin rostro. También apareció ante mí la ropa interior de mujeres exhibida como trofeos y a un lado, como cazador con su presa, un soldado con una sonrisa macabra. De ellas no hay rastro, pero su destino ante esta desagradable puesta en escena es adivinado por todos.
La mayoría de los medios que nunca se han distinguido por ser justos y parciales, apoyan la narrativa de que esto es una guerra. Los más correctos al menos lo llaman conflicto, una palabra tibia que se queda lejos de describir lo que está pasando allí. Nada más lejos de la verdad, una guerra necesita dos bandos, necesita que alguien devuelva el golpe, esa siempre ha sido la regla en esta actividad que no importa cuándo o dónde suceda, parece inherente a la humanidad. Aquí, en cambio, nadie está contraatacando. El niño cubierto de cenizas, quien fuera que reposara en la cuna, el padre, las gemelas que apenas habían abierto los ojos y la madre no tenían armas, no tenían otra intención además de sobrevivir. Esto no es una guerra, es una masacre. No, a esto hay que llamarlo por su nombre: genocidio.
Los altos mandos se escudan en que pelean contra terroristas, que para este punto es más un fantasma del mundo moderno que funciona como una excusa perfecta. Aseguran que han matado “alrededor” de catorce mil de ellos. Sin embargo, cuando se les cuestiona por la cantidad de civiles, alegan ingenuidad e ignorancia. No existe piedad. Ya no hay escuelas, el último hospital ha sido destruido y las bombas siguen cayendo en los campamentos de refugiados. Los más afortunados han logrado huir de la tierra de sus padres solo para ponerse a la merced de la violencia sistemática del país que los recibió. Los demás son “daños colaterales” en una supuesta guerra contra un enemigo que hace mucho fue derrotado. Ellos piensan que sus actos son justos y me gustaría que esto fuera tan solo una teoría, así por lo menos podríamos escudarnos en el beneficio de la duda. Pero los testimonios dicen otras cosas: videos de gente burlándose de la falta de agua, de sus ancestrales facciones y su miseria son tendencia en las redes sociales de aquel lugar a 12,359 km de mí.
Toda esa sangre solo porque alguna vez, hace miles de años, alguien les dijo que esa tierra era suya, no importa que su familia lleve una eternidad sin pisarla. Esa doctrina distorsionada a través de generaciones, los ha llevado a creer que tienen derecho a limpiar la zona de lo que ellos llaman “invasores”, aun cuando lleven toda una vida echando raíces como los olivos característicos de su cultura, pero incluso eso les han quitado. Una vez más una religión, o ideología, tomada como verdad absoluta por unos cuantos, siembra muerte y desgracia para muchos. Algo así decía Nietzsche cuando criticaba la religión que le daba a los cobardes la confianza para creer que su vida tenía más valor que la del vecino. Nada más peligroso que este narcisismo colectivo, un pecado humano que nos hace sentir especiales. No lo somos. En el panorama total del eterno latido del cosmos, somos menos de un segundo, apenas una fracción de instante. Somos parte del tejido, pero nuestro papel no es protagónico. Sin embargo, creer esto es aterrador. Aceptar que no somos especiales y que en realidad tampoco somos diferentes, obliga a abandonar el calor de los prejuicios y tener que ver al otro con empatía. Pero es más cómodo hacer como Narciso y ahogarnos en el estanque de nuestro ego, de nuestro odio, embriagados por nuestra distorsionada imagen en el agua. Es aquí en donde la mitología se torna peligrosa.
Esto es una reflexión que se une a otras más. Con esto no busco cambiar las cosas, para ser honesto no sé si sea posible, pero creo en la unidad y así como existe la crueldad humana, por mera lógica también debe existir la bondad. Le apuesto a ella, no porque crea que puede cambiar opiniones, sino porque la alternativa es rendirme. Pienso que entre más voces se unan a estas quejas, hay esperanza de detener la extinción de una cultura que tiene tanto derecho a existir como las demás. Sin embargo, incluso si esto ocurre, si los cobardes misiles teledirigidos dejan de caer sobre ellos, no cambiará mucho, pues nada devolverá la inocencia a ese niño, la cuna siempre estará vacía, las gemelas no serán más que mártires de un genocidio sin sentido y a nosotros nos seguirán llegando noticias trágicas y distorsionadas de aquella tierra a 12,359 km de distancia.
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