Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
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No basta con agregar un arcoíris detrás del escudo universitario. Durante el mes de junio varias universidades —y por supuesto algunas empresas— cambian sus fotos de perfil en Facebook y Twitter para solidarizarse con el mes del Orgullo LGBTI+; sin embargo, está por demás decirlo, pasa año con año y la agenda política y social LGBTI+ en el ambiente universitario es un tema todavía pendiente.
Cuando era estudiante de licenciatura en el 2012, el #YoSoy132 todavía se miraba grafiteado en las paredes de la facultad, también los paros como respuesta a la Reforma Educativa, tampoco olvido las 43 sillas en plena explanada en memoria de los normalistas de Ayotzinapa y además comenzaban las denuncias de acoso por parte del movimiento feminista. Pero el movimiento LGBTI+ no ha estado ni está en las aulas.
En ese entonces, pensaba que el tema se retomaría en las clases de historia, en los movimientos de los años sesenta y setenta: se mencionaba la matanza de estudiantes en 1968, los movimientos obreros, nuevamente el movimiento feminista, pero el movimiento lésbico-gay seguía ausente, la homosexualidad resultaba un rumor a voces de ciertos personajes de la historia; por otro lado, cuando tomaba los seminarios para titulación, me encontraba con compañeros que tenían que cambiarse de clase, pues los temas sobre diversidad sexual resultaban poco relevantes, de forma que las tesis LGBTI+ también quedaban invisibles.
Pero, ahora, en la maestría tuve la fortuna de conocer a profesores y profesoras que ampliaron mi perspectiva y han encaminado mis líneas de investigación a los estudios de género, sin embargo, son pocos y sé que no todos los universitarios tienen la misma suerte, caemos como paracaidistas errantes esperando aterrizar en las manos seguras del feminismo. Fue entonces que me pregunté: ¿qué hace falta para que el tema LGBTI+ sea relevante en nuestra comunidad universitaria?
¿Hay que esperar a que un compañero o compañera pase por una situación de discriminación debido a su orientación sexual? O, ¿hemos visto prácticas de homofobia o transfobia pero las normalizamos? Una de las tantas enseñanzas del movimiento feminista lo ha demostrado: ser universitarios no nos exime de reproducir prácticas y discursos de violencia en las aulas educativas y, por ello, también hay que evidenciar los casos de acoso y violencia que viven estudiantes y profesores universitarios por su orientación sexual, identidad y expresión de género.
Algunos piensan que no debería importar la sexualidad de una persona, que eso es privado, íntimo; sin embargo, a otros sí les importa porque generan exclusión, hostigamiento, burlas, golpes y en el peor de los casos, asesinato. Como universitarios no hay que olvidar nombres como el de Jonathan Santos de 18 años, estudiante de una preparatoria de la Universidad de Guadalajara quien fue asesinado en 2020 por ser gay. Tampoco a Jessica Patricia González Tovar de 21 años asesinada en 2016 en Coahuila por ser lesbiana. O los casos de jóvenes activistas como Javier Eduardo Pérez, asesinado en Morelos, ni mucho menos a Jeanine Huerta, una activista transgénero asesinada en Tijuana. La orientación sexual es política.
De acuerdo con el observatorio de Homicidios de personas LGBT+ en México que realiza Letra S, el 55.4% de asesinatos son mujeres trans, seguido del 35.9% a hombres homosexuales y el 4.9% a lesbianas. En ese contexto, habrá que reflexionar como universitarios cómo se encuentra la comunidad LGBTI+ en los espacios educativos. El género, la sexualidad, la identidad de género no están relegados a lo privado, porque lo privado es político. Si matan a alguien por su sexualidad, eso es político. Si asesinan a alguien por su identidad de género, eso es político; si asesinan a alguien por ser mujer y, además, lesbiana, es político.
Pero la discriminación y los crímenes de odio no son la única agenda pendiente. Hay que pensar, por supuesto, en la lucha contra el sida y sus peligrosas metáforas como advertía ya la periodista Susan Sontag. “Cancer Rosa” le llamaron los medios de comunicación en los años ochenta para referirse a los primeros casos que correspondían a hombres homosexuales; “castigo divino” le llamó la iglesia por practicar la supuesta sodomía. Esos mitos han provocado hasta nuestros días un estigma muy profundo y desinformación.
Fue gracias a la lucha de activistas en los años ochenta que se logró combatir la desinformación con el conocimiento que se liberaba por activistas de distintas latitudes. Pugnaron por el derecho a la salud y el alto a la estigmatización. Hoy día, derivado de esa lucha, el VIH y el sida ya no son una sentencia de muerte si se detectan a tiempo y se lleva un tratamiento adecuado; sin embargo, el desabasto de medicamentos antirretrovirales y el estigma continúan y pueden agravarse en los siguientes años.
Así como se pudo presenciar con el Covid-19, el VIH no reconoce sexo, condición social, sexualidad y género, mucho menos la edad; de acuerdo con datos de Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, las personas de 13 a 24 años de edad representaron 21% de todos los diagnósticos en Estados Unidos tan sólo en 2017, por lo que la lucha contra el VIH y sida no es un asunto menor, ni sólo un problema que atañe a la comunidad LGBTI+, nadie está exento. La educación sexual en la comunidad universitaria es un tema clave, pero aún incipiente.
Actualmente, las cosas parecen cambiar rápidamente y, a pesar de que la producción académica en cuanto al movimiento LGBTI+ comenzó de forma tardía, como señala un informe elaborado por académicos de la RED Mexicana de Estudios de los Movimientos Sociales, afortunadamente comienzan a recuperarse por la academia, lo que representará un cambio a nivel educativo muy importante. Si alguna vez existieron barreras entre la producción activista, la producción literaria y la académica, hoy quizás comienzan a difuminarse sus brechas y a retroalimentarse de forma importante.
A pesar de la agenda pendiente, las conquistas en Derechos Humanos que se han conseguido por parte del colectivo LGBTI+ son notables y avanzan constantemente. Hoy día, en algunas entidades federativas, se garatiza el derecho al matrimonio y adopción igualitaria, se prohiben las terapias de conversión, se logra el reconocimiento a la identidad de género, se busca también el derecho a la seguridad social, se logran avances importantes sobre el derecho a la salud y el derecho a la igualdad y la no discriminación. El reto que se presenta no sólo es garantizarlo en todas las entidades federativas, sino evitar que el mercado y las instituciones se enarbolen con la gloria de la movilización de cientos de activistas.
Dice Nancy Fraser en ¡Contrahegemonía ya!: Por un populismo que enfrente al neoliberalismo (2020), “hay que incitar a mujeres, inmigrantes y personas de color menos privilegiadas a apartarse de las feministas adaptadas al mercado, los antiracistas meritocráticos y el movimiento LGBTQ+ convencional, cómplices de la diversidad corporativa y del capitalismo verde o “ecocapitalismo” que se apropiaron de sus inquietudes para modificarlas de modo que resultaran compatibles con el neoliberalismo”. Los beneficios del dinero son atractivos, pero la dignidad no es negociable.
En junio, mes del Orgullo LGBTI+, no hay que olvidar que los movimientos más importantes que han impactado en la sociedad mexicana son los críticos, los que se movilizan, sí los que plasman sus consignas en todos lados para hacerse escuchar, son mujeres, son trabajadores y, por supuesto, son estudiantes. La crítica a modificar las injusticias, los valores totalitarios y la violencia han surgido de estos sectores. La universidad es un espacio donde el conocimiento se convierte en revolución y los Derechos Humanos no son sólo un fondo de arcoíris colocado en un perfil de Facebook.
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