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Andrés Arispe Oliver

Facultad de Filosofía y Letras

Mi nombre es Andrés, soy estudiante de literatura hispánica. Toda mi vida en general, me han gustado las historias, por eso escribir se ha vuelto algo inherente en mí que me ha ayudado a ponerle nombre a mis pensamientos. Además, también disfruto los videojuegos, cómics, mangas y aunque tengo mis favoritos, siempre me gusta descubrir nuevas cosas.

Crítica al espectáculo mediático

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Del caso Sean “Diddy” Combs y la perversión del espectáculo capitalista

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Andrés Arispe Oliver

Facultad de Filosofía y Letras

En los últimos meses, las celebridades de nuestros vecinos del norte han dado mucho de qué hablar dado lo sucedido el pasado 16 de septiembre. Sean John Combs, un rapero y productor musical mejor conocido como “Diddy”, fue arrestado en un hotel de Manhattan. Esto fue consecuencia de una serie de sucesos que empezaron el 16 de noviembre de 2023, cuando Cassie, su expareja, lanzó una demanda en su contra por abuso físico y sexual. Aunque la demanda se resolvió al día siguiente bajo términos confidenciales, fue suficiente para iniciar una avalancha de acusaciones públicas sobre los abusos perpetrados por esta figura desde los años 90. Los cargos incluyen crimen organizado, tráfico sexual, fraude y coacción. Él se ha declarado inocente, pero las pruebas en su contra son determinantes. Desde entonces, la lista de acusaciones no ha hecho más que aumentar, replanteando una verdad que varios ya intuían: el mundo del espectáculo no es tan bello como parece.

No es la primera vez que escuchamos que un famoso es acusado de crímenes deplorables. Por desgracia, existen varios ejemplos de esto, tanto recientes como antiguos. Pensemos en el actor Bill Cosby, apodado “el papá de América”, quien, a pesar de tener decenas de denuncias por acoso sexual, salió libre de su sentencia en 2021 por una inconsistencia en el proceso. Lo mismo ocurrió con los productores Dan Schneider y Brian Peck, quienes han estado bajo el escrutinio público por cargos de abuso a menores tras la docuserie El lado oscuro de la fama infantil. Estos ejemplos de abuso, crímenes y corrupción perpetrados por famosos subrayan una situación sobre la que vale la pena reflexionar.

El primer culpable son los perpetradores. Sin embargo, no podemos dejar de pensar en el papel que el espectador juega en esto. En un mundo capitalista, el verdadero culpable es la dicotomía entre el arte y el espectáculo. La diferencia entre ambos es muy sutil, pero importante. El arte busca conmover al espectador, mientras que el espectáculo es una forma de consumo que busca captar atención. Del arte nace un objeto estético, mientras que del espectáculo nacen ídolos.

Hoy en día, entre las esferas más altas de la sociedad, encontramos a los artistas, deportistas y personajes mediáticos. Esto no los hace ni mejores ni peores que otros. Sin embargo, al estar vinculados a cantidades obscenas de dinero, su arte queda relegado a un segundo plano, convirtiéndose ellos mismos en productos. Un ejemplo claro de esto son los populares talk shows. En estos programas, un carismático presentador entrevista a los artistas, pero las preguntas no giran en torno a su profesión o proyectos. No, las preguntas, los chistes y los comentarios son sobre ellos como personas, creando una relación parasocial entre la celebridad y el espectador. Esta dinámica desvirtúa su naturaleza profesional y los transforma en celebridades, un sustantivo que literalmente se define como “persona conocida”.

De estas relaciones parasociales nace la falsa ilusión de que el espectador conoce al artista. Lo ve a diario en su teléfono, en sus películas favoritas, escucha sus divertidas historias en los programas y lo mira en sus conciertos. Le resulta familiar. Sin embargo, esta familiaridad no es recíproca. Para el artista mediático, el espectador es solo un número en los ratings, en los boletos vendidos o en las redes sociales. Fuera de eso, es un desconocido. El problema más grande de esta ilusión es que el rol del artista mediático trasciende a la persona real que existe detrás de él. Su vida deja de ser privada y sus decisiones son juzgadas. Britney Spears es un desafortunado ejemplo de lo que sucede cuando olvidamos que detrás de las canciones y actuaciones hay una persona real. Esto no impidió que los paparazzi la acosaran, tomándole fotos en un restaurante mientras, en un ataque de pánico, intentaba cubrir a su bebé de los flashes y el ruido ensordecedor de preguntas.

Otro ejemplo similar es el de Minami Minegishi, integrante de la banda AKB48, quien tuvo que dar una disculpa pública y rasurarse la cabeza por ser vista saliendo con su novio. Incluso Yuzuru Hanyu, el patinador artístico, quien siempre ha intentado mantener su vida privada lejos de los reflectores, se vio obligado a divorciarse tras tres meses de matrimonio debido al acoso que su esposa sufría por parte de los medios.

Por otro lado, la relación parasocial también se caracteriza por la lealtad ciega al artista mediático. Esto es igualmente problemático. Como mencioné antes, el espectáculo crea ídolos, y la fama hace cosas extrañas en la mente de un ser humano. De repente lo tienen todo: el dinero deja de ser un problema y se convierte en un medio para satisfacer cualquier deseo; son reconocidos y aclamados por muchos, lo que hace que el ego crezca y pierdan el sentido de la realidad.

Con esta fama también llega el poder de influir en los demás. Este papel privilegiado en la sociedad les da un sentimiento de ser intocables. Las personas a su alrededor, los miles de individuos que componen su público, se vuelven insignificantes. El éxito los convierte en ídolos, seres que trascienden su individualidad para convertirse en objetos de culto. Se convierten en ideales, algo inalcanzable, algo que todos quieren ser pero solo pueden soñar con lograr.

¿Quién, en su lugar, podría no caer en esta mentira?

Los ídolos modernos, los artistas y celebridades, tienen todo a su alcance. Fomentando su propia fantasía, sobre los hombros de quienes aclaman su nombre, se creen por encima de todo, incluyendo las reglas sociales y la ley. Los mismos Óscares y Grammy son prueba de esta decadencia. Se han convertido en cámaras de eco donde estas figuras se sienten con la autoridad moral para dar mensajes cargados de narcisismo. Incluso cuando apoyan buenas causas, el motivo no es genuino, sino que simplemente se adhieren a lo que está de moda. No olvidemos cuando Marlon Brando rechazó un Óscar y su tiempo de agradecimiento fue utilizado por Sacheen Littlefeather para denunciar los abusos hacia la comunidad nativa americana. Fue abucheada y amenazada por ello.

Hemos hablado de personas reconocidas mundialmente, pero no se necesita tanta fama ni ser un creador para convertirse en un ídolo. Las redes sociales y los influencers son prueba de ello. Internet está lleno de personas que muestran su vida como espectáculo: qué comen, dónde viven y qué consumen es de conocimiento público. Eso es suficiente para que estas personas pierdan el suelo y que su existencia se resuma en lidiar con el acoso y la imagen falsa que desesperadamente buscan proyectar. A veces, ellos no son suficientes, hay que mostrar lujos inmensos para retener la atención del monstruo espectador. Entonces se hace necesario rentar casas y carros que no pueden pagar y todo por aparentar.

En México, tenemos el caso de Fofo Marqués, quien activamente buscaba este tipo de rol en la sociedad. No lo logró, su actuación fue tan obvia que solo consiguió burlas. Sin embargo, es un ejemplo de lo vacío y enfermizo que es tener la fama como único objetivo. Solo hay que ver su final: tras varios desmanes, fue detenido por golpear a una mujer y ahora está siendo juzgado por tentativa de feminicidio.
Nietzsche, en su libro El crepúsculo de los ídolos, explicó a la perfección lo que son estas figuras creadas por el espectáculo mediático. Menciona que parecen perfectos e inalcanzables, pero cuando los analizamos, nos damos cuenta de que son entes vacíos. Yo solo precisaría que no son más lo que parecen, personas como nosotros. No podemos seguir reduciendo a un individuo a un objeto de consumo. Esto es dañino para ambas partes: por un lado, el acoso; por el otro, la idealización. Cuando el artista sube al escenario o el deportista entra en la cancha, interpretan un papel que les otorga popularidad. Sin embargo, ese papel termina en cuanto acaba la actuación. Es necesario separar el papel de “celebridad” del individuo y entender que no tienen la obligación de dar más que lo necesario para cumplir con su profesión. También hay que evitar a toda costa el fanatismo enfermizo. Quien está del otro lado de la pantalla no es mejor ni peor persona por estar ahí, sin importar cuántos números se reflejen en las métricas de sus vistas.

El dinero y la fama son catalizadores de la desenfrenada perversión humana y la corrupción a la que somos tan afines. Sin embargo, no son los únicos motivos. Existen abusadores y criminales pobres y anónimos. El libre albedrío nos otorga la posibilidad de dañar y violentar. Por eso, no debemos sorprendernos cuando alguien conocido cae en desgracia por este tipo de acciones. Lo mejor que podemos hacer desde nuestras propias trincheras es darnos cuenta de nuestro papel como espectadores. El espectáculo mediático no desaparecerá, ni cambiará solo porque sea dañino. Al final, está entrelazado con el sistema económico. Si nadie lo viera, si no generara ganancias, simplemente no existiría. Está en nosotros no arrebatar la humanidad, ni reemplazarla con una deidad.

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