En estas trincheras nuestras armas son palabras convertidas en argumentos y contra argumentos.
En estas trincheras nuestras armas son palabras convertidas en argumentos y contra argumentos.
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Ricardo Ortega

Facultad de Psicología

Me gustan las ciencias conductuales y la literatura. En mis textos me gusta hablar sobre temas cotidianos, pues siento que lo extraordinario de la vida de cada uno son aquellos momentos donde hay una pequeña sonrisa, un encuentro casual o una tristeza y un pequeño llanto.

Un acto de bondad

Número 13 / ABRIL - JUNIO 2024

Entre la marginación y la crítica literaria sólo hay unas cuantas letras

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Ricardo Ortega

Facultad de Psicología

La tierra había expulsado el color blanco de la playera de Horacio, instalando en ella una gran mancha negra en el pecho, coronada por un difuminado café que se extendía desde los pectorales hasta la parte posterior de las costillas. El short no estaba menos sucio y en las rodillas tenía más surcos que los campos de avena y lechugas recién arados de la zona. En su cerebro, como las piedras de una barda con cemento fresco, se asentaba la memoria del único gol anotado por el equipo durante el partido y que por supuesto le habían costado a Horacio las raspaduras y la mugre que le ennegrecía las mejillas. 

A su lado iba Mauricio, de similar aspecto, amigo cercano desde el comienzo de la primaria, separados por el detalle de no vivir bajo el mismo techo, cargando un balón bajo el brazo. 

—¡Qué barrida te aventaste! Si no hubiera sido por ti, nos habrían humillado todavía más. Dos a uno duele menos que un dos a cero, aunque se pierde de todas formas —dijo Mauricio. 

Horacio, encandilado por la afirmación de su amigo y excitado por la euforia del partido, irguió la espalda y contoneó los hombros al andar en un intento de representar, según él, el porte de las celebridades y figuras importantes. 

—¿No te duelen las rodillas? —dijo Mauricio.

Horacio, continuando en su papel:

—No. Nada de nada.

Y para demostrarlo, apoyando el pie en una jardinera, se retiró con las uñas los riachuelos de sangre endurecida. Bajó la mirada y se percató de la presencia de una cartera de cuero marrón claro con una placa de metal dorado en la esquina inferior derecha a pocos pasos de ahí. Horacio se aproximó a ella y al levantarla acarició la superficie como si comprobara la calidad de los materiales. 

—A ver —dijo Mauricio y arrebató la cartera de las manos de su amigo. En lugar de detenerse a examinar la constitución del objeto, lo abrió para ver qué llevaba dentro. En los tarjeteros se hallaba una credencial de elector, una tarjeta de banco y otra del metro. En el compartimento de los billetes se encontraban dos de cien, uno de doscientos y otro de quinientos pesos. 

Ninguno de los dos niños habían tenido en sus pocos años de vida similar cantidad de dinero en las manos. 

—¡Con esto me alcanzaría para comprar otro balón! —dijo Mauricio —Creo que también unos guantes de portero o, si mejor lo junto todo, igual y me alcanza para dos porterías para practicar en mi casa. 

—¿A quién se le habrá perdido? —dijo Horacio. Arrebató la cartera de la misma forma en la que se la habían arrebatado. Sacó la credencial de elector y leyó el nombre —Alberto Colmenares Martínez y vive en calle Agricultor, manzana 94, lote 12. 

—¿Y si nos dividimos el dinero? Tú te quedas con los dos de cien, el de doscientos y yo con el de quinientos y la cartera. 

—Sácate. Te quieres quedar con todo. 

—Bueno. Tú te quedas la cartera.

—Déjame pensarlo.

Horacio se quedó con la cabeza gacha repasando las cosas que podría comprarse: un balón, unos tacos o una playera de la selección mexicana que dentro de sus fantasías pueriles, le otorgaría la habilidad necesaria para ganar el partido cinco a cero, incluso contra los de secundaria. A la par de estas visiones, un escozor le agitaba los nervios de pies a cabeza: la incomodidad de saberse ladrón. Lo había leído en su libro de formación cívica y ética <<Robar es un delito muy grave, pues estás despojando a alguien más de algo que por derecho le pertenece>>; el profesor Hernando se los advirtió en aquella clase <<Muchos delincuentes que hoy viven en la cárcel empezaron robando dinero a sus papás, luego a sus compañeros y al final, le disparan a la gente en los camiones por un celular o hasta por cinco pesos. Ustedes sean siempre honestos, porque si no, acabarán así: en la cárcel, y quién sabe lo que les pase allá dentro ¿eh? A ver, levante la mano quien quiera vivir en la cárcel>>; <<Un acto honesto vale más que el dinero de un rico>>, le decía su padre y ambos progenitores le reprendían fuertemente al asomarse incluso la más baladí mentira. 

—¿Entonces? —dijo Mauricio.

—No lo sé. Creo que sería mejor si la devolviéramos. 

—Pero no sabes de quién es. Además cualquiera puede decir que es suya y quitarnos el dinero. Es mejor que nosotros lo tengamos —Y al acabar la frase, Mauricio quiso alcanzar la cartera, pero Horacio retiró la mano —¿No me vas a dar mi parte?

—Yo la encontré y yo decido lo que hago con ella. 

—Si quieres tú devuelve tu parte, pero yo quiero la mía. 

—El dinero no es tuyo. 

—Sí lo es porque el dueño ya no está.

La cara de Mauricio se puso roja del coraje y cegado por el deseo de tener su propia cancha para practicar, golpeó con el hombro el pecho de Horacio. Forcejearon, el uno arañando, el otro presionando las muñecas y empujando hacia afuera hasta que Horacio, por su constitución maciza, pudo quitarse a su amigo de encima. Este, desesperado, pateó el balón con el mayor impulso que sus aplanados músculos le permitieron, dándole un golpe seco por encima de la rodilla a Horacio y a su vez Horacio, con el rostro encendido y las manos y piernas calientes, pateó el balón en dirección a la próxima calle. 

—Pensé que éramos amigos —dijo Mauricio jadeando. Dio media vuelta y salió en busca del balón.

Horacio lo vio alejarse. También jadeaba y a medida que transcurría el tiempo sentía los relieves punzantes, calientes y dolorosos de los rasguños en el cuello y los brazos. La sangre regresó de la piel morena del semblante de Horacio a los vasos y venas y al enojo del niño fue reemplazándolo la aflicción de saber una amistad perdida. 

Sacó la credencial de elector y leyó de nuevo la dirección. 

—Calle Agricultor… Debe de estar por allá, si no mal recuerdo. 

Y caminó hacia donde él creía que estaba la calle, en ausencia de alma alguna para consultar. Iba con la espalda encorvada y los párpados caídos. Leía los letreros metálicos de los postes <<Calle Hortensia. Calle Ahuehuete. Calle Jazmín. Calle Hortaliza>>. Estaba próximo a rendirse cuando en la lontananza sobre la banqueta apareció un hombre moreno, alto y delgado, con una camisa blanca y pantalón de pana buscando algo por el suelo. Se apresuró al hombre y le preguntó:

—Disculpe ¿sabe donde queda la calle Agricultor? 

—Sí. Dos calles más y ahí está —dijo el hombre, mirando la cartera que el niño traía en la mano. 

—¡Gracias! —dijo Horacio y siguió.

—Oye, niño ¿No has visto de casualidad una cartera café tirada por aquí? Iba a casa cuando se me cayó del bolsillo de la chamarra. 

—¿Cómo te llamas? —dijo Horacio, retrocediendo un paso. 

El hombre, primero con cara de no responder, suavizó las facciones y le respondió:

—Alberto Colmenares Martinez. La cartera trae tres tarjetas y billetes de cien, doscientos y quinientos pesos. 

Satisfecho con la respuesta, sin embargo sospechando, Horacio entregó la cartera al hombre. 

—Bendito seas, niño. Traía la paga de la semana y creía que no comería o tendría que pedir prestado. Mira, esto es lo que puedo darte —dijo el Hombre, rebuscando en el bolsillo derecho. De él, sustrajo algunas monedas —Diez, quince, veinte… Treinta. Ten, como recompensa. En serio, no sabes de la que me has salvado.

Jubiloso, Horacio recibió el dinero y aunque no pudo evitar la idea de que en términos monetarios mejor resultado hubiera sido el de repartirse el dinero con su ahora enemigo Mauricio, la idea de hacer el bien y quedar como el héroe le borraron los pensamientos avaros. 

Volvió a casa con la espalda recta y moviendo ridículamente los hombros. Abrió la puerta y de inmediato apareció su madre con un cucharón de madera. Torció la boca y cruzó los brazos.

—¿Qué son estas horas de llegar? Tu papá ya está comiendo. Te va castigar.

El niño no hizo caso a las palabras de la madre y en el umbral de la cocina dijo con orgullo:

—¡Adivinen qué hice hoy!

El padre lo miró levantando los ojos y las cejas, sin abandonar la posición de la cabeza para sorber la sopa. 

—Me encontré una cartera. Tenía como mil. No. Dos mil pesos. Mauricio quería quedarse con el dinero, pero yo no y mejor lo devolví. El señor me dio estos treinta pesos como recompensa. Papi ¿puedo ir a la tienda a comprarme unas papas y un refresco?

El tintineo del plato cesó. La madre negó con la cabeza y movió los ojos, decepcionada. 

—Tu padre se esfuerza para tenerte en la escuela, darte de comer, ropa, zapatos ¿y tú se lo devuelves regalando dinero a la gente extraña? Por tu culpa, tu papá no podrá pagar la mensualidad del carro este mes.

El padre estiró la mano solicitando el dinero y sin mirar a su hijo, tensando los labios, le dijo:

—Vete a tu cuarto.

El niño, sin nada que objetar, se retiró. Acostado sobre la cama dio golpes al colchón hasta que el hombro envuelto en ardores se rehusó a moverse. Despotricó contra el libro de formación cívica, contra el profesor Hernando, contra su enemistad recién gestada y contra la honestidad. Se figuró la camisa de la selección mexicana y se prometió que de ahora en adelante no desaprovecharía las oportunidades que le diera la vida. 

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