Facultad de Filosofía y Letras
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La lucha libre, para un mexicano, es un fenómeno que ha trascendido el deporte para convertirse en un símbolo de identidad nacional. Desde sus inicios, la lucha libre se ha caracterizado por su pluralidad, dando entretenimiento a cada sector de la sociedad mexicana, maravillándolos con su gran dinamismo y acrobacias que rozan lo inverosímil. Todo en ella muestra algo de nosotros: los luchadores y sus historias, pero en especial sus máscaras los han convertido en íconos que se articulan a sí mismos desde las propias costumbres, ritos y mitología de nuestra tierra. Esto ha provocado que la lucha libre, en todos sus aspectos, se convierta en una tradición que pasa de padre a hijo. Por un lado, los aficionados más veteranos llevan con esmero y cariño a su descendencia, poblando la arena de varios mini luchadores, luciendo las máscaras de su campeón favorito. Por el otro, basta con tan solo mirar la cantidad de “JR” que existe entre los participantes de esta rica actividad.
Por su gran permanencia con la identidad mexicana, resulta casi proverbial que una de sus fechas más importantes suceda en el mes patrio. El pasado 20 de septiembre, máscaras, niños y adultos disfrazados peregrinaban con grandes expectativas hacia Doctor Lavista #189, domicilio de la legendaria Arena México, para formar parte de uno de los eventos que celebran el 91 aniversario del CMLL. Dentro, la Arena México estallaba en vítores e insultos, inmersa en el embriagador aroma de salsa, limón, cacahuates, papas fritas y cerveza. Debajo, el suelo vibraba con el incesante impacto de cientos de pies estampando contra las tarimas, como el rumor de un temblor de emociones. Alrededor, la gente esperaba pacientemente para que aquel cuadrilátero, ubicado en el centro de la arena, se llenara de aquella tradicional magia que lleva poco menos de un siglo cautivando el corazón de un sinfín de mexicanos.
La pelea, a una sola caída y con un límite de diez minutos, empezó desde antes. La arena dividía, de un lado los técnicos y, por el otro, los rudos, reuniéndose una vez más para observar aquella batalla que parece eterna. Entonces, la voz del presentador, elevándose sobre el ruido de la gente y alargando las vocales, rugió el nombre de una leyenda de este deporte: “MÍÍÍÍÍÍSTICOOOO”, uno de los nombres más emblemáticos. Llevaba la cara oculta por una luminosa máscara plateada ataviada con una suerte de ave dorada, enmarcando sus ojos grises, y a su alrededor llamativas luces que emanaban hacia arriba desde su frente y hacia abajo desde los poros de su nariz. Su contrincante, un hombre que, luciendo llamas en los pantalones, una camisa de fuego y el cinturón colgado al hombro que lo acreditaba como campeón, llevaba por nombre aquel lugar de pesadillas y tormentos. Entonces, el presentador, aclarando su garganta, exclamó mientras los vítores y burlas adornaban su voz: “AAAAAVERRRRNOOOOO”. Entre discusiones y amenazas, el réferi logró colocarlos en las esquinas del ring, dibujando aquel legendario cuadrilátero con tres cuerdas rojas.
Sonó la campana y ambos contrincantes se arrojaron al combate. Averno comenzó con el castigo, estampándolo contra el suelo y propinando fuertes impactos a su adversario. Místico no se rindió y, alentado por el público, logró tomarlo con sus piernas por el cuello y, con un poderoso movimiento de su cadera, hacerlo girar contra la lona. Sin embargo, esto no fue suficiente para mantenerlo sometido. Averno logró levantarse y librarse del tormento. Rápidamente, Místico hizo gala de su gran capacidad para las acrobacias, girando sobre los hombros de su rival, terminando en una hurracarrana que lo proyectó contra el suelo. Los técnicos estallaron emocionados, callando las protestas de los rudos. Vitorearon con más arrojo cuando Místico logró sacar a su rival del cuadrilátero. Como si aquel ensordecedor apoyo le diera fuerzas, saltó dando un mortal hacia atrás en un intento de aplastar a su rival. Averno reaccionó en el último momento, levantando las piernas e impactando su rostro. Los rudos rugieron y Averno volvió a dominar, proyectándolo contra las bardas de protección que separan al público de la acción. Luego, lo levantó por los aires e impactó su entrepierna contra la barda, provocando los insultos y protestas de los técnicos, pidiéndole justicia a un réferi que parecía ciego. Místico estaba en problemas. Averno continuaba castigándolo una y otra vez, sometiéndolo contra una de sus esquinas.
Entonces ocurrió lo peor que le puede pasar a un luchador cuya identidad continúa siendo un enigma. Averno, en un acto reprobable, intentaba arrancarle la máscara. Sucedió algo impresionante: la arena llegó a un consenso casi unánime. Abucheos llenaron el aire, reprobando tal acción que representa una de las peores bajezas. Todo parecía perdido cuando dio señales de vida, repeliendo el ataque, sacándolo del ring y lanzándose desde la tercera cuerda para someterlo contra el suelo en una plancha. Siete minutos ya habían pasado en el reloj y ambos se negaban a ceder. Místico insistía tratando de vencerlo desde las cuerdas, pero Averno continuaba resistiendo todo intento de que su espalda tocara la lona. Entonces, en tan solo un segundo, el réferi se lanzó y con la mano abierta comenzó a golpear el piso. “¡Uno, dos…!” gritaban los espectadores emocionados. Su brazo volvió a bajar y el reloj quedó pausado en el minuto 9:29. Místico se levantó victorioso mientras la gente aplaudía al príncipe de oro y plata. Con el corazón acelerado, la gente regresó a sus casas. Algunos contentos y otros decepcionados con el resultado, pero todos conmovidos por lo que acababa de suceder.
Se dice que las luchas son falsas. Independientemente de si esta afirmación es real o no, lo que pasa en aquel lugar lo es. El ambiente se respira mágico; al llegar allí cruzas el umbral donde lo fantástico y lo real se unen. Te transportas a un mundo distinto y maravilloso, pero que al mismo tiempo es compatible con el tuyo. En el cuadrilátero las capacidades humanas se extienden; hombres de todos los pesos y tamaños pueden volar metros en el aire, expulsados por una cuerda que parece indestructible. Al mismo tiempo, son capaces de tolerar un inimaginable castigo, en un acto de valor y resiliencia. Es allí donde la mayoría de las batallas son de dos a tres caídas sin límite de tiempo, convirtiendo así los segundos en horas. Las luchas parecen contar, muy a su manera, aquella historia que, a través de los años, ha maravillado a generaciones. Es la lucha eterna entre el bien y el mal lo que acontece en el cuadrilátero. Cada luchador es distinto, tiene su propia psicología, ambiciones y dolores, pero lo que todos tienen en común es el ansia por ganar. Distribuidos en dos grupos, los técnicos son los héroes esperados en este tipo de historias: nobles y honestos, por supuesto que lo tienen todo en contra. No porque sean más débiles, sino por su extraña filosofía de apegarse a las reglas, de hacer lo correcto, incluso si el adversario no lo hace de la misma manera. Transmiten el mensaje de que una victoria sin honor no es ninguna. Quizá es por eso varios de ellos llevan máscaras, pues muchas veces hacer lo correcto es peligroso y solo desde el anonimato uno puede hacer el bien. Por otro lado, los rudos son los antagonistas, aunque no siempre los villanos. Detrás de las burlas, insultos y el poco respeto por las reglas se adivina una extraña crítica. Se posicionan como lo contrario, no porque sean malos y ellos buenos, sino porque hay un sentimiento enfermizo que provoca la hipocresía del héroe. Ese sentimiento que parece usar para colocarse por encima de los demás. Los rudos parecen comprender el peligro de un ídolo que controla las mentes de sus seguidores con la abominable creencia de lo correcto. Así, ellos, incluso si con eso se ganan el odio y los abucheos de la gente, están dispuestos a hacer lo que sea, a romper las reglas que sirven al sistema absolutista de lo moralmente bueno y correcto.
No obstante, no hay que catalogarlos de polarizante extremismo. Es verdad que los rudos y los técnicos siempre parecen encontrarse en lugares opuestos de la balanza y del cuadrilátero. Esta dicotomía existe desde los años dorados del deporte. El Santo, el enmascarado de plata, fue el epítome de lo que significaba ser técnico. Mientras tanto, Blue Demon era su antítesis. Aun así, ambos son la viva imagen de la prueba de que ser adversarios no significa tener que odiarse. Uno puede respetar e incluso amar a su enemigo. Así lo hicieron ellos en el año de 1970, cuando juntos defendieron a la humanidad de los estragos provocados por el Doctor Hatler y otros villanos como el hombre lobo, la momia, el cíclope, el monstruo de la laguna negra, Frankenstein y los zombis; demostrando que, incluso en la interminable batalla del bien y el mal, existen tonos de grises que los separan. Nadie es tan bueno y nadie es tan malo. Todos somos simplemente humanos, simplemente mexicanos.
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