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Esta ventana es para mirar dentro de nosotrxs a través del arte y la creatividad.
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Zoe Tapia Salas / Facultad de Artes y Diseño
Picture of Abraham Moises Segundo Nava

Abraham Moises Segundo Nava

Facultad de Ciencias Políticas y Sociales

Soy Abraham Moisés Segundo Nava, me gusta leer, escribir y escuchar a todas las personas que tengan algo bueno qué decir. Mis intereses son muchos y están enfocados en la crónica y testimonio escrito de personajes clave en las movilizaciones sociales: los manifestantes, los vendedores de periódicos, los medios corruptos, los grandes oradores y todo aquel que se atraviese en el cambio.

¿Sueñan los huevones con actividades enérgicas?

Número 7 / OCTUBRE - DICIEMBRE 2022

Íntima anécdota literaria sobre la desigualdad hacia los desventurados hijos de la hueva

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Abraham Moises Segundo Nava

Facultad de Ciencias Políticas y Sociales

Durante años me sumergí en una terrible depresión. No podía levantarme en las mañanas sin sentir en los rayos del sol una mirada injuriosa, o ver por las noches el extenso paisaje estrellado sin sentir que explotaría en llanto. Poca cosa. “No son cosas de hombres, compórtate como tal”: ese fue el argumento que me obligó a buscar opciones, que para ese punto ya eran muy pocas. Estaba entre echarle ganas o colgarme de la asta bandera del Zócalo como protesta contra la belleza de los optimistas. “Echarle ganas” es un placebo y un lugar común. Casi nadie te dice dónde comprar esas ganas y mucho menos si se toman o se comen, pero era una de mis últimas opciones y tendría que hacerlo, sin duda colgarme no era buena opción en estás épocas. No quiero verme como un trozo de cecina antojando a los payasitos de los semáforos, no soy un monstruo.

Sea cual sea el sentido de echarle ganas, independientemente de si se compran o las regalan en campañas políticas acompañadas de un Frutsi, las ganas se utilizan para todo: cuando se está triste, se está enfermo o si se es pobre, es sin lugar a dudas la máxima de la medicina nacional. “El pobre es pobre porque quiere, es cuestión de actitud”: esto convierte al peor problema en un gatito manso que rasguña los sillones. Para eso hay que ser alguien; la felicidad y la obtención de esta dependerá de las horas que te encuentres trabajando, de lo productivo que seas. El trabajo dignifica al hombre. Así, el valor del ser ante la sociedad dependerá de lo eficiente que te proyectes para el mundo. ¿Por qué?, no lo sé pero hay que hacerlo, “no hay huevón que tenga rancho”. Hay que imponerse ante el mundo como un gran tigre que lucha contra un desorientado gatito dueño del botón nuclear.

Bajo esta lógica de un buen día, tomé mis cosas y convencí a mi tío de que me llevara a trabajar con él. Comencé mi búsqueda por las ganas. No hay trabajo malo (lo malo es trabajar, dijo un famoso filósofo mexicano) por eso cuando mi tío me ofreció el trabajo de jardinero lo acepté sin problemas. Pero, al enterarme que era en una residencial, mis ojos brillaron, mis pies dieron un brinco y me sentí satisfecho: era mi oportunidad de ver en carne propia los resultados de las ganas. Entre personas del éxito, sin duda encontraría un pedazo de ganas en la basura que hayan botado del desayuno. Recuerdo que al llegar no daba crédito a lo que veía, en cuanto mis pies sintieron el suelo limpio y se repusieron del trayecto del pesero, una vibra extraña recorrió mi ser; sin mentir, en ese momento las ideas revolucionarias, horas de teoría marxista y frases inspiradoras saltaron de mi oreja para estrellarse contra el suelo. Hasta me volví más servicial: “claro señora”, “buenas tardes”, “ahoritita lo hago, no hay problema patrón”. Las bardas blancas enormes, sin salitre ni anuncios de ningún tipo me maravillaron, y ni hablar de las casas tan elegantes y pulcras, con sus verdes jardines, los bellos acabados de la fachada que convierten a todo ese edificio en pequeños palacios.

—Comienza con el patio de atrás

— Claro, pero ¿qué camión tomo?

Tales eran los resultados del trabajo duro, la recompensa de años y años haciendo quién sabe qué y en sabrá dios dónde que, para la mitad de la visita estaba completamente animado a romperme los huesos por medio metro de su verde patio. Paso a paso, las ganas serían mías.

También las calles estaban llenas de esas personas exitosas vestidas con ropa deportiva y con accesorios de primera calidad. Tenían una sonrisa despampanante y algunos portaban la mirada retadora y, sobre todo, la blancura en su rostro; nuestro aspecto contradecía toda la ecología del lugar: morenos, sucios, yo con las ojeras de llorar toda la noche y mi tío con las ojeras de aguantar a su mujer en la interminable batalla de obtener gasto. Por mi parte, tan solo era yo y mi fuerza de trabajo compuesta por dos manos y dos piernas, en búsqueda de un tesoro que sin duda ellos guardaban.

—Por favor, venga para acá.

Como dije, el lugar era enorme, tan solo el patio de atrás medía lo de la sala de mi casa y mi primera tarea fue limpiarles a los perros: tan educados, su pelo brillaba y creo que jugaban con un celular de gama media. Su semblante irradiaba felicidad. En ese momento me pregunté qué habían hecho ellos para merecer esta vida. Aún no encuentro la respuesta. Solo estaban ahí sin hacer nada, solo jugando y mordiéndole las piernas a las señoras del aseo que les daban un puntapié delicado para que se hicieran para atrás. Desde ese patio de atrás y con el aire bien guardado en los cachetes, pude ver a los hijos en sus actividades diarias a través de la ventana: solo diré que, por lo menos, los perros movían la cola. Mientras terminaba de limpiar las suciedades, mi tío había cortado el pasto y todo el trabajo por ahora había terminado.

—Vamos, acá adelante hay otro patiecito —, era igual o más grande.

En el periodo que hubo de las ocho de la mañana a las siete de la tarde, hicimos alrededor de cinco o seis jardines, uno más grande que el otro. Las actividades fueron variadas, iban desde cortar el pasto, quitar maleza hasta sacar la raíz de un árbol cuya existencia interfería con el plan de la señora de hacer un atrio para su Virgen. Recuerdo eso, las pala que quebraba pequeños camotes y hacía un sonido hueco al chocar con aquellos tronquitos que se apretaban en la tierra. ¿Han escuchado eso de buscar petróleo?, esa era la oportunidad de desenterrar las ganas, de robarles de una vez por todas su tesoro, aprovechando que el señor de la casa estaba dormido plácidamente en su sillón sumergido en el sueño más profundo.

—Cuando terminen, le piden a Lucia que les dé el dinero—, pero no encontré nada.

Solo tierra y más tierra. Por más que escarbara no encontraría nada, esta gente no deja nada suelto.

—Él tiene una fábrica que le dejó abuelo. Un contador se la administra.

Terminé el trabajo y me fui. Otro, recuerdo yo, carecía de dueños, o por lo menos nunca salieron a dar la cara. Toda la propiedad la manejaba una señora de avanzada edad cuyo peso de los años le encorvaba la figura.

—Es que se fueron a Valle, maestro.

Admirable eran las ganas de la señora, que con esfuerzo sobrehumano levantaba la escoba del piso, traía vasos con agua, barría las hojas de la entrada

—Así me siento útil, muchacho—, explicó mientras limpiaba la arena de los gatos.

Con la ausencia de los patrones, las ganas se le acumularon en grandes proporciones y le daban el impulso para terminar e incluso disfrutar sus labores al igual que yo disfrutaba de sus atenciones, éramos los reyes del hogar. Fuimos. Y a pesar que después de la llegada de los patrones las ganas de esa señora se quedaron, jamás sería la dueña de ese hogar y ni del suyo, hasta la fecha sigue rentando una habitación en alguna parte de Naucalpan.

El último jardín de ese día era una oda a los demás: espacioso, con alberca, palmeras, sillas en forma de sillón, hamacas, una barra de bar, asadores de los más caros, una palmera enorme en medio de todo eso, cubriendo del sol a la alberca: un sueño. Y dentro del sueño, estábamos nosotros como simples espectadores.

Pequeños maniquíes que pasaban cosas y limpiaban. Fue, tal vez, la forma tan grosera de pedirme el trabajo, los gestos de asco de las hijas, el humillante empujón del hijo en un “accidentado choque con la pelota” o que todo estaba tan mal como cuando empecé, pero por un momento, pensé que ya se habían agotado mis ganas. De nuevo la tristeza se apoderó de mí y mis ideas.

—Súbete a la palmera, yo aquí te agarro el lazo.

Pero no podía romperme ahí, así que continué con mi labor y comencé a escalar en búsqueda de eso que anhelé por todo el día: me coloqué el lazo y empecé a subir y subir y subir y cuando estuve arriba, con el desparramado sol rojo mirándome de frente, pude notar algo: atrás de estas bardas se encontraban las zonas populares, había carros, combis, camiones, todos eran insectos que desfogaban ganas por los ojos. Se adelantaban unos sobre otros, se mordían, gritaban, morían por un espacio en el confinado espacio de la avenida, sintiendo en su lugar que estaban más cerca de llegar a su destino y esas eran sus ganas: salir adelante. A mis espaldas, estos mausoleos a las ganas, las verdaderas ganas, no esas de salir adelante, sino las que valen en este país, las ganas de estar igual, de correr como ratas en círculo, de amurallar sus pecados y su realidad. Las ganas de no estar chingando.

—Ya bájate.

,

De dormir en sus laureles esperando una herencia, de sentir, en su posición la supremacía olvidada, de ver en el otro la forma perpetua de su poder. Y entonces oscureció. Y en la zona residencial, se guardó la calma.

Regresar a casa fue más sencillo, aquellos ya se habían dormido con sus ganas y nosotros, los desventurados hijos de hueva, regresamos por una ciudad que dormía a sus afueras. En general, no conseguí las ganas, al contrario, se me quitaron y si me preguntan por el dinero, tampoco lo conseguí y el poco que hice, se fue repartido en gasto para mí casa. De lo que sí estoy seguro, es que de que no hay mejor remedio para la depresión que la ausencia de sentir por el cansancio. Dejar de ser antes que dejar de trabajar.

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